Al Tayta Niño y al dolor

Max Cristian

tayta niño 2015 | mardukpe | Flickr
Arte:Mardukpe

Corrían los minutos en el pequeño patio de la casa. Lleno de impaciencia y desdén, se atestiguaban muchos personajes, en su mayoría hijos, hermanos, tíos, abuelos, familiares y amigos cercanos. En grupos, apegados en las paredes, pulían sus cascos, ajustaban los pasadores de sus botas, revisaban algún detalle inusual en sus pulcros pantalones o de su capa de cuero. Acompañados siempre de su llamativo pañuelo color rojo colgado en su espalda (un símbolo del grupo al que representaban), algunos ya presumían su máscara de cuero.

Negros: llamativos y carismáticos danzantes que se distinguían por la frondosa barba blanca hecha lana de ovino. Una treintena de varones que, apegados a una tradición, refinaban sus mejores pasos mientras esperaban ansiosos salir hacia la plaza del pueblo y dar rienda suelta a sus insaciables ganas de lucha y virilidad. Siempre al compás de la orquesta musical, girando sus látigos de cuero lleno de incrustaciones de acero, burlándose de algunas danzas de la región. Comandados por los más antiguos danzantes y gladiadores del grupo. Entre ellos, el patriarca de la familia, Pedro Pariona, un hombre de mucha fama y aprecio del pueblo.

—¡Familia! —Gritó a bocajarro mientras la orquesta gradualmente detuvo la música. —Agradezco su presencia para estas fechas donde conmemoramos a nuestro Tayta Niño, patrón del pueblo, que vino para quedarse y cuidarnos. Él sabe a quienes representamos. Nosotros somos el pueblo, somos los hijos de los que heredaron la tierra a la que el Tayta cuida, y que, por siglos, nuestros antepasados trabajaron esclavizados. ¡Hoy los recordaremos danzando y venciendo a los resentidos descendientes de los terratenientes! ¡Fuerza Chinchilpos!

Los danzantes, acompañados por todos los invitados, retumbaron a una sola voz en el enorme patio —¡Fuerza, Chinchilpos!— y salieron bailando al compás de la banda. Para Juan Pariona estos días de enero eran más que una celebración. Él quería terminar de una vez con una rivalidad de años que venía perjudicando a sus hijos y familiares cercanos. —Esta vez no te me escaparás, coroto de miércoles —pensaba mientras ingería grandes sorbos de caña pura junto a los futuros mayordomos.

Al otro lado del pueblo, se escuchaba otra banda musical sonar. Con pasos igualmente elegantes y majestuosos, llegaban a la plaza los Gamonales, los eternos rivales. Vestidos casi de igual forma que los Chinchilpos, pero con la diferencia de sus llamativos pañuelos azules colgados en la espalda. Representados, en su mayoría, por la familia Quispe, una de las más adineradas del pueblo. Casi la mayoría estaba completamente ebria. Juan Quispe, mayordomo de los Gamonales, buscaba con la vista al contrincante de su última batalla, deseando, cuanto antes, acabar con una rivalidad que creía absurda.

Las campanas de la iglesia retumbaban, llamado a la población y a sus danzantes. La misa estaba por empezar. Las bandas musicales se detuvieron. Ambos bandos, por respeto, se quitaron las máscaras e ingresaron a escuchar las palabras del cura que, bendiciendo, advertía de las consecuencias que traería las batallas en nombre del Tayta Niño: un combate que retrata el resentimiento de los habitantes hacia sus antiguos hacendados y que, al paso del tiempo, se fue transformado en cultura y tradición. Ellos sólo disponían de estas fechas para retarse entre familias y poder aclarar disputas en nombre del honor y el respeto. Donde el flagelo y el sufrimiento de los participantes eran considerados como una propia autopenitencia por sus pecados del año. Todo aquel que nacía en este valle era inculcado así, fuera cual fuera su bando.

