Cazadores de metáforas

Lorenzo Lunar  

Arte: Kevin Sánchez (Kesape)

Cuando El Loco se volvió loco

Echaba humo por los pies y, simplemente por eso, la gente dijo que estaba loco. Lo advirtió aquella tarde cuando terminó de escribir sobre los rasgos de la poesía narcoisista. Un delicioso ensayo en el cual se descubría a él mismo y a su colega, El Grande, como los únicos poetas narcoisistas de la nación, quizás los únicos del Universo. Primero sintió ese calor que siente todo escritor ante la versión definitiva del texto ansiado quién sabe por cuánto tiempo y al fin atrapado sobre la hoja —en este caso sobre las quinientas setentaicinco hojas— de papel. Luego aquella sensación levitante de quien sabe que tiene en sus manos la verdad absoluta. Por último, la euforia del que cuenta con la posibilidad real (por lo menos el cincuenta por ciento de las probabilidades, pues la otra mitad le correspondería a su carnal El Grande), de ganar el Primer Premio Mundial de Poesía Narcoisista. Todo dependía de que alguien se decidiera a convocarlo. Entonces elevó sus ojos al cielo buscando la mirada del Altísimo y se sintió en una nube.

A la sensación de ingravidez se le sumaba la atmósfera de gases blanquecinos en que estaba envuelto. Viajaba en una nube y si no veía angelitos a su alrededor debía ser porque ya los había dejado atrás, mejor dicho, abajo. Cuando pensó que iba a llegar al cielo fue que se oyó el grito de la abuela.

—¡Está echando humo por los pies!

Y era cierto que echaba humo, era un humito blanco y ligero que llenó la habitación en un instante.

Pero nadie se vuelve loco por echar humo por los pies, ni tampoco es garantía de demencia que lo cuente a sus amigos. Lo que pasa es que nadie le creyó y el propio Grande le dijo que se estaba quemando, metafóricamente. Y El Máster lo miró con esa cara suya de hijoeputa, y le dijo: “Está bien, compadre, echaste humo por los pies”. Y El Flaco le recomendó que se buscara un bollo que lo pusiera a gozar.

No era la primera vez que le decían a El Loco que estaba loco. Una noche salió con Lisbetty. (A ella también sus amigas le dijeron que estaba chiflada. La enjuiciaron así por el solo acto de irse con aquel poeta mal vestido y taciturno cuando, en una noche de sábado, Lisbetty podría encontrar cualquier otra cosa mejor. Pero las mujeres son así, y El Loco tiene algo en el fondo de su mirada que provoca curiosidad, y era luna llena y quizás los demás astros tenían una posición favorable para que a las nueve de la noche El Loco se llevara la mejor hembra del Parque: Lisbetty, la mulata de fuego).

“Nos fuimos al río, bajamos por el trillo de al lado del puente y pasamos el banco de arena. Allá atrás hay una piedra grande y lisa. Lisbetty comenzó a desnudarse. Ella no sabía lo que estaba haciendo, encima de aquella piedra con la luna llena alumbrándole todo el cuerpo. Bailaba. Era un movimiento lento, con una música que yo al principio no supe de dónde salía pero que cada vez escuchaba más cerca. Entonces me di cuenta de que la música salía de adentro de mí…

“Ella se movía como una serpiente. Después la serpiente se vistió de plumas y comenzaron las transfiguraciones. Era un relámpago, un cuchillo, un pájaro, no sé cuántas cosas… Al final era la clásica imagen de la muerte envuelta en plumas de colores, desnuda y con brillo de luna, con sus huesos de plata debajo de la carne transparente. Entonces salí corriendo”.

Por eso esta vez El Loco no le hizo caso al consejo de El Flaco de que se buscara un bollo. Desde aquella noche la imagen de Lisbetty le perseguía en cada intento de encontrarse con alguna hembra. Bastaba mirar a una mujer cualquiera para que la imagen de la muerte surgiera de su cuerpo como advertencia de distanciamiento. (El colmo fue cuando la imagen de Lisbetty se le apareció en pleno acto de zoofilia con una yegua que El Loco consideraba como su última esperanza).

Y El Loco se fue al monte a sacarse los demonios que llevaba en el cuerpo. Tres días después lo encontraron colgando de un árbol, atado por los pies. Echaba humo por la cabeza.

