Antonio Delfini

Carta sentimental
Sentí que iba a llorar cuando un día pensé, viendo unas viejas cartas, que no te volvería a ver.
Había caído la nieve y las calles estaban silenciosas.
Todos dormían en el mundo inundado de estupidez.
Te presentaste como una visión que parece no dejarse ver, que sólo se hace presente por una fuerza superior que el corazón mismo acepta libremente.
Alucinaba, y en la fiebre, cuando tú desapareciste del afectuoso espejismo, mi cerebro comenzó a deformar las imágenes que se le presentaban.
Ahora no sabría decirte de qué manera.
Parecía como si la campiña llorase, como si un gran palacio estuviera de cabeza sostenido por un farol (un viejo farol de luz débil que siempre me recuerda a mi abuelo debajo de los pórticos) y tantas interminables filas de automóviles se amontonaban sobre él como las hormigas, entraban por la ventana y salían redobladas desde los sótanos que miraban al cielo, entre las risas enloquecidas de un grupo de deportistas que con las piernas abiertas se equilibraban en lo más alto de la torre de la ciudad.
Recuerdo que en medio de aquella pesadilla te llamé varias veces por tu nombre.
Por primera vez pronuncié tu nombre que hasta entonces me había revelado en secreto; porque no me atrevía a confesarlo, aunque lo hubiera escuchado tan sólo el viento.
Ya no regresaste hasta que yo te vi, sola, porque te había llamado, en medio de un trasiego de gente.
Naufragué entre la vergüenza de la confusión, como cuando de niño, raramente, me llevaban al café chantant, donde me encontraba desorientado e incapaz de adoptar una posición adecuada sobre la butaca, y me parecía que toda la gente estuviera ahí para verme y aquella cantante de cabaret para reírse a mis espaldas, quizás enviada a propósito por algún misterioso enemigo (uno de aquellos señores con la cara seca que no soportan a los niños y que, al verlos, por eso que no tienen en la cabeza, parecen siempre superiores).
¿Y estabas ahí, tú, sola?
Era mi imaginación, créeme, la que renunciaba a ti.
Pero tú no volviste a aparecer, mientras caía la nieve y yo me sentía oprimido por aquella pesadilla que no te he sabido explicar.
Tan sólo sé que en un determinado momento aquel farol desapareció, hundiendo en el caos el palacio, los automóviles y a los deportistas.
Yo corrí tras de él, y me acompañó en mis viajes en los que siempre te he recordado, y donde nunca te me has aparecido.
Y ni siquiera vi los países por los que pasé, porque entenderás que el corazón no habría cedido a justificaciones artísticas.
Cuando regresé, volví a mirar las viejas cartas, donde las débiles expresiones de amor florecían aquí y allá entre algún signo tembloroso carente de significado.
Las palabras no decían nada, aquel no era mi amor, pero esos signos, que dejaba escapar de la pluma mientras tu imagen evocada por el corazón se presentaba a mi imaginación, lo eran todo: y lloré tanto porque era verdad que ya no te volvería a ver.
Ahora sabía en dónde estabas, con quién estabas, y casi pensé que habría ido a buscarte envuelto en una amplia capa, con la tuba, para decirte aquellas palabras que hubiera debido decirte antes.
Te habría tomado de las manos y suplicante te habría pedido: “Llévame lejos, condúceme tú, ya ves que nunca he sabido caminar entre los hombres”.
Y tú con tu mano blanca habrías tomado la mía y me habrías llevado al mar a escuchar el agua y a ver ponerse el sol.
Te habría dicho luego: “Ahora te conduzco yo, estamos en el reino de los sueños”.
Así hacia el ocaso habríamos esperado que surgiera el alba y la noche quedara a nuestras espaldas.
Pero yo ya era viejo, y lloré.
Tú dirás que soy estúpido, pero las lágrimas son lágrimas y nadie las puede secar.
Adiós.
Addio ovvero vano ritorno
Lettera sentimentale
Mi parve di piangere quando un giorno pensai, guardando delle vecchie carte, che non ti avrei piu riveduta.
Era giunta la neve e le strade erano silenziose.
Tutti dormivano nel mondo acceso di stupidità.
Ti presentasti come una visione che non dà l’illusione di farsi vedere, ma soltanto si fa presente per una forza superiore che il proprio cuore accetta liberamente.
Fantasticai, e nella febbre, dacché tu scomparisti dall’affettuoso miraggio, il mio cervello incominciò a deformare le immagini che gli si presentavano.
Non saprei adesso dirti in che modo.
Mi parve che la campagna piangesse, che un grande palazzo fosse capovolto sostenuto da un fanale (un vecchio fanale di luce debole che mi ricorda sempre mio nonno sotto i portici) e tante interminabili file di automobili che vi si arrampicavano come le formiche, entravano dalla finestra e ne sortivano il doppio dalle cantiene che guardavano il cielo, tra le risate pazze di un gruppo di sportivi che a gambe aperte facevano gli equilibrismi sul più alto della torre di città.
Mi ricordo che in mezzo a quell’incubo ti chiamai più volte per nome.
Per la prima volta pronunciai il tuo nome che fin’allora mi ero rivelato in segreto; poiché non mi attentavo denunciarlo fuori, l’avesse udito soltanto l’aria.
Non ritornasti piu finché non ti vidi io, perché ti avevo chiamata, in mezzo a un trambusto di gente, sola.
Naufragai nel rossore della confusione, come da bambino quando, raramente, mi portavano al café chantant, dove mi trovavo disorientato e incapace di prendere un’adeguata posizione sulla poltrona, e mi pareva che tutta la gente fosse là per guardarmi e quella sciantosa per ridermi dietro, forse mandata a bella posta da qualche misterioso nemico (uno di quei signori dalla faccia secca che non sopportano i bambini e che a vederli, per quel nulla che hanno in testa, paion sempre superiori).
E c’eri tu, sola, là in mezzo?
Era la mia fantasia, credimi, che rinunciava a te.
Ma tu non tornasti a farti vedere, mentre cadeva la neve e io ero oppresso da quell’incubo che come fosse non ti ho saputo spiegare.
So soltanto che quel fanale a un certo momento partì, lasciando nel caos palazzo automobili e sportivi.
Io gli corsi dietro, e mi fu compagno per i miei viaggi nei quali ti ho sempre ricordata, e dove non mi sei mai apparsa.
E i paesi che passai non li vidi nemmeno, perché capirai che il cuore non avrebbe ceduto a scusanti artistiche.
Quando sono tornato, riguardai le vecchie carte, dove le magre espressioni d’amore fiorivano qua e là fra qualche segno tremante senza significato.
Le parole non dicevano niente, non era quello il mio amore, ma quei segni, che lasciavo andare dalla penna mentre la tua immagine raccolta dal cuore si presentava alla mia fantasia, quelli erano tutto: e piansi tanto perché era vero che non ti avrei piu riveduta.
Adesso lo sapevo dove stavi, con chi eri, e quasi pensai che sarei venuto a trovarti coperto da un ampio mantello, con la tuba, a dirti quelle parole che avrei dovuto dirti prima.
Ti avrei preso le mani e supplicante ti avrei chiesto: «Portami via, conducimi te, lo vedi che non so camminare, non ho mai saputo in mezzo agli uomini».
E tu con la tua mano bianca, avresti preso la mia e mi avresti condotto sul mare ad ascoltare 1’acqua e a veder tramontare il sole.
Ti avrei poi detto: «Adesso ti conduco io, siamo nel regno dei sogni».
Cosí verso il tramonto avremmo atteso che l’alba sorgesse e la notte rimanesse dietro le nostre spalle.
Ma ero già vecchio, e piansi.
Tu dirai che sono stupido, ma le lacrime sono lacrime e nessuno le può asciugare.
Addio.