—Recuerden que cada uno de los participantes ha firmado su garantía de vida y esto significa que, de todo lo que pase en la batalla no se podrá hacer reclamo alguno. —Sentenció el gobernador, ya mareado. —Recuerden también que esto es en gloria del Tayta Niño. No lo tomen personal—. Era el fin de la misa. Las bandas musicales, bendecidas por el párroco, volvieron a soltar las melodías que daban el frenesí infinito a los danzantes. Una competencia aparte se daba entre los saxos y las trompetas.

El sol estaba en todo su esplendor. Lentamente, al compás de los zapateos, tragos y carcajadas, se dirigieron a las pampas de las afueras del pueblo, cerca del río que, paradójicamente, se encontraba al costado del cementerio. Entraron entre aplausos de los niños, de los no tan valientes pueblerinos y de algunos turistas. Ambas familias, con sus danzantes y sus bandas musicales, alardeaban de sus majestuosos pasos, observándose a través de sus oscuras máscaras, retándose mutuamente, mostrando el buen manejo del látigo. Todo bajo la algarabía de los espectadores y la supervisión del juez de paz y el gobernador.

El viento silbaba en las capas gruesas de los gladiadores. Los dos mayordomos, con clase y autoridad, se acercaron al centro del campo para ultimar detalles.

—Hola, hermano —dijo Juan Quispe.

—No tengo hermanos traidores —replicó, burlón, Juan Pariona.

Una forzada risa dejo escapar Juan Quispe. —¿Cómo empezamos esto, cholo?

—Primero, nuestros familiares y conocidos que quieren aclarar algunas cosas, después nuestros hijos y terminamos nosotros.

—¿Que tengan treinta segundos?

—Depende, nosotros somos cholos de sepa. No nos acobardamos. Pero, denles veinte para que no se maten.

—Entonces, nosotros dos, treinta segundos. ¿Por qué el juez no nos va a dejar más?

—Ni que resistieras tanto, cojudo.

Las risas se vuelven a conjugar con el ambiente, contagiando a todos en su alrededor. Como rito (más que costumbre), la más anciana del pueblo se acerca con un balde pequeño de lata y les da a cada uno un vaso lleno de Huarapu, el licor más fuerte que puede haber en estas tierras. —Purificados y tomados. —replicó para marcharse lentamente. —Purificados y tomados.

—¡Salud por Tayta Niño! —Gritaron fuerte los mayordomos.

—¡Salud! –Replicaron todos.

La orquesta seguía insaciable con las melodías ya repetitivas. El sol sofocante, ajusticiador y espectador dio inicio a los enfrentamientos. De par en par se reunían en medio del campo. Todos ocultos en sus máscaras, intercambian palabras en su lengua que se distorsionaba con el temor y la adrenalina. El juez, que se encarga de tirar los dos látigos al aire, replicaba: “Tienen veinte segundos al sonar el pito. Bajo su responsabilidad”.

Sonando el pito, los contrincantes, sin descansar, se flagelaban mutuamente. De izquierda a derecha, de arriba a abajo. Algunos latigazos caían en sus espaldas, otros en los hombros, pero la mayoría rebotaba en las sudorosas manos, por la fuerza y el peso que estas tienen. La gente gritaba de algarabía; la música no lograba enmudecer los silbidos de las armas de cuero, hasta que sonaba nuevamente el pito y los jueces declaraban al vencedor. Así continuaban las disputas el resto de la tarde: hermanos que se enfrentaban para desquitarse por algunos malos tratos, vecinos que se llevaban mal todo el año, disputas de amor, de poder, de honor. Quien fuera escogido o retado y no aceptara enfrentarse era considerado el más cobarde, y esto desprestigiaba a su familia, allegados y (lo más importante) a su bando. Contrincantes ebrios se doblaban los dedos de las manos, se abrían las capas de cuero, traspasando hasta la espalda, los hombros. Otros, con mala suerte, se rompían las narices o la mandíbula. Todo por la ofrenda al hijo de Dios. Después de cada enfrentamiento, ambos olvidaban la rivalidad y, tomando o cantando juntos, seguían venerando al Tayta Niño y al dolor.

