Por mano propia

Federico Fontana

Arte: Jude Peréz

El día en que se cumplieron diez años volví al pueblo. Tomé la decisión una noche de insomnio en que algunos recuerdos se agitaban en mí, como una bandera deshilachada, sacudida por el viento. Con los años ciertos detalles se transformaron en recuerdos; una mancha de luz que entraba por mi ventana cuando desperté aquella mañana o la forma que dibujaban mis piernas debajo de las frazadas. Las cortinas atadas con cordones o las manchas del limpiador sobre el piso de cemento. Los caminitos pequeños que mi mamá dibujaba con la regadera. Cosas minúsculas que la memoria agrandó y deformó y dejó que se fueran o se quedaran, arañando mi esqueleto.

Desde que Nicolás se había envenenado con el polvo de las tomateras nada en el pueblo volvió a ser igual. Fue como una tormenta pasajera que se quedó soplando para siempre. Su mamá dejó de trabajar y pasó a ser una mujer silenciosa que se paseaba por el pueblo enfundada en sábanas como si recién acabara de salir de una pesadilla. En sus ojos asomó un brillo peligroso. Daba pasos cortos y balbuceaba venganzas y de vez en cuando se detenía en la plaza del centro, a mirar los chicos jugar. Siempre recuerdo por qué decidí salir de ese pueblo intoxicado para mudarme y tratar de respirar mejor. Ahora que vuelvo para contar mi historia me doy cuenta de que el viento va a seguir desparramando catarros, llagas y alergias, y eventualmente, el pueblo entero va a desaparecer. Pienso que no hubo otra manera de sobrevivir a la desgracia que nos tocó sufrir; que Martín y yo hicimos lo que era necesario… Que todavía puedo ver aquel atardecer, en mis recuerdos (la manera en que se movían las ramas de los árboles, las erupciones en la cara de Ricardo, su boca deformada y torcida, dura como un pedazo de pan).

Cuando nos cruzamos, la mamá de Nicolás se detuvo en medio de la calle, extrañada de encontrarme en el pueblo o quizá desconociéndome. Luego se acercó. Su cara ya no era la misma. Era como si alguien o algo le hubiera calado las arrugas, la marca de una pérdida incrustada en sus ojos. Un frío reflejo azul que me miraba sin parpadear. Se llevó la mano a la boca, como si tapara un grito y se abalanzó sobre mí, envolviéndome en un abrazo cálido y pesado, lleno de reconocimiento. Sentí como si estuviera debajo del agua y fuera difícil moverme.

—Lo que hicieron ustedes no se lo olvida nadie —me dijo.

Yo abrí la boca y sentí que en mi risa reía Nicolás, atravesando remolinos de polvo y tiempo, sacándose de encima los terrones de tierra y llegando hasta nosotras. Nos dimos la mano y caminamos juntas hasta su casa. Los campos estaban empapados en un silencio de siesta.

Al llegar a su casa me invitó a sentarme y puso sobre la mesa pan casero y manteca y queso y nos quedamos un rato mirándonos, mientras el viento silbaba y agitaba las ramas de los árboles. Ella estiró su mano hasta tocar las mías y me preguntó por Martín.

—Sabes algo de él —dijo.

Yo desvié la mirada hacia el patio y me quedé evocando su rostro, su pelo sacudido y su risa contagiosa. Negué con la cabeza y devolví el mate. “Desde que pasó aquello no volvió nunca”, agregó. Se quedó mirando sus manos y las movía despacio. Sus dedos se estiraban como si amasara una idea. Me pidió que le contara (así ella también podía ver).

—Contame, así también yo puedo ver esa cara agonizando y esos ojos saltados de espanto —dijo.

Cerré los ojos y escuché las ventanas sacudirse con el viento y eso me ayudó a ir rememorando los detalles de aquel día. Fue entonces cuando escuché a Martín tocando la puerta de casa.

Daba vueltas alrededor de la mesa, inquieto. Asentía con la cabeza y a veces chistaba como si fuera un grillo. Yo lo miraba mientras guardaba cosas en la mochila y mi mamá apareció desde una de las habitaciones con la mirada alerta. Traía en sus manos el diario del día y lo dejó sobre la mesa. Le había hecho una marca con un círculo rojo a la noticia de tapa. Apoyó la mano sobre el diario y golpeó la mesa. Después se alejó de esta. Martín la miró y su nariz se abrió con cada respiración.