El Grande se llevó a El Loco para su casa y dicen que ahí fue que decidieron lo de la cacería.


La gran idea de El Grande

Como si no bastara con la jodienda de La Doña, las borracheras de El Flaco y el acoso de El Hombre del Carro Blanco, ahora venía lo de El Loco.

Las borracheras de El Flaco siempre culminaban en casa de El Grande. Las borracheras de El Flaco siempre culminaban en palabrotas, diatribas gritadas contra el gobierno y espesos vómitos de chícharos y harina; por eso La Doña tenía razón en considerarlo persona no grata en su casa.

Lo de El Hombre del Carro Blanco venía de antes; aquella vez en que El Grande intentó publicar en el periódico local un poema titulado «Cuando veas las barbas de tu vecino arder…» y que fue juzgado irrespetuoso por los censores del municipio. En realidad, era un poema inocente; pero el fuego como símbolo era considerado pernicioso en esos días y aquello le costó no sólo la censura sino la vigilancia perpetua del hombre que, tripulando un carro blanco, lo seguía a todas partes.

Ya nadie se acordaba de aquel incidente, pero la misión de El Hombre del Carro Blanco permanecía inalterable. La Doña decía que la culpa de aquella vigilancia la tenía ahora El Flaco, por las cosas que gritaba en sus borracheras. El Hombre del Carro Blanco decía que él no vigilaba a nadie, que todo eran coincidencias de la vida. El Grande no decía nada, pero ya elaboraba su plan.

A la semana de tener a El Loco en la casa La Doña no aguantó más. Tenía que llevarle el desayuno a la cama; y las pastillas a las doce del día, a las seis de la tarde y a las doce de la noche porque con la depresión «el pobre» no podía levantarse. Pero eso era poco comparado con tener que escuchar todo el día aquella voz declamando la obra de Nietzsche Así hablaba Zaratustra. Se había propuesto aprenderla de memoria y ya casi lo conseguía. “Te doy tres días”, le dijo La Doña a El Grande, “le dices que se vaya o te vas con él”.

“Mira, caballo, donde estaba la finca de mi abuelo ahora es monte. ¿Qué mejor lugar para que habite la poesía que la naturaleza misma? Imagínate la metáfora virgen flotando en un halo sobre nosotros, que baste estirar la mano para atraparla como un pájaro. Nos vamos a cazar metáforas y que La Doña se meta su casa por el bollo”.

Salieron por el fondo de la casa a las dos de la madrugada. La Doña dormía, ajena a todo. El Flaco se quedó en el portal vomitando trozos de pescado impregnados en aguardiente barato y cuestionando en alta voz las últimas decisiones del gobierno. El carro blanco estaba parqueado en la esquina. Era luna nueva y todo estaba muy oscuro. El Loco iba declamando a Nietzsche, ya se lo había aprendido.


Diario de caza

Mayo 15, martes: Salimos de madrugada. Como medida de precaución optamos por caminar uno mirando al frente y otro hacia atrás, como en los viejos muebles de bis a bis, tomados por los codos, para velar si El Hombre del Carro Blanco nos seguía. Después de que atravesamos la sabana caminamos ambos mirando al frente, parece que El Hombre del Carro Blanco esa noche dormía en su casa o se entretuvo con El Flaco como habíamos previsto en el plan.

Al amanecer debían faltarnos treinta kilómetros rompiendo monte para llegar a la finca del abuelo. Caminamos hasta que oscureció. Nos queda otra jornada de camino.

Mayo 16, miércoles: Llegamos al atardecer. Identifiqué el lugar por La Ceiba. Si el abuelo ve esto se vuelve a morir; de la casa sólo queda un viejo puntal que sobresale por encima del marabú como el mástil de un barco fantasma, y donde hubo cañaverales ahora hay nada más que monte. Sin embargo, el lugar tiene el extraño encanto de la soledad y el abandono, es el coto de caza que buscábamos. Extenuados, nos tiramos a dormir en la hierba. Mañana será el día de establecer campamento.

