Olga Varela Mejía
Una mañana, iba caminando por el centro con la misión de encontrar y comprar cuanto antes un empaque para la llave “C” del agua de la regadera igual al de la llave “H” que llevaba en el pantalón como muestra, cuando lo sintió. Esta noche se caerá la luna, pensó y se sentó en la banqueta a esperar.
Estuvo aguardando al cataclismo lunar hasta cerca de la media noche y en cuanto había decidido irse a comer cualquier cosa, un poco desilusionado y entumido, escuchó el estallido. Alzó la cabeza hacia la luna para ver cómo caía, pero una lluvia fina de queso blanco y fosforescente lo cegaba.
Esa noche la gente no durmió por el escándalo de baldes y cacerolas entrechochando. La ciudad se quedó despierta para atragantarse, acaparar, pelear o maravillarse.
Al amanecer los setenta centímetros de fosforescente queso fresco habían sido retirados de calles, jardines y azoteas. Las coladeras habían sido destapadas y circulaban tres versiones científicas y dos no científicas sobre la causa del portento. Se organizó una peregrinación a Catedral para dar gracias. Las palas y las recogedoras mecánicas habían callado.
Las pocas personas que aún transitaban por las calles llevaban la cabeza blanca de queso, el paso lento del saciado, grandes bultos que encorvaban sus espaldas. Sebastián los observó hipnotizado hasta que decidió echar a andar.
Fue entonces, mientras deambulaba bajo la luz del alba que conocía tan bien, que la vio por primera vez sentada en el cofre de un automóvil verde. Era una muchacha delgada y chaparrita, los pies le colgaban en un bamboleo terco, tenía el cuello doblado a cuarenta y cinco grados de la espalda, un largo collar de apretadas bolitas de masa de una blancura sospechosamente fosforescente, y la media luna sobreviviente reflejada en sus ojos.
Sebastián se acercó a ella con un nuevo escalofrío de presentimiento que no entendió hasta que vio la horqueta de una enorme resortera colorada asomándose por la cintura del pantalón de la muchacha. La joven se dio cuenta de que había sido descubierta, y por unos largos segundos, suspendió el bamboleo de sus piernas para mirar a Sebastián sobrecogida. Pero cuando chocó con la complicidad de su sonrisa, le hizo espacio junto a ella sobre el cofre verde. Bajo la palidez de la mañana, le ofreció un puñado de queso, y siguió meciéndose.

Olga Varela Mejía (México, 1971).Estudió Literatura Latinoamericana (UIA). Ha publicado un libro de cuentos —Sueños de indigestión (Tinta Rosa, 2017)— y la novela Con los mismos ojos (Tandaia, 2019). Coautora del guion cinematográfico Entrenando a mi papá (2016) y de dos guiones de cortometraje: Igualdad y Damas y caballeros. Obtuvo el primer lugar en el Concurso Internacional de Cuentos de humor Jara Carrillo.