Nos acercamos y leímos la nota por encima. Estaba pronto a iniciarse el juicio contra Ricardo por la muerte de Nicolás Arévalo. Me llamó la atención que lo mencionaran con nombre y apellido. A mí, en cambio, me nombraban como Celeste P. y estaba el nombre del insecticida —«Endosulfán»—, que se había prohibido hacía varios años, del que nunca antes había oído hablar y cuyo nombre no conseguí olvidar nunca más. 

Mamá apretaba los labios con fuerza y tenía los ojos fijos en el titular del diario. Después metió la mano en el bolsillo de su campera y sacó un frasquito verde. Lo alzó y lo agitó en el aire. El líquido era espeso. Miró a Martín y le extendió el frasco. Se dio la vuelta y se acercó hasta mí. Pasó ambas manos por sobre mis hombros y empujó mi cabello hacia atrás. Lo alisó con todos sus dedos y dijo que una chica como yo debía llevar el pelo atado, incluso cuando estuviera en peligro. Que el pelo en la cara podía hacer que las ideas no me funcionaran bien.

—Antes de que todo acabe —me dijo—, recordá atarte el pelo.

Agarramos por el camino de tierra que va hacia Goya. Saqué de mi mochila dos naranjas y le ofrecí una a Martín que iba mirando hacia el campo y a veces parecía hablar solo, o que alguien le hablaba y él contestaba, en susurros, para no llamar la atención. Sentí que algo lo mordía por dentro. Yo saqué el cuchillo que me había regalado mi mamá y le hice un círculo a la naranja, por arriba, donde tiene el ombligo. Agarré la naranja y la apreté tan fuerte que el jugo saltó y me manché la cara. Martín me vio y en vez de reírse se acercó y me prestó su pañuelo. Cuando se lo devolví me agarró por los hombros. A veces llegué a creer que adentro de la mirada de Martín vivían todos los pájaros de Puerto Viejo: pájaros heridos y mal alimentados, que quieren alzar vuelo y dejar a sus crías morir de hambre. Pájaros que abren la boca y lanzan balas sobre los campos de tomates.

Le pasó a él, pero podría haberle pasado a cualquiera de nosotros —dijo. Y, mientras se daba vuelta para mirar al galpón, añadió: “y si era uno de los nuestros hay que hacer lo que es justo”.

Martín levantó el alambre de púas y me hizo una seña con la cabeza. Caminamos en dirección al galpón. Se escuchaba un ruido de agua que corría, o de bidones que se tambaleaban.

De vez en cuando Martín se agachaba y tocaba la tierra. Cuando hacía eso cerraba los ojos y cuando los abría los tenía blancos y parpadeaba rápido, como si estuviera soñando. Se reía en voz baja y sacudía la cabeza hacia un costado. Parecía cargar con un peso insoportable. Hacía viento fuerte y a mí el viento siempre me hace acordar a cuando era más chica y los campos no eran de nadie y podíamos entrar y salir o pasar la noche acampando debajo de los ombúes. Pensé en que, como íbamos a envenenar a un hombre, debía distraerme.

La mamá de Nicolás estaba como hipnotizada. Me miraba fijo y no parpadeaba. Me dijo que estaba viendo todo lo que le contaba. Y me preguntó si era verdad lo de los animales. Asentí.

Martín me había llevado a verlos. Antes de llegar me dijo que debíamos cubrirnos la nariz y la boca con pañuelos. Parecíamos ninjas entre plantaciones envenenadas. Dimos una vuelta por los vados de agua podrida que se formaban alrededor del galpón y finalmente los vi. Me quedé tiesa y me temblaban las manos. Sentía miedo, pero el hecho de estar con Martín me hacía creer que estaba a salvo.

—Viste —me dijo él—, cayeron fulminados y ninguno se agusanó.

