José María Álvarez

In the sunny side of the street
CASI sin darme cuenta,
tanto de lo que amaba
ha ido abandonándome…
Libros que me gustaban y hoy no soportaría,
lugares que alguna vez
me interesaron, horas
de arrebatada juventud. Personas
queridas. Yo mismo; los que he sido.
¿Ir en su busca? Las
aguas de ese espejo no
son
buenas
para navegar.
El deseo, las mujeres, oh aún están ahí. Pero
¿deseo ya compartir con ellas
ese deseo?
La pasión de la Libertad,
ni imaginada ya por casi nadie.
Quizá hasta el sueño mismo
del Arte.
Pero es hermoso el día que contemplo. Es hermoso
este atardecer sobre la mar.
Y tengo a mano buenos libros y música dichosa.
Y sí, acaso es un consuelo:
no envilecí mi vida.
Me quedan ya pocas personas
que signifiquen algo,
no tengo patria, ni siquiera es mi lengua
quizá la que más amo.
A cualquiera que me pregunte
¿De dónde vienes? ¿A dónde vas?, sólo
puedo decirle:
Camino por el mundo,
siento el frío de la Luna,
y aún hay en mis ojos
curiosidad.
Safismo en Pérgamo
(O these encounterers…)
ERA lenta la luz, y era suave;
un tibio sol de Otoño que se agradecía.
Estábamos allí Francisco Brines,
Carlos Marzal, Villena…
La belleza del día
acariciaba dulcemente
nuestra conversación.
Cerca, en un banco
a la entrada del museo,
estaban recostadas dos muchachas.
Jovencísimas, rubias,
con un aire de abandono impuro.
Una, más reclinada, casi como dormida,
su pelo rubio caía sobre el banco;
de la otra veíamos la espalda
desnuda entre un top negro
y unos jeans que dejaban
a la contemplación la morbidez de sus caderas.
Sobre esa espalda,
en aquella luz amortecida, brillaba
una delicada pelusilla de oro. La mano de la otra
pasaba delicadamente sus uñas sobre
esa espalda.
Ah, cómo se sentía
el roce de esos dedos.
«¡Safismo en Pérgamo!», exclamó Luis
Antonio.
Brines y Carlos sonreían.
Nos hechizaron largo rato.
La gracia de aquellos cuerpos
entregados a un exquisito placer, ya más allá,
como olvidando ese placer…
Ah si los versos pudieran
estar hechos de ese sueño,
dar lo que esa contemplación nos regalaba,
ser como el agua fresca cuando hay sed,
que consuele o distraiga la desdicha,
que hagan sentir
un pensamiento hermoso.
Libertades memorables, como dijo Cernuda
¿DÓNDE están los bellos muchachos?
No dejo de preguntármelo, querido, viejo
amigo y maestro.
Y busco por las calles
esas bocas de alcohol y miel,
los ojos impuros de mis sirenas…
Ayer pasé por el Elite, a tomar un café
y conversar un rato con madame Christine.
Lo están pintando. Había un camarero viejísimo, que acaso
(algo en él aún era hermoso) se acostase
con usted. Luego estuve en el Cecil,
bebiendo lenta, melancólicamente
en la terraza, contemplando el mar. Por ahí llegó
tanto…
Pensé en Durrell. ¿Dónde está lo que vio,
donde fueron posibles Justine, Melissa, Capodistria, Clea,
Balthasar, Nessin, Scobie…? Y esa pregunta no cesaba
en mí. ¿Dónde están los bellos
muchachos? Los que a usted le aceleraban el corazón,
las carnes tensas y vibrantes
como cuerdas de arco, esa belleza hija
de mil razas, ambigüa, hija de tantas formas
de entender el mundo, de sentirlo,
de amarlo;
el brillo de los portales en la noche, los cafés
donde todo podía suceder, los burdeles, el zarpazo
de la vida,
lo que fue Alejandría,
la que besaba en los atardeceres con esos labios perfumados,
la promiscuidad, el deseo rezumante
como un sexo, el libertinaje donde se templan las pasiones.
Sus muchachos de áspero semen. Mis
ninfas
más allá del bien y del
mal. Ni siquiera
(como el aroma que alguien deja al pasar)
la fragancia, algo, de lo que ha sido
esta ciudad, de lo que fue este templo
de la inteligencia y el placer.
A veces, creo sentirlo. Fuerzo mi sueño.
¿Cómo podría
no existir ni un latido
de lo que fue el espíritu
de esta ciudad depravada y magnífica?
Aún creo a veces ver unos ojos, ese
brillo, unos labios
voluptuosos, esas miradas mantenidas que te
dicen
«Vamos a la cama. Lo estoy deseando».
Pero lo que respiro es un vaho espeso,
amazacotado, de uniformidad, de integrismo,
empañando
el espejo. Los
bellos muchachos… Mis hijas de la noche…
Belleza y placer, y sabiduría, sacrificados
en qué altar, altísimo espíritu derribado.
La Luna ya no es su planeta.

José María Álvarez (España, 1942). Poeta. Es licenciado en Filosofía y Letras. En su papel como traductor, ha traducido al español toda la obra de Konstantino Kavafis; la obra completa de François Villon; los poemas y La isla del tesoro de Lois Stevenson (En colaboración con Txaro Santoro); así como los sonetos de Shakespeare. En el 2008 publicó una traducción del poema Tierra Baldía de T.S. Eliot en la Revista Renacimiento cuya coordinación estuvo a su cargo. A lo largo de su carrera, ha ido construyendo la obra poética Museo de Cera, cuya primera edición completa estuvo a cargo de Renacimiento (2002) y en la que incluye ediciones anteriores como: La edad de Oro, Nocturnos y La lágrima de Ahab, entre otras. Otros poemarios del autor son: Sobre la delicadeza del gusto y la pasión (Renacimiento, 2006) y Bebiendo al claro de luna sobre las ruinas (Renacimiento, 2008). En el año de 1970 fue elegido por el crítico y escritor Josep María Castellet, para formar parte de su antología Nueve novísimos poetas españoles (Barral Editores, 1970). En su carrera literaria ha sido galardonado con los premios de poesía Barcarola (Por su libro Signifying Nothing, 1989), el premio La Sonrisa Vertical (por su obra La esclava instruida, 1992), El Premio Internacional de Poesía Loewe (Por su obra La lágrima de Ahab, 1998). En 2006 se hizo miembro de la Academia francesa Mallarmé.