Nochemala en la frontera

Roberto Bardini

Arte: Jurieta Pulido

Al leer la obra de Roberto Bardini, es claro que no se trata solamente de un autor que escribe novela policiaca o género noir. Su narrativa, que evita lo artificioso, se coloca en los deseos posibles. Eso no evita que la realidad se haga presente en ella con la fuerza cruda de lo inevitable. Y tal vez no podía ser de otro modo en un hombre con más de 40 años de trayectoria como periodista, que ha sido corresponsal de guerra y guarda la memoria de lugares tan distantes como Irak, El Salvador, Marruecos, Nicaragua…

Llamado por Martín Paolucci «el hombre que vivió peligrosamente» (por las varias veces que esquivó el mal hado), ha publicado trece títulos de historia y periodismo de investigación. Su primera novela Un gato en el Caribe (2016), obtuvo el Premio Lipp La brassiere 2016, y es sin duda un claro homenaje a Salgari, London, Conrad, Hemmingway, Oesterheld, y, obviamente, Walsh (su personaje principal es Bugnicourt O’Hara, personaje cuya primera aparición literaria está en “Irlandeses detrás de un gato” de este último).

En nuestro segundo número de aniversario es un placer publicar Nochemala en la frontera de RobertoBardini, periodista y escritor de pluma culta y fluida, que espera sólo aquel instante en que el lector baje la guardia para que la realidad dé otra lección de sangre, en voz del narrador.


La frontera norte —esa línea imaginaria que en lugar de unir separa— es cabrona, traicionera y mortífera como una serpiente de cascabel. En el gran desierto que es la puerta de entrada al sueño americano, hay que andarse con mucho cuidado. Además de las alimañas, el terreno escarpado y las temperaturas que de día pueden causar deshidratación y de noche hipotermia, están la “migra” gringa, la policía mexicana, los traficantes de armas, drogas y personas, los bandidos sueltos… Todos a la caza de migrantes indocumentados.

Goyo Montes y su hijo caminan a un costado de la línea, pero no son migrantes. Son originarios de una aldea perdida de Baja California y se ganan la vida en pueblos, plazas y mercados al aire libre. Van de Tecate a Tijuana porque les han dicho que allí se gana más dinero. Quieren llegar para Nochebuena, pasar la Navidad y esperar el Año Nuevo.

El viejo carga la bolsa con el equipo portátil de música y los dos parlantes. El niño, un morral con la caja de cidís y una mochila con un par de camisas —blancas, limpias, inmaculadas— y algunos víveres. Llevan tres días de marcha, con calor, con frío y a veces con lluvia. En algunos momentos, el chico llora casi sin emitir sonido, porque le da vergüenza. El tata maldice y, de a ratos, ríe.

El cura de Rancho La Puerta, donde pasaron la noche anterior, le aconsejó a don Goyo no dormir al descampado, cerca de la línea, porque las bandas de ladrones merodean en busca de espaldas mojadas. Al crepúsculo, buscan el amparo de un cañadón, temblando de frío y de miedo. Calientan café y comen queso con tortillas de maíz frías.

—Tata, si fuma, fume bajo el sombrero. Si ven la brasa, nos hallan.

—Sí, chamaco, duérmase.

—Es que tengo frío.

—Acurrúquese conmigo, pues.

Y Goyo Montes, que en doce años nunca le ha hecho una caricia al hijo, lo recibe —como otras tantas noches— contra su pecho, compacto y protector. Lo abraza, tratando de abrigarlo, mientras refunfuña por no poder encender una fogata. Al rato, los dos duermen profundamente, agotados por la caminata.

Entonces, silenciosamente, llegan los bandidos. Han estado observándolos con un prismático desde horas antes.

Son cuatro. Dos están armados con cuchillos. Otro empuña un machete. El cuarto lleva un bate de béisbol.

