Antonio León

Cuando se escribe, toda superficie es terreno ganado al desierto. La pluma avanza en virtud de una consecuencia y su correspondiente trayectoria. Pero el desierto reserva otras particularidades temporales, otras coordenadas cronológicas. Si el móvil de la creación es la poesía, el ecosistema ha de desdoblarse sobre él mismo: en cierto lado esconderá agua o un sendero interpretativo de nubes, cuando no una sombra que nunca se extingue, y en un sitio distinto habrá huellas de antiguos pobladores y una dinámica de reminiscencias a la espera de ser trasplantada a la hoja en blanco.
El desierto bajacaliforniano no esconde sino vida. No se trata del Sahara profundo, de su manantial monocromático de arena y sus dunas ralentizadas; lo que hay es un despliegue de cactáceas, chamizales, pedruscos e insectos que palpitan ajenos a cualquier preocupación.
Venido al mundo en 1972, Jorge Ortega es un poeta originario de Mexicali que merodea y escapa constantemente del desierto —su marca de nacimiento, su casa entre desplazamientos— y se hace con la naturaleza de la travesía. Un poeta que se mueve entre placas continentales y una existencia que aparenta no poseer relieve lejos de la invención poética o ensayística, lírica o crítica que ejerce. Su quehacer literario establece, pues, un compromiso con la soledad creadora, el flujo de la conciencia y el tejido de la experiencia.
El tiempo en fuga se revela como una paradoja que otros han llamado exasperante, mas el poeta se muestra siempre con disposición a medirlo en su oficio, a darle seguimiento en sus palabras.
En su hoy clásico libro Devoción por la piedra —que el verano de 2021 alcanza un lustro de haberse publicado en Mantis Editores y un decenio de su primera edición en Chiapas como Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines 2010— el tiempo se sitúa como uno de los ejes de acción y se torna una cuestión menos complicada de asir y no más sencilla de abarcar. El tiempo es invariablemente el tiempo, con toda su inexorabilidad. La escritura, si no dependiera del tiempo, sería tiempo en sí misma. La escritura que nos deteriora respecto de la imagen, aunque, sin duda, a la imagen poética le sobrarán medios para volver a intentar una lógica propia.
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Me siento frente a Jorge Ortega en un café del centro histórico de Mexicali, bebemos la versión más lograda del cappuccino que podemos encontrar por estos lares y convivimos en tardes que sortean el calor de la temporada y se refugian en los indispensables aparatos de refrigeración.
Charlamos del tiempo, el tiempo reelaborado con base en atribuciones específicas y en función del recuerdo. Alargamos nuestras conversaciones y me permito especular acerca de algunos asuntos, pensamientos sueltos que me dan vuelta en la cabeza en relación con la poesía de este escritor del norte mexicano. Le hablo del mapa que, estoy seguro, esbozó antes de empezar a confeccionar los poemas reunidos en Devoción por la piedra: un atlas de referencia con latitudes evocativas.
Ahondamos en el relato de las Soledades de Góngora, en la errante aventura que, a modo de huida, acomete un hombre que ha sufrido un desengaño amoroso; en su vertiente narrativa acentuada por el recorrido emocional —reflejo del estado de ánimo— del peregrino y de la complejidad real que denotan sus versos, que es la de un lenguaje de prestidigitador, como si la odisea de un viajero interior no fuera una saga llena de matices. Acaso los viajes del poeta son momentos de una vida cuyo valor radica en una cuenta regresiva que ya no es un planisferio sino una materia que es preciso preservar a través de los vocablos: cuenta regresiva que reitera la finitud, lo poco que duramos sobre la Tierra.
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Un tiempo que está ahí como un telón de fondo y como experiencia. Devoción por la piedra marcha recogiendo texturas, integrando un muestrario, como si hubiera que ir de aquí para allá, y viceversa, llevándose con uno cuanto no halla solidez al margen de la remembranza. En la quinta de las secciones que conforman el volumen, denominada «Cantares de Gesta», hay una maniobra en la que el ciclo de la existencia pareciera estar sujeto a otros estados de la materia y de las aludidas texturas, que ocupan un lugar destacado como contrapunto de la voluntad del yo poético. Contrario a la glorificación de los cuerpos inanimados, el poeta expone a la materia como un co-relato de la vida. Por lo general se trata de piedras que el hombre ha amontonado: fuentes, muros derruidos. Hemos venido al mundo para crear y no siempre podemos voltear a ver nuestras creaciones, que nos sobrevivirán.