Mayo 17, jueves: La Ceiba es el cuartel general. Chapeamos los alrededores. Puse mi hamaca entre los dos gajos más cercanos al piso. El Loco se ubicó bien alto, la máquina de escribir sobre una horqueta y un colchón tejido con bejucos y hojas a manera de cama. Para bajar utiliza un bejuco grueso como una soga que debe tener tantos años como la misma Ceiba y se tira de modo que siempre cae encima de un montón que hicimos con la hierba de la chapea. Un hueco en el tronco de La Ceiba será el almacén; ahí están a salvo de la humedad o cualquier otra contingencia tres millares de hojas de papel gaceta, dos cintas para máquina de escribir, seis bolígrafos y diez lápices, la Teoría Literaria de Gayol Fernández, diez tomos de la Historia de la Filosofía y toda la poesía clásica que pudimos cargar en las mochilas. También quinientos pesos que le cogí a La Doña a manera de indemnización.

Al atardecer, El Loco se tiró de la mata con un pliego de papel en las manos. Era el reglamento del cazador, que reproduzco a continuación:         

REGLAMENTO DEL CAZADOR:           

1.- El horario del cazador no está proscrito en la selva del hombre; ora de bruces en la tierra húmeda, ora de pie fijo en el aire.             
2.- El horario del cazador está sujeto hora tras hora en la selva del hombre al último ciclón o maremoto.   
3.- El cazador es heredero de una boca llena de conjuras y esperanzas, no puede vaciar miel en los ojos del muerto.      
4.- El cazador no puede hacer en la noche que la selva ría.
5.- El cazador no puede convertir una guitarra en hipogrifo, ni viceversa.
6.- El cazador debe llevar el olor de su origen, cuando traiga bajo su manga, el último ejemplar cobrado a la selva.
7.- Si al viajar por la selva ve usted que no amanece y siente miedo, por favor, no se detenga: LIBÉRESE DEL TIGRE.   

El reglamento fue aprobado por unanimidad y lo pegamos al tronco de La Ceiba. Dormimos tranquilos en la víspera de la primera cacería.

Mayo 18, viernes: Sentados en la cima de La Ceiba contemplábamos el monte. Un gavilán voló e hizo círculos sobre un ciruelo. Luego ascendió para tirarse en picada sobre el arbolito y salir con un pichón de sinsonte sin plumar en el pico. “Qué triste hicieron el resguardo para el mito”, dije; pero El Loco me miró con cara de desaprobación, no era una buena pieza. El sinsonte se posó en un gajo del ciruelo y lo sentimos trinar como un llanto. “Qué más puede el cazador con una lanza musical”, susurró El Loco. Los dos comenzamos a llorar desde nuestra rama mientras echábamos al saco la primera metáfora.

Mayo 19, sábado: Se nos acaban las provisiones y pronto tendremos que salir a comprarles cosas a los guajiros. Ya hemos cazado catorce metáforas increíbles. El Loco propuso que debíamos guardarlas en el almacén junto con las demás cosas de valor. Él lleva el inventario.

Mayo 20, domingo: Por la madrugada me despertó un grito de El Loco. Con los brazos abiertos y mirando al cielo, desde el copete de La Ceiba, gritaba sus versos a Lisbetty. Después se pasó la noche aullando como un perro, por suerte la luna estaba en cuarto creciente.

Por la mañana desayunamos agua con azúcar. El Loco me dijo que había matado a Lisbetty en un sueño y que ya era libre, “en su cuerpo no cabían los relojes” sentenció, y yo rememoré la imagen para agregarla luego al inventario.

Desistimos de la idea de ir a comprarles cosas a los guajiros, era domingo y me puse a leer. El Loco se metió en el monte y no regresó hasta que cayó la noche. Me dijo que se había templado una chiva.

Mayo 21, lunes: Ya hemos cazado treinta metáforas de primera calidad. Conocimos a un guajiro llamado Justino que nos vendió leche y harina de maíz. Estoy cansado y quiero dormir temprano.

Mayo 25, viernes: Diez días para cien metáforas inéditas es un buen average. Por la mañana salimos a buscar comida. Ya conocemos a varios guajiros de la zona. Almorzamos en casa de Justino que se ha convertido en nuestro hombre de confianza.