* * *

Falta poco para el amanecer cuando los cuatro malvivientes regresan al rancho semidestruido que les sirve de guarida, oculto en el chaparral. Colocan los bultos ante la puerta de entrada y se sientan en el suelo. Uno de ellos vacía la mochila y el morral del niño, desparrama todo en el piso de tierra y protesta por lo raquítico del botín. Otro abre la bolsa de don Goyo y saca el equipo de música y las bocinas.

—Eso se puede vender en Zona Río —dice el más joven—. Yo sé cómo se enciende.

Un poco inseguro, arma el equipo, enchufa los parlantes, coloca un cidí y mueve la perilla de encendido. Tiene sangre seca y ajena en las manos.

Lejos de ahí, al fondo de una hondonada, el sol cae a plomo sobre los cadáveres de Goyo y su niño. Las aves carroñeras se están dando un festín: desgarran la ropa y arrancan la carne con sus picos filosos como navajas. Padre e hijo pronto serán un manojo de huesos calcinados para espanto de otros caminantes furtivos.

El sol asoma en los cerros, al este, y encandila a los maleantes en el momento justo que comienza la música.

No es música mexicana, ni gringa. Es algo que suena distinto a todo lo que ellos conocen. Al principio, se escucha una guitarra con fondo de violín, trompetas y algunos instrumentos para ellos misteriosos. Después, como si viniera acercándose de muy lejos, la espléndida voz de una mujer en un idioma que no parece de este mundo. Es una canción triste, pero vigorosa, que da la sensación de envolver todo, un lamento épico con dejos de grandeza que les penetra por los poros. Es como un mensaje que llega de las inmensas alturas, de algún universo desconocido, distante y misterioso, y les oprime el corazón. Nunca antes han escuchado algo así.

Cuando la música termina, el tiempo parece detenerse en el rancho. No se oye el canto de los pájaros, ni la brisa entre las hojas de los árboles.

Nada. Silencio.

Los cuatro asesinos se miran. Uno suspira, otro se muerde los labios. El más joven siente la piel de gallina y se limpia los mocos con la manga de su camisa mugrienta, manchada de sangre, y desvía la vista.

Todo sigue en silencio.

El más viejo, que parece ser el jefe, está sentado de espaldas al sol. Al rato, con la mirada perdida en su propia sombra que se extiende en la tierra reseca, sacude la cabeza a un lado y otro y dice en voz baja, como si hablara consigo mismo, con algo parecido a la resignación:

—Somos mala gente.

Y sollozan los ladrones de cosas y de vidas, como niños huérfanos abandonados en un planeta solitario.

(*) Este relato está inspirado en “Semos malos”, del escritor salvadoreño Salvador Salazar Arrué (1899-1975), conocido como Salarrué. En el cuento de este autor, la acción transcurre en el límite entre Honduras y El Salvador. Fue publicado en Cuentos de barro en 1933.

Roberto Bardini (Buenos Aires, 1948). Editor, escritor, periodista y docente. Cuenta con formación en Derecho, Sociología, Filosofía y Letras e Historia. Ha publicado diversos títulos entre los que se encuentran Un gato en el Caribe (Resistencia, 2016),novela galardonada con el Premio Literario LIPP Brassiere 2016; Operación príncipe (Planeta, 1988) en colaboración con Laura Restrepo y Miguel Bonasso, así como Moon, el imperio contraataca (1988). Coordinó los números 143/144 de la Revista Blanco Movil dedicada al género literario negro y policiaco, y es fundador y director de la colección Código Negro. Ha colaborado y dirigido diversos medios y agencias noticiosas —fue coordinador de operaciones internacionales de Notimex en 2001, y editor en El Universal (2003) y Milenio Hidalgo (2004)—, y ha sido corresponsal de guerra en Irak, Líbano, y Marruecos (en el antiguo Sahara Español). Cubrió también levantamientos armados en El Salvador, Guatemala y Colombia, y reside en México desde 1976.