Pienso en las piedras acomodadas en torno a los vanos de inmuebles centenarios, las piedras talladas y los mosaicos en las edificaciones de Antoni Gaudí, en Barcelona, ciudad a la que Jorge Ortega partió a principios del tercer milenio a cursar estudios de doctorado en Filología. He leído respecto de obras que no terminan y sobre determinada exención de plazos en planos que no caducan. El arquitecto deja que lo rebasen las décadas y se acomoda a un siglo que ya no le pertenece, hereda su testamento en forma de basílica o de camino entre bosques, y vuelve incesantemente a la cantera a buscar su epigrama. Será que no hay escapatoria y la piedra es origen y destino, una mano que construye sin detenerse a observar desde un acantilado excavado por una colectiva de trabajadores del futuro. Pienso en Jorge Ortega transitando por las calles de las metrópolis y los pueblos de la actualidad cifrados en Devoción por la piedra, en la ruta andada a razón de armellas, portones, mares intermedios y veredas adoquinadas.
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Devoción por la piedra encubre una latencia que nos revela el desierto del cual procede su autor, reinterpretado en clave de examinación nostálgica y jamás chantajista. Algunos pasajes remiten al tono místico de poetas que le anteceden: Carlos Pellicer, Efraín Bartolomé o Elsa Cross. En ocasiones, los poemas son afines a la tesitura de Manuel Ponce o Concha Urquiza y nos indican el punto de fuga por el que ha de conducirse una vida digna de ser transitada, como el desenlace de la pieza «Cruzar los dedos», del segundo apartado, «Resistencia de Materiales»:
“Mientras no sepas algo
tuyo es lo posible, tuya
entera
la impronta
del fracaso y el tino.
Todo pronóstico está por cumplirse
a expensas de la incertidumbre”.
La poesía de Jorge Ortega brinda espacios verbales que abordan las abstracciones más arduas de la especie. Devoción por la piedra concede voz a lo matérico, y no desde su peso en bruto: hay lirismo desde la médula, desde las junturas de la memoria con la cantera. Lo corpóreo sale del estado de reposo y propone otra vía de concreción de la naturaleza.
Volvemos a la mesa del café y reanudamos el diálogo, salpicado de digresiones sobre música pop de los años ochenta y una dosis de cinematografía y actores que ya no están con nosotros. Discurrimos luego sobre la poesía tradicional del Japón, la absoluta ausencia de protagonismo humano en el haikú, las fotografías en que aparece únicamente un lápiz, una vasija, un pial. Así, en el libro de Jorge Ortega no hay personas, a menos que se las insinúe. El sonido, instantáneas que se perdieron, objetos, lugares y escenas que se abren al final de un sendero son insumos que toman el núcleo del discurso, como en el inicio del poema «El jarrón», incluido en la mencionada segunda parte del índice:
“Donde no hay un jarrón]
hay un jarrón.
Es el jarrón
que fabrica el deseo, el jarrón
que no compraste en Nápoles
pero que participa
de una memoria herida
por la desposesión”.
El anhelo es una línea delgada que surca los dilemas de su prosodia. De igual manera que opera una fascinación ante las ruinas de la existencia moderna, entre la vegetación que recubre un avión olvidado en la selva, el abordaje claro de lo que no se tiene se presenta desnudo de artificio. Algunos artistas sufrirían con esta pérdida. Mas el sujeto de esta trama rescata los trozos de una civilización que lo ha visto nacer.
En Devoción por la piedra hay vida hasta en lo inerte. Las texturas impregnan cada página y el poeta las describe, les asigna propiedades que evaden la mirada, no el tacto ni la intuición. Habla de los relámpagos por su perímetro y no por el efecto de luz. Su sentido contemplativo atiende al detalle y a la sutileza de los afectos. Lo transitorio fracasa en su tarea primigenia de quedarse, pero a su paso deja rastros tangibles e intangibles, semilleros de arena y pisadas a la orilla del desierto, tazas vacías a ras de pláticas de café, separadores de lectura y páramos de asfalto. También hay la probabilidad de un regreso al desierto y sus cavilaciones de piedra, de aquella piedra que, como diría Marosa di Giorgio, guarda adentro toda una constelación.
Jorge Ortega, Devoción por la piedra, Mantis Editores / CETYS Universidad, Colección Terredades, Guadalajara, México, 2016.
Jorge Ortega, Devoción por la piedra, Consejo Estatal para las Culturas y las Artes de Chiapas, Colección Hechos en Palabras, Serie Premios, Tuxtla Gutiérrez, México, 2011.

Antonio León(Ensenada, Baja California, en 1977). Reside en Mexicali desde 2014, donde se desarrolla en distintos ámbitos de la promoción cultural universitaria. Es editor de poesía en la revista electrónica El Septentrión y autor de los libros de poesía Busque caballos negros en otra parte (Pinosalados, 2015), El Impala rojo (Instituto de Cultura de Baja California, 2017), ríos (CETYS Universidad, 2017) y Consomé de piraña (Carruaje de Pájaros / Instituto Sinaloense de Cultura, 2020). En 2016 obtuvo el Premio Estatal de Literatura de Baja California en el género de poesía. Ha sido becario del Programa de Estímulos a la Creación y el Desarrollo Artístico de Baja California en la categoría de Creadores con Trayectoria y la especialidad de poesía. Su publicación en puerta, en 2021, es la colección de poemas Drowner, bajo el sello de la Secretaría de Cultura de Baja California.