Antonio Delfini (Modena, 1907-1963). Outsider por excelencia, en años recientes la obra de Antonio Delfini se ha vuelto un referente de culto. Autor polifacético, transitó por diversos géneros: desde el cuento a la poesía y del ensayo al diario. Su obra más reconocida es sin lugar a dudas la colección de cuentos Il ricordo de la Basca, reelaborada a lo largo de los años hasta su publicación en 1963 con el título de Racconti, acreedora del premio Viareggio. Su producción literaria (en muchos casos dispersa) ha sido reunida en diversos volúmenes: Autore ignoto presenta (2008), Poesie della fine del mondo, del prima e del dopo (2013), así como sus Diari 1927-1961 (1982). Sirvan como introducción a su lectura las palabras que él mismo eligiera para presentar sus publicaciones: “Este autor desconocido que se les presenta seguramente es un imbécil. Pero ustedes no están seguros. Dense la satisfacción de llamar imbécil a un desconocido con las cartas en la mano. ¡¡¡¡Adquieran mis publicaciones!!!!”

Israel Mireles (Ciudad de México, 1987). Italianista de formación e hispanista consumado: ha hilvanado su trabajo siguiendo el camino de la literatura comparada. Ha realizado sus estudios en la UNAM así como en El Colegio de México. Sus líneas de investigación son la narrativa española e italiana del siglo xx, así como la literatura latinoamericana en los albores del siglo xxi.