Carolina Arabia

Aparecen en la madrugada, entre sueños, listos para la batalla, cubriendo su desnudez con pigmentos vegetales que les confieren las potencias prestadas del leopardo o del antílope. Ahí están, en todo el esplendor de su violencia contenida.
Intento que hablen a través de mí.
Un estante de la biblioteca de mi papá está dedicado a libros de arte y fotografía. Tres de ellos eran mis preferidos cuando era chica. Los tres, libros pesados cuyas tapas delimitaban el principio y el fin de un viaje inmóvil. Me gustaba estar sola en esos recorridos que, como todo juego infantil, tenían sus reglas precisas. Entonces buscaba refugios, cavernas hechas con materiales ligeros.
Los tres se recorrían a pie. En silencio, si eran las montañas imposibles de Roerich (acá tal vez era admisible un burro); con mochila y a punta de machete, en el caso de los selváticos templos de Angkor Wat y sus higueras sagradas.
La visita a los Nuba de Kau, sin embargo, requería estadías más prolongadas. Desde que veía por primera vez sus chozas, encaramada en una piedra, hasta que me despedía de ellos dejando atrás el valle, podían pasar años (ese gran tiempo estaba contenido en el pequeño tiempo de la casa, en cuyas ondulaciones se cocinaban tortillas de papas, alguien elegía un mantel, mi perra sacudía las patas corriendo dentro de algún sueño incognoscible de media mañana). Un mundo adentro de otro mundo y dos tiempos paralelos, o infinitos mundos adentro de otros mundos, y quién sabe cuántos tiempos, incluido este mismo, que todavía se está desplegando y que, cuando acabe de escribir estas palabras, ya va a ser otro, y otro más cuando vuelva sobre el paisaje de éstas líneas, o cuando ya no pueda volver, pero quede suspendido algo parecido al eco de mi voz.
Recuerdo un mapa en una de las primeras páginas. Ahora sé que pertenecía a Sudán, pero en ese entonces, poco importaba el lugar geográfico. Decido en este momento quedarme con los datos propiciados por la memoria de la infancia, sin importar su certeza, en busca de algo más verdadero que lo real.
Asistí al principio a pequeñas ceremonias cotidianas y las comparé con las propias, la forma de comer o de dormir, de avivar el fuego, de unir el agua con la harina. Con el pasar de los días, me fui volviendo más lenta y precisa, pude ver los gestos de sus manos al hablar, parecido al aleteo de sus vocales, al idioma de sus pájaros. Una mañana descubrí la curva exagerada al final de la espalda de las mujeres, que se ahondaba todavía más cuando cargaban a los niños o se quedaban de pie, mirando algo en la lejanía; yo misma observé el paisaje a través de esa curva, que enmarcaba suavemente bueyes y pastizales.
Vi cómo las viejas adornaban la piel de las jóvenes. Acostadas sobre una piedra solar, con un cuchillo templado a fuego, realizaban pequeños cortes dibujando un patrón simétrico parecido a escamas, en la espalda o en el vientre. La sangre rutilaba en finísimos ríos que descendían hasta el interior de los muslos y yo me avergonzaba un poco de lo placentero que me parecía todo. Fingía mirar las nubes, me perdía por momentos en la contemplación del cielo en movimiento, para volver a la espalda lustrosa, a la vieja encorvada sobre su tejido, y suspendida entre lo inmenso y lo minúsculo, me sentía entera, casi satisfecha, un poco mareada tal vez, dentro y fuera de mí.
Los vi perderse en medio de danzas de cortejo, bailando con cuerpos prestados, imitando los movimientos de los mismos animales que durante el día cazaban. La cadencia del leopardo en las caderas y entre los omóplatos; la sinuosidad de los peces en el tronco flexible. La noche volvió a ser una caverna iluminada tan sólo por una hoguera en cuyo centro resonante pudimos encontrarnos.
El punto culminante del viaje era para mí el momento en que los hombres se preparaban para la batalla. No hay armaduras en el combate, se entra en un estado de prístina desnudez, desnudez que coincide, nuevamente, con el pelaje de ciertos animales, o en su modo más abstracto, con formas geométricas extraídas de la naturaleza. Ahí está la línea del horizonte, en esa frente diáfana; el centelleo del agua, la noche profunda.
En la penumbra luminosa del sueño, sé que encontré belleza en la violencia contenida de esos cuerpos. Así que intento ahondar en ella.
En Etimología de las pasiones, Ivonne Bordelois analiza la palabra «ira». De origen indoeuropeo, la raíz eis, explica, “aparece relacionada en primer término con verbos que designan impulso, ímpetu, movimiento”. Es “la energía de desplazamiento que fue necesaria a los pueblos nómades”. Esta cualidad la encontramos en el viento, en el galope de los caballos, en la danza de una bailarina, en la experiencia de lo sagrado. “La dimensión de lo divino, en la época del animismo, en la que imperaba un sentimiento de fusión con la naturaleza, no se plasmaba en las estatuas —explica Bordelois—, los espíritus se movían por los bosques y los mares”[1].
De esta misma raíz deriva el delirio profético, la inspiración, el deseo vehemente. Todas estas acepciones comparten así, una misma experiencia de base, una “sensación estremecedora que conmueve el ánimo” y que tiene que ver con el movimiento[2].
Durante una jornada que tuvo lugar en el Museo Arqueológico de Madrid, para celebrar el año internacional del sonido, José Manuel Pastor Eixarch presentó una serie de cerámicas ibéricas, donde analiza los motivos de «doble espiral» y «eses en serie». Estos símbolos —contaba— se encuentran dibujados en escenas de danza y música, como expresión de la voz y del canto, pero también acompañan el dibujo de un pájaro, de un pez que nada; se los puede ver entre las patas del buey que carga el arado y del guerrero en el campo de batalla.
Esta es su hipótesis, tal como la llegué a comprender aquel día: los símbolos representan la cadencia, entendida como repetición en serie de movimientos y sonidos. Hay un ritmo que se manifiesta en todo: en el movimiento del agua y del pez dentro de ella, en el canto del pájaro y el movimiento de sus alas; en el ruido de las armas durante el combate; en los pasos de hombres y animales; en la voz, humana y no humana; en la música, el baile, el relato.
Confrontados con nuestra propia violencia, con nuestro propio furor, el cuerpo se congela o arde, porque nadie sabe qué encontrará del otro lado de ese abismo. Quién pudiera entrar majestuosamente ataviado, tan solo con la propia desnudez, o tal vez el cuerpo prestado de un animal en el que guarecernos (y, ahí sí, atravesar ese fuego y, en el vaivén de ese movimiento perpetuo y sonoro, encontrar cierta calma y un gran silencio).
[1] Ivonne Bordelois, Etimología de las pasiones, Libros del Zorzal, Buenos Aires, 2006, pp. 32-44.
[2] Cfr. Ibíd.

Carolina Arabia (Buenos Aires, 1982). Escritora. Tiene un gran gusto por las artes y la literatura.