Cuatro golpes a la Bestia

Alexis Manuel García Artiles

Arte: Irene Barajas

—Estamos listos, general. Cuando usted desee.

           
Con su vestimenta preferida, dril blanco y sombrero de Panamá, el general presidente estrecha las manos de los que quedan en tierra. La nave, un hidroavión modelo Sikorski, encendió los motores aumentando rápidamente sus revoluciones.

Suben apresuradamente por la angosta escalerilla. Cada uno estrecha la diestra del piloto que les da la bienvenida a su nave. El último en hacerlo es el que acaban de llamar general. Hay un cambio de última hora, se baja un pasajero y sube otro, este viste uniforme militar, el general lo mira con afecto, los demás muestran un evidente recelo. El ruido de los motores se torna en silbido, aquel tubo de metal y madera se estremece a la par que aumenta su velocidad sobre la pista; son escasos segundos, se despega, la vista se curva y detrás va quedando La Habana, colores verde y pardo, el color de la nostalgia que comienza a anidar en el alma de todos.

2

La victrola llora a cántaros, tal parece que la melancolía anda de fiesta hoy en el salón, con cada centavo que traga alza un disco con alguna canción de traiciones de mujeres perjuras y borrachos desahuciados. Pepe Bigotes mueve sobre su hombro derecho la plateada batidora de mano como si fuesen musicales maracas, es casi el único momento en que puede observar con algún detenimiento a los que beben más allá de la barra, sentados frente a las rojizas mesas, inmersos cada uno en sus problemas y preocupaciones. Se hace evidente que algunas sillas necesitan mejorar el tapizado, al igual que las mesas ya van mereciendo un retoque de barniz; no puede permitir que el salón pierda el ambiente rojizo que despierta tantas emociones entre los clientes porque cada una de esas emociones se convierten en ventas de sus productos y digan lo que digan un bar que se respete tiene que vender altos niveles de alcohol amén de que este sea dañino como dicen ahora los médicos, o amoral como cada domingo sermonea el cura desde su púlpito.

Pepe Bigotes se extraña al ver que la mesa del fondo permanece vacía, a estas horas su cliente habitual ya tuviera par de botellas de un buen tinto vencidas. Esa mesa, que por demás carga sólo tres sillas a su vera, no ha dejado de ocuparse durante los dos últimos años y siempre por la misma persona, que reserva las dos sillas restantes para sus invitados de turno. Sus huéspedes no siempre vienen a divertirse, en ocasiones ni tocan la bebida que pagan, aunque para ser justo él es quien casi siempre paga las cuentas (la falta de dinero no es problema que ocupe su tiempo; al contrario, a veces lo derrocha en cada capricho, o por lo menos así es como lo ve Pepe Bigotes desde su punto de observación detrás de la barra).

La campanilla interrumpe sus pensamientos, ese sonido siempre anuncia la entrada de algún posible cliente; un señor trigueño, vestido impecablemente de traje gris esboza una media sonrisa en su regordete rostro, Pepe también sonríe devolviendo el saludo y se apresura hasta la mesa del recién llegado.        


—Señor Castillo, llegué a pensar que usted no llegaría hoy por acá.

           
—Pues, pensó mal, mi querido tocayo… y no piense usted tanto, que eso no le reporta dinero; su negocio es vender y yo vengo cada día a darle mi aporte—. Las palabras del recién llegado logran sonrojarlo.    


—No se apene usted, amigo mío, es una broma, vaya, tome este cheque y aumente mi depósito, presiento que hoy gastaré mucho más de lo acostumbrado.           


Pepe Bigotes toma el cheque y al mirarlo no puede evitar el asombro en su rostro provocando las carcajadas del otro.           


—Cierre esa boca, que se va a tragar el bigote y no se asombre, hoy es un día especial. Traiga cerveza bien fría y, por favor, procure que sean cubanitas, yo sé que si en Miami hay un lugar donde se puede beber como si fuera La Habana es en su bar.

Pepe Bigotes se sintió complacido, tuvo que mandar a buscar a su sobrino y a un amigo de este para que le ayudaran. Tan pronto el viejo José Manuel Castillo anunció la barra abierta a su cuenta, empezaron a llegar más clientes. Compró dos buenos lechones y mandó a asar uno en la panadería del suegro de su sobrino; el otro quedaría para el día siguiente, incluiría pan con lechón en la oferta, la gente iba a pasar horas bebiendo, más de lo acostumbrado, y necesitaba reforzar los comestibles; también reforzó la bodega, par de barriles de vino y algunas botellas de las acostumbradas por si algún cliente quería dársela de exclusivo. Y la cerveza cubana; ya Don Castillo se lo había advertido, la celebración era por motivos políticos, se comentaba que La Habana estaba revuelta, así que la cerveza cubana se convertía en un símbolo de la patria y era lo que más se consumiría, de ello estaba seguro y por eso encargó tantas como pudo en tan poco tiempo, quinientas botellas le parecían una buena cifra. La jornada prometía y él quería estar a la altura de las circunstancias.

