Eduardo Mena

Para lograr la meta que este escrito tiene, usted (lector) y yo (escritor) debemos establecer un contrato de una singular naturaleza. En sentido estricto, yo estableceré las reglas que su voluntad y la mía deberán aceptar. Nuestro contrato será bastante unilateral, mas no podría ser de otra forma. Eso, debo confesarle, me incomoda, pero nuestro genuino punto de encuentro se encuentra unos pasos más adelante del umbral de ese escozor. Ahí llegaremos a creer que es posible darle vida a las letras ¡Sí! He dicho “vida” y ¡sí! he escrito “dicho”. Al final de nuestra experiencia veremos caminar algunas palabras; a otras, las oiremos gritar y, si tenemos suerte, podremos palpar a unas cuantas.
Yo entiendo que pueda haber cierto grado de incredulidad de su parte. No obstante, para apaciguar esa barrera emocional estableceré una pequeña clausula a nuestro contrato que, aunque ya pueda intuirla, es necesario explicitarla: le hablaré de “usted”. Ese es el primer paso para salir victoriosos en esta empresa. Si es cierto que me incomodan los pactos unilaterales, también es verdadero que me enojan los fantasmas y los tratamientos fantasmáticos. Me molestan de sobremanera los escritores que—por el simple hecho de tener frente a ellos una pantalla en lugar de una persona—aniquilan la realidad de ésta. Para mí, usted es tan real como mi gata o mis perros; usted es de carne y hueso.
Ahora podemos hablar del pre-texto de este ensayo: el acto mismo de escribir. Si yo opté por acordar con usted todo lo anterior, se debe a que la escritura tiende a ser el mecanismo más cruel y despiadado con la palabra; podríamos decir que la escritura representa la muerte de la palabra. Sin embargo, decir qué es la palabra resulta demasiado tedioso para mí y, más importante aun, para usted también. Su existencia, tan próxima al lenguaje, es un misterio que debe permanecer como tal. Todo intento de definición o conceptualización de la palabra es un crimen contra la palabra misma. Por ello, he optado por retomar la etapa más cercana al epicentro de aquel arcano: la oralidad.
Usted y yo veneramos ingenuamente la escritura. Lo sé porque usted se encuentra leyendo esto y yo escribiéndolo. Si usted tuviera algo mejor que hacer, no estaría aquí conmigo. Si yo tuviera algo real en lo que ocuparme, no estaría aquí con usted. Empero, este tipo de ociosidad es relativamente nueva en la historia de la humanidad y más juvenil en la historia del universo. Hace 50,000 años apareció el homo sapiens y, con él, la palabra en forma oral. La primera forma escrita, por su parte, tiene apenas 6000 años[1] ¿Puede usted concebir lo pueril que resulta nuestra labor como escritor y como lector respecto a las dimensiones del mundo? ¡Hay tantas formas en las que todos los habitantes de esta diminuta piedra atravesada en medio de la nada se han comunicado y nosotros optamos por la más embarazosa e indirecta de todas! Lo peor del asunto es que nos jactamos de «intelectuales» y vemos por encima del hombro a quienes no participan en este extraño ritual. Pero continuemos.
¿Cómo sucedió la muerte de la palabra? Para que un ser vivo, como la palabra, muera, debe de nacer y decaer. Su nacimiento, al igual que su constitución interna, es un misterio. Hay quienes, por ejemplo, afirman que se engendró cuando los humanos escucharon al río y a los ruiseñores e intentaron imitar ambos sonidos. Otros creen que emergió de forma espontánea desde nuestras jóvenes bocas y sólo hizo falta ordenarla y articularla. Lo cierto es que ambas hipótesis fueron extraídas de algún libro que no recuerdo y, a su vez, el autor las propuso desde algún otro escrito. Nadie estuvo registrando el momento preciso en el que nació la palabra. Lo verdaderamente innegable e importante radica en que la palabra primero tuvo lugar en la oralidad. Así pues, lo oral es mucho más primigenio que lo escrito. Eso ya lo sabíamos.