Se agachó y tocó a uno en el pecho, que estaba ya de color negro. Un tractor arrancó cerca y Martín se llevó la mano a la boca en un gesto de preocupación. Miró su reloj y se asomó entre los yuyos. Se adelantó y atravesó el pastizal, aprovechando que el tractor se alejaba, para entrar al galpón. Lo esperé durante unos minutos con la mirada concentrada en el humo que veía a lo lejos. De pronto el motor del tractor se detuvo y escuché a Ricardo putear. Cerré los ojos y apreté los puños. Antes de levantarme recuerdo haber visto los ojos huecos de aquellos animales envenenados, clavados en mí. Ellos también pedían que acabáramos con esto. Entonces me puse de pie y busqué a Ricardo. Avancé algunos pasos.

—¿Qué hace una mocosa tan hermosa por estos lados? —preguntó, mientras se llevaba las manos a la cintura y miraba en derredor. Tragué con fuerza y le dije que buscaba a mi perro perdido, que le había seguido el rastro hasta la entrada de su estancia. Ricardo achicó los ojos y se pasó la palma de la mano por la boca. —Los perros que se pierden en este campo no vuelven —dijo—. Lo mismo que las pendejas que se meten donde no las llaman.

Se quedó parado y sonreía. Me mostraba los dientes amarillos.

En ese momento Martín salió desde el galpón y nos saludó. Ricardo se dio vuelta para mirarlo y se quedó estaqueado, apretando los puños, furioso.

—Ya nos vamos —dijo Martín—, no hay rastros del perro por acá.

Cuando le pasó por un lado, Ricardo lo agarró del brazo, lo atrajo hacia sí y le escupió la cara.

—Que sea la última vez que cruzás por acá— le gritó. Martín agachó la cabeza. Después lo soltó y le pegó una patada en el culo—. Si no vuelan de esta estancia los voy a agujerear como un queso.

Martín me agarró del brazo y nos alejamos entre los yuyos.

Al llegar a la entrada de la estancia nos subimos al ombú y nos quedamos mirando el galpón y la tomatera a lo lejos. Martín se sentó en una rama ancha y los pies le colgaban en el aire. Los llevaba hacia adelante y hacia atrás, como si buscara envión para tirarse. Parecía no dolerle la marca que le había dejado Ricardo en el brazo. En un momento se soltó las manos y me pidió que lo mirara.

—Es el equilibrio —dijo—. Si vos podés hacer equilibrio nunca te vas a caer.

Yo quise hacer lo mismo, pero fue como si algo o alguien me tirara de la pierna derecha porque siempre me tumbaba hacia ese lado.

—Hoy restauramos el equilibrio—dijo Martín.

Yo tenía el estómago vacío y sentía los pies cansados y la cabeza pesada, pero eso ya no importaba. Miré las ramas del ombú bailar y pensé que pobrecito Nicolás, pobrecito… Sus manitos pequeñas y ese cabello rubio que tenía, esos ojos café con leche…

Fue en ese momento que vimos a Ricardo salir del galpón. Miró al cielo y sonrió. Escuchamos su risa. Se subió al tractor e hizo un gesto con las manos, llevándolas detrás de su cabeza. Parecía descansar. Después encendió el tractor y el humo lo envolvió como en un truco de magia. Martín me agarró de la mano y la apretó.

El tractor comenzó a cruzar el campo por las líneas marcadas. Fue y vino un par de veces hasta que se detuvo a mitad de camino. El humo ya no era tan espeso y pude ver cuando Ricardo bajó del tractor y con la mano se sostenía de una rueda. Comenzó a dar vueltas en círculos. Inhalé profundo, crucé ambas manos por encima de mis hombros y las llevé hacia atrás. Me recogí el pelo y tiré de él muy fuerte. Até el nudo y el pelo me cayó sobre la nuca como un animal dormido. Ricardo se detuvo y quedó parado frente a nosotros. Se sacó el sombrero y se llevó la mano a la boca. Después tosió y se miró la mano.

Federico Fontana (Argentina). Escritor y Psicoanalista. Su obra ha sido publicada en la Sección Contratapa de Rosario/12 y en la Sección Lecturas (Edición local de Página/12), así como en diversas revistas latinoamericanas (El Corán y el Termotanque, Intemperie, Le Folié y Tintero Blanco, entre otras).