Don Castillo se veía feliz y Pepe Bigotes sabía con certeza el motivo de esa felicidad, cualquiera podría pensar que era solamente odio lo que sentía por su enemigo, pero él sabía que lo que más le había dolido fue salir huyendo como un vulgar delincuente, dejando La Habana tras de sí. Hubo momentos en que creyó que moriría en Estados Unidos, el sólo hecho de poder colaborar y financiar alguna acción contra cualquiera de las instituciones que sostenían al sátrapa, lo mantenían aún con una pizca de esperanza. En muchas ocasiones le comentó entre chorizos y largos vasos de vino, que la mejor manera de gastar su dinero en esos momentos era “apostando contra la bestia”, y al decir esa frase su rostro mostraba una feroz mueca. Pepe Bigotes no hacía pregunta alguna, solamente las necesarias para sostener la conversación educadamente, pero hacía mucho tiempo que conocía el verdadero significado de aquella frase y en particular a quién se refería cuando decía «la Bestia».

Un bar es una especie de confesionario y se diferencia del de la iglesia por el humo del tabaco, el escándalo y sobre todo por el alcohol (este activa con más facilidad la lengua de los «feligreses» y las confesiones entonces sí que salen del alma). Pepe Bigotes aprendió a escuchar con atención las cuitas de sus clientes, pero lo más importante de su comportamiento estaba en saber callar: cada palabra escuchada entraba en sus oídos sin posibilidad de retorno, por esa razón tenía una respuesta ante la clásica advertencia de “esto no puede salir de aquí” y que se hizo célebre entre los clientes del bar: “mis orejas son nasas de pescador, lo que entra no sale”. Gracias a esa política pudo entrar en los secretos más recónditos de los innumerables personajes que acudían día tras día a su bar: «La flor inmaculada», nombre engañoso y hasta ridículo, pero que ya no se hacía ver, puesto que todos lo llamaban el bar de Pepe Bigotes y lo de flor inmaculada quedaba para lo que siempre fue, un homenaje a su difunta esposa de cuando aquello era solamente un saloncillo para tomar el té en medio del apogeo de la Ley Seca. 

La gente comparte sus sueños y planes, unos más viejos que otros, pero todos tienen en común un único destino de realización: La Habana. El exilio no ha sido muy gentil con algunos, el dinero se gasta y si no se repone ya la gente no son los mismos al igual que el traje que visten; por el tipo de tejido se puede valorar la solvencia de estos hombres: ya los hubo que traían sus trajes raídos por las mangas y manchados de grasa en un claro indicio de la entrada a la desesperación; después de la barba de varios días, el mal olor y un mal día se nota su ausencia y en los obituarios del diario conocemos que se suicidó. El dinero fue faltando para todo menos para comprar un par de tragos en el bar de Pepe Bigotes, por ello hoy todos festejan el motivo que tanto esperaban y una atmósfera de esperanza se mezcla con el humo de tabaco y cigarrillos que cubre todo el salón. Se escuchan promesas de trabajo y hasta algunos proyectan unir fortunas para crear nuevos negocios, Pepe Bigotes mira la caja registradora que no ha dejado de sonar su agradable campanilla, es su día de zafra y tiene que esmerarse. El hombre es animal de costumbre y ninguno de estos va a olvidar dónde estaba cuando conocieron la noticia anhelada, ni mucho menos dónde la festejaron y eso hará más sólida su clientela; tendrá que hacer algunas reformas al local, lo que acaba de suceder rompió la rutina del bar y ya no puede ser como antes, algo tendría que hacer.

Pero ahora su atención se centra en la mesa de Don Castillo, el hombre se ve eufórico y está anunciando que va a hacer el tiro de la Bola ahí mismo en el salón de su bar y eso significa que la fiesta continuará al otro día, ahora sí empieza a creer que va a poder comprarse esa batidora eléctrica para trocear el hielo y que lo ha tenido obsesionado desde hace un tiempo, mejorará los cócteles y hasta inventará alguno más suave para atraer a las mujeres, sería la primera de las reformas que hará; quiere entender que esto que le está sucediendo es una señal de la prosperidad que viene llegando a su vida.

Era del tiro de la bola de dónde provenía el dinero de Don Castillo, todos en Miami lo conocían al igual que en La Habana. Aunque estaba ausente de la capital, seguía siendo para todos «el rey de los cuatro golpes» por la manera en que cantaba la Charada y la Bola en La Habana. «Los cuatro golpes», más que parecer un slogan publicitario, era la verdadera fuente de sus abundantes ingresos, cada «golpe» representa mucho dinero y lo que aparenta ser muy complicado es tan simple como tan simple es su sonrisa de campesino.