De hecho, la escritura es, por sí misma, una expresión secundaria de la oralidad. Eso significa que la transición de la oralidad a la escritura es una forma degenerativa de la palabra. Por ejemplo, cuando yo escribo, puedo calcular con cierta matemática anímica la expresión y la serie de letras precisas para manipularlo a usted. Hay algo completamente depredador en la escritura. Por el contrario, si usted y yo estuviéramos hablando en serio, yo no tendría el tiempo de calibrar con cuidado cada una de mis palabras, tal como lo acabo de hacer al buscar en el diccionario un sinónimo de “calcular” para no repetir la palabra “calibrar”, y así poder seducirlo con la sonoridad que acompaña el despliegue pedante de un suntuoso e ingente vocabulario ¿Se da usted cuenta? El cazador y el escritor no son tan distintos. Quizá deberíamos desconfiar de todos los escritores; pero no de mí (al menos, no por ahora).
Por cierto, de las tres mil lenguas existentes, sólo setenta y ocho tienen escritura de una forma ampliamente interiorizada[2]. ¿No nos hace sospechar ese dato del carácter imperialista de las “civilizaciones” con escritura? Quien escribe quiere conquistar. Algunos quizá sólo se bastan con un corazón, pero muchos otros pretenden un régimen mundial y, lamentablemente, lo han conseguido. El mundo social se divide entre alfabetos y analfabetos. Los primeros quieren salvar a los segundos de su pseudo-ignorancia. Empero, los crímenes de la escritura no acaban ahí, sino que apenas comienzan.
La escritura asesta un golpe contra el conocimiento porque lo vuelve abstracto y, en consecuencia, nos desnaturaliza[3] del orden terrestre. En la oralidad primaria se desconoce la operación mental que desliga a las cualidades del individuo que las posee. Si usted y yo habláramos en serio, verbigracia, no diríamos: “la honestidad es la virtud de conducirse rectamente ante los demás”; sino que afirmaríamos: “hay que ser tan honestos como Juan, quien nunca miente, o tan honestos como María, quien nunca acepta un soborno”. La escritura, pues, permitió la creación de mundos inexistentes y nos hizo creer que eran más valiosos que éste. Su virtud y la mía, al igual que la honestidad de Juan y María, fueron rebajadas en la escala de valor respecto a la Virtud… pero le pregunto a usted: ¿ha visto alguna vez a la Virtud caminar por su calle o comprar algunos tamales? Sin la escritura, tal desprecio por la materialidad no hubiera sido posible.
En ese sentido, démonos cuenta de que la escritura le otorgó una peligrosa ilusión a todos sus engendradores. Las abstracciones parecen ser atemporales, algunos dirían “trascendentales”, y con ello viene la creencia de permanecer en el ser gracias a su petrificación ¿A quién se le habrá ocurrido algo tan ridículo y presuntuoso como la idea de “permanecer en el ser”? Yo le puedo decir: a los más soberbios y débiles entre nosotros. El espíritu de la escritura es el más temeroso de todos porque un día, quizá sentados en un sillón o en un pupitre, su estirpe se dio cuenta de que desaparecería para siempre; y como la idea mágica de un alma inmortal le pareció muy infantil, creyó que escribiendo podría aliviar su angustia. No obstante, usted y yo sabemos que los hijos de piedra, tal como lo son todos los escritos, no son imperecederos; y sus padres, tampoco. Quizá habríamos de enfocarnos en dejar hijos más vivos, acciones más ágiles, en lugar de estar leyendo y escribiendo esto, respectivamente. O quizá un poco de sabiduría aureliana pueda venir bien a los escritores, a usted y a mí:
“Puedes acabar con muchas cosas superfluas, que se encuentran todas ellas en tu imaginación. Y conseguirás desde este momento un inmenso y amplio campo para ti, abarcando con el pensamiento todo el mundo, reflexionando sobre el tiempo infinito y pensando en la rápida transformación de cada cosa en particular, cuán breve es el tiempo que separa el nacimiento de la disolución, cuán inmenso el período anterior al nacimiento y cuán ilimitado igualmente el período que seguirá a la disolución.”[4]
Dicho de otra forma, no hay palabra que permanezca después de su progenitor. Él viene primero y con él se acaba el acto de la palabra. Le mintió quien sea que le haya dicho que la palabra es anterior al mundo y posterior a él. Sigamos con nuestro juicio contra la escritura.