Mayo 26, sábado: Hoy tuvimos visita. Llegaron montados en sendos caballos pintos, de uniformes almidonados y los paraguayos colgándole de la cintura. Nos preguntaron de dónde habíamos salido y qué coño hacíamos ahí. También preguntaron por las armas y El Loco les mostró el machete y un par de cuchillos de mesa que tenemos para picar las verduras.         
 
—Yo les digo armas de verdad —rugió El Negro—. ¿Con qué cojones cazan a esos bichos?
 
Mi explicación no les resultó convincente. El Mulato se tiró de la bestia y leyó el reglamento del cazador que estaba en el tronco de La Ceiba.     
           
¿Quién escribió eso de liberarse del tigre?  

—Yo —le dijo El Loco.      

—Eso es una idea subversiva.    
           
—¿Cómo?   
           
—No se hagan los bobos. Por eso pueden ir presos. Por eso y por no tener licencia de cazadores, y por acampamento ilícito, y por maltrato de la flora y la fauna. Tienen cuarentaicuatro horas para largarse.         
           
Unánimemente decidimos resistir. Si querían sacarnos lo tendrían que hacer con el ejército. Por la tarde vino Justino a decirnos que no nos podía vender más comida porque era ilegal y que por favor no fuéramos de su casa porque éramos considerados como visita ilícita. El Loco le dedicó al guajiro esta décima: Credo, ut inteligam?/ Ex nihilo nihil fit?/ Analogo rationis?/ De natura naturans?/ Omni ordo ordinans?/ Cuaternio terminorum?/ Coincidentia oppositorum?/ Ipse dixit? Ipso facto?/ In concreto? In abstracto?/ De omnibus dubitandum?

Mayo 27, domingo: Hemos sido detenidos. Cuando desperté me vi rodeado por tropas regulares del ejército. Me apuntaban con sus ametralladoras. “¿Dónde está el otro?”, me preguntó uno que tenía la cara pintada con barro verde. “¡Loco, estamos rodeados!”, llamé. Entonces El Loco se tiró por el bejuco. Cuando los soldados lo vieron venir por el aire se asustaron, levantaron los fusiles y rastrillaron. El Loco se soltó del bejuco y aterrizó sobre la tierra, cinco metros antes del bulto de hierba seca.       
           
Nos decomisaron mi hamaca y la máquina de escribir de El Loco, por suerte no encontraron las cosas que teníamos en el hueco de La Ceiba. Tampoco me quitaron el diario y el bolígrafo que llevaba en mi bolsillo trasero.       
           
Hicimos el camino a pie hasta el pueblo, custodiados por una escuadra de muchachones vestidos de uniforme beige y con los rostros pintados con barro verde. Al entrar al pueblo pasó junto a nosotros El Carro Blanco. El Hombre iba al timón y nos hizo una señal con la mano, a manera de saludo. “Un pedazo de otra sangre habitada por el odio”, me dijo El Loco al verlo. Yo guardé aquella metáfora en mi mente, para el inventario.

Lorenzo Lunar (Santa Clara, 1958). Narrador y crítico literario, es conocido por sus novelas y relatos de género policiaco y negro. Ha publicado diversos títulos entre los que se encuentran, El último aliento (Capiro, Cuba, 1995), Échame a mí la culpa (Capitán San Luis, 1999), Que una vez de infierno encuentre encuentres gloria (Ediciones Zoela, 2003), De dos pingüé (Capiro, 2004), Polvo en el viento (Plaza Mayor, 2005), Usted es la culpable (Almuzara, 2006), Dónde estás corazón (Almuzara, 2009), Mundo de sombras (Atmósfera Literaria, 2012), El barrio en llama (Oriente, 2015). Ha sido galardonado en tres ocasiones con el Premio de Relatos de la Semana Negra de Gijón (1999, 2001 y 2005). Que en vez de infierno encuentres gloria, obtuvo los premios de la crítica NOVELPOL y Brigada 21, así como la primera mención del Premio Hammett en 2003.  Sus obras han sido traducidas al francés, alemán e italiano, así como publicadas en diversas revistas y periódicos cubanos y del extranjero. Dirige, junto a Rebeca Murga, el Taller de Creación para la Novela Carlos Loveira, edita el boletín electrónico de esa institución. y es fundador de la editorial La Piedra Lunar.