El primer golpe era para la Charada en sus dos tiros; uno lo hacía a las tres de la tarde y el otro a las diez de la noche. El tiro de la bolita, que se hace a las cinco de la tarde y a las doce de la noche, saca tres bolas para premios: la primera bola se conoce con el nombre de «fijo» y es el segundo golpe, siendo las dos bolas restantes los conocidos como «corridos», y estos a la vez son el tercero y cuarto golpe, completando la tetralogía mágica de Don Castillo. A pesar de su poca educación le asistía una inteligencia natural para los negocios, siendo capaz de prever los sucesos con tanta antelación que parecieran cosas de la suerte, pero de una suerte tan pegajosa que nunca lo abandonaba. Conocedor como era del sentir de la gente de pueblo, sabía que este negocio siempre le reportaría grandes ganancias, pues cualquier persona podía ser ganadora de un premio sólo con apostar un simple peso y esto hacía que su negocio estuviera al alcance de cualquier cubano que jugara con la esperanza de algún día ganarse un premio o quizás el premio «gordo».

Para poner una pizca de sabor popular, a la hora de cantar los números premiados los relacionaba con un nombre o frase que poco a poco fue pegando en el argot popular a tal punto que, si uno se dispone a observar un juego de dominó en cualquier barrio, lejos de escuchar números va a perderse en una sarta de nombres y frases que harán imposible comprender lo que está sucediendo.

Don Castillo no nació rico, su cuna estuvo tan pobre como la de cualquier cubano, eran tiempos muy difíciles para mantener una familia sobre todo si esa familia vivía en un poblado como San Luis en la provincia de Pinar del Río. La guerra había agotado todas las reservas del país, el hambre era huésped permanente en cada casa, el desgaste había sido monumental y el joven José Manuel Castillo Iglesias tuvo que aprender un oficio para ayudar a su padre. En 1904 decidió buscar fortuna en la capital y salió para La Habana sin más compañía que un par de tijeras y una navaja de afeitar, dispuesto a triunfar en la ciudad grande que cada vez crecía más y se iba haciendo muy atractiva para los jóvenes emprendedores que, como él, luchaban por encontrar un espacio para sus sueños de alejarse de la miseria en que nacieron. Visto de esta manera su historia era bien sencilla, pero Pepe Bigotes sabía que no había sido así; esa era la versión reducida que Don Castillo tenía para los demás, que, lejos de querer adentrase en los secretos de su vida, empleaban mejor el tiempo en mirar con envidia lo exitosa que le estaba siendo. El dinero enceguece y mutila los sentidos de las personas, sobre todo si estas nunca han tenido más de dos pesos en el bolsillo.

Lo cierto es que en un bar se escucha de todo y hace alrededor de seis meses se sentó a la barra un vendedor de estilográficas y, entre sorbos de cervezas, no le quitaba la vista de encima a Don Castillo. “¿Lo conoce usted?”, le preguntó Pepe Bigotes. “Sí… claro que lo conozco, por mucha buena tela que vista no se me despinta una cara, y esa, aunque regordeta, es la cara de José Manuel, el barbero de mi familia”. Pepe Bigotes aflojó las tensiones, había pensado que el forastero era un enviado de la «bestia» pero resultó ser un paisano de su amigo. Lo que acaba de decirle no era nuevo para él, sólo atinó a invitarle a que lo saludara; el hombre aceptó y aún recuerda la inmensa alegría que embargó el rostro de Don Castillo al reconocer a su coterráneo.

Este hombre visitó el bar los días en que su negocio lo mantuvo en la ciudad y cuando Don Castillo estaba, se sentaba a la barra y conversaban animadamente. Por él conoció interioridades de la vida de su amigo, algunas de ellas lo habían llevado a pensar que formaban parte de las leyendas que se forjan alrededor de los hombres públicos.

La bodega ha estado temblando, pero qué importa, mañana será otro día, hoy están de zafra y vaya ironías que tiene la vida: por vez primera pensó en la «bestia» con agradecimiento. Don Castillo quiere llamar la atención de los presentes, es el momento de compartir su alegría, da tres golpes en la mesa con su bastón. Alza un vaso de cuello largo que transparenta el ámbar sudoroso de la cerveza cubana y, levantándose de la silla, se dirige a todos los presentes.       


—Pueden consumir lo que quieran, va contra mi cartera, hoy es el día más importante de mi vida… Acabo de conocer que la bestia de Gerardo Machado renunció a la presidencia y salió de Cuba, como un perro asustado, como lo que siempre fue.

Alexis Manuel García Artiles (Santa Clara, Cuba, 1968). Miembro de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC) y de la Unión de Historiadores de Cuba (UNHIC). Escritor de programas para emisoras de radio. Ha publicado los libros: El hombre de la pipa (testimonio) (Capiro, 2001), Profeta de la aurora (Capiro, 2006), El collar de santa Juana (Capiro, 2004), La ira del cordero (Capiro, 2005), El año que volvimos a nacer (Mecenas, 2009), El collar de santa Juana (Gente Nueva, 2011), La secretaria de Feijóo (Capiro 2012), Pincel de yagua (Altazor, 2016), El bestiario cubano (Sed de Belleza, 2016) y Angalía (Verde Olivo, 2021). En su trayectoria como escritor ha sido galardonado con varios premios, de los que destacan el Premio Altazor de literatura para niños en Perú (2015) y el Premio 26 de Julio de Historia (2018).