Caía la tarde y el pueblo, en su mayoría, esperaba aquel enfrentamiento de cierre entre los mayordomos. Muchos sabían que aquella rivalidad era algo más que una disputa de tierras o un conflicto económico. El juez y el gobernador, totalmente ebrios, llamaron a los últimos participantes. “Corran las apuestas!”, gritaba uno. Se sabía que las apuestas eran de todo tipo de animales pequeños, hasta moderadas sumas de dinero. El enfrentamiento de estos ya beodos patriarcas representaría la cúspide de honor para el bando ganador, así como el fracaso momentáneo por todo un año para el otro.

Ambos se miraban frente a frente, con la rabia saliendo por sus ojos. El juez daba las mismas palabras de advertencia. Ellos, haciendo caso omiso, se colocaban la máscara y el casco.

—Que sea lo que el Tayta Niño quiera —dijo, con respiración agitada, Juan Quispe.

—Entonces te mandaré con él —replicó Juan Pariona.

El hermoso día se resintió. Entre las nubes negras, el cielo se abrió y dejo caer un aguacero interminable. Mucha gente corría a refugiarse a las casas de los mayordomos. Otros, vencidos por el alcohol, miraban soñolientos la batalla. El juez dio el pitazo. Ambos se seguían mirando, mojándose, esperando que cualquiera lanzara el primer golpe, para así esquivarlo y atacar desmedidamente. El tiempo corría y los enormes charcos se formaban en el campo, transformándolos en lodo. La gente gritaba y abucheaba. “¡Peleen, viejos maricones, peleen!”

—¡Lanza, pues, carajo! —gritaba Juan Quispe, completamente mojado.

—Lanza tú, pues, resentido de miércoles —respondió Juan Pariona, que sentía su capa más pesada por el aguacero.

—¿Resentido? ¿Quién le lloró a mamá para quedarse con las tierras? ¡Viejo maricón!

Juan Quispe lanzó el primer latigazo dándole por completo en toda la espalda a Juan Pariona, partiendo la gastada capa de cuero. Por su parte, él le devolvió el golpe con un latigazo en forma vertical, dándole de lleno en la cabeza y rompiéndole el casco. Lo hizo retroceder algunos pasos. La gente, empapada en agua santa, gritaba de alegría y éxtasis. Ambos sentían ardor y un líquido extraño correr en las partes afectadas, pero no se impidieron seguir dándose incontables golpes. Uno tras otro. A medida que pasaba el tiempo, bajaba la intensidad, dándose poco a poco, golpes suaves y enjuagados de agua de lluvia. Ambos lloraban silenciosamente. Ocultos con las máscaras, nadie podía verlos, juzgarlos ni detenerlos, golpes tras golpe, hasta que el sonido del silbato los compadeció. Soltaron los látigos y se abrazaron completamente empapados de dolor.

La fiesta terminaba con el aguacero enlodando el campo. La gente se marchaba ebria a sus casas y otros continuaban ocultos en las cantinas del pueblo. El sol, escondido como un niño dolido e insatisfecho por los actos vistos, ponía fin a un año más de autocastigo por parte de los paisanos. Pero no existía tregua para los desesperados y coléricos hermanastros que seguían inertes en el campo, mirándose, retándose íntimamente. Querían terminar para siempre su disputa. 

—Devuélveme lo que por herencia me pertenece —dijo, agotado y ebrio, Juan Pariona.

—Es lo que en vida me dio mi madre, bastardo de mierda —respondió sin aire y con un charco de sangre en la cabeza, Juan Quispe.

Caía la noche. Uno quedaría con heridas marcadas de por vida, y el otro formaría parte de la última ofrenda al Tayta Niño. Pero ambos sabían que pagaban culpas ajenas.

Noviembre 2019

Max Cristian Huamán Pérez (Lima, 1993). Estudió la carrera de contabilidad y ha participado en antologías literarias digitales y físicas de varios países. Coautor del libro de cuentos Viernes y escribe en un blog literario llamado Anaqueles frente a la calle (https://anaquelesfrentealacalle.blogspot.com/).