Hace no mucho la imprenta vino a dar el golpe de gracia que le faltó a la escritura para derribar a la oralidad. Antes de ella, incluso las sociedades con escritura aún sospechaban de su validez y preferían los testimonios orales como certezas jurídicas. Los griegos, por ejemplo, confiaban en las testificaciones orales y colectivas porque permitían obligarlos a defender sus posturas[5]. La palabra oral tenía valor sobre la escrita. Hoy, por el contrario, usted puede decir cualquier sandez si a ella antecede alguna fórmula retórica propia de la jerga de la escritura como: “En algún artículo leí…”, “En un libro se dice…” o, quizá la peor de todas, “El autor afirma…”. ¿Se da usted cuenta? La palabra se adueñó del protagonismo del individuo. En el mundo de la escritura, una idea vale por estar petrificada y no por ser eficaz.
Debido a lo anterior, yo le propongo una nueva y última clausula a nuestro contrato. Si hay en este escrito alguna idea que usted encuentre atractiva o sanadora, úsela sin deuda para conmigo. Usted vale más que una palabra o un escrito, pero su valor no se lo adjudico por una especie de santurronería amante del mundo, sino por la certeza que tengo respecto al valor de la palabra. Éste es nimio frente a casi cualquier cosa, incluyéndolo a usted.
Puede estar tranquilo de que no me estará robando. En el peor de los casos, ¿qué podría hurtarme usted que yo no haya saqueado de otro? Empero, tampoco se escandalice de esta confesión mía, pues yo sé que ese otro también le robó a otro. Yo no inventé ninguna de las vocales, ni la palabra «palabra». A partir de su aparición, la historia de la escritura es la historia de los hurtos. Los escritores no sólo son depredadores, sino también ladrones.
De hecho, cuando por bello azar usted y yo nos encontremos realmente, sucederá que yo, si tuve la fortuna de acertar en este escrito, lo escucharé repetir anónimamente alguna idea que planteé y sabré que nos comunicamos como seres humanos de una forma tan íntima que le devolveremos la vida a la palabra, aquel ser asesinado por la escritura. Tenga la certeza de que no le recriminaré nada, mas yo tendré la seguridad de que lo nuestro es mucho más real respecto a lo que cualquier otro escritor pudiera ofrecerle porque tendremos una especie de complicidad anónima.
En aquel sublime momento yo podré percibir en su voz el desprecio por la escritura que aquí le quise infundir. Sus acciones se volverán más reales y, tanto usted como yo, gozaremos del espectáculo de una palabra escrita subyugada a la acción del cuerpo. Espero ansioso el instante en el que usted camine con la gracia que le otorgó la caminata diaria y que había sido secuestrada por la lectura consuetudinaria. Anhelo desesperadamente el aliento que otorgue olores dulces a las palabras y recupere la quintaesencia robada por la escritura ¿Ya se dio cuenta de la vida que le devolvimos a la palabra? ¿No? No se preocupe. Cuando nos veamos, lo hará.
[1] Walter J. Ong, Oralidad y escritura: tecnologías de la palabra, p. 36.
[2] Ibid., p. 42.
[3] Ibid., p. 89
[4] Marco Aurelio, Meditaciones, IX, 32.
[5] W.J. Ong, op.cit., pp. 161-162.

Eduardo Mena Bernal (Ciudad de México, 1994). Actualmente es estudiante de maestría en Pedagogía en la Universidad Nacional Autónoma de México. Le interesa ahondar en temas de escritura y literatura porque los considera centrales en la educación de las personas.