La catábasis es la anábasis en la poesía de Jorge Teillier (poema XXIII)

Márcia Batista Ramos

Arte: Erika Santinelli 

El chileno Jorge Teillier Sandoval (1935-1996) es considerado como uno de los poetas más influyentes del siglo XX, perteneciente a la Generación literaria de 1950; es el iniciador de la poesía «lárica» —o de los lares—, aquella poesía que se vuelca con nostalgia a los paisajes y a las tradiciones del terruño, logrando una valorización del paisaje endógeno, cotidiano y amable que contrasta con la modernidad. Porque configura un espacio propio, de carácter mítico, relacionado con un modo de vivir particular, aquel que establece la idea del «lar», el lugar del tiempo perdido que subyace a la idea de la soledad urbana (ya que, en la urbe, el individuo se encuentra desarraigado).  

“Crónica del Forastero”[1] es un poema extenso, con casi un millar de versos distribuidos en veinticuatro secciones. Representa la arquitectura argumental que sostiene Jorge Teillier, al presentar un componente narrativo que sistematiza una sucesión relativa de secuencias en que se despliega el retorno del sujeto discursivo a la aldea natal, a la casa paterna, a los lugares de la infancia y la adolescencia.

También, representa el viaje arquetipo que el individuo realiza del nacimiento hasta la muerte. En el caso de Teillier, es un viaje al pasado como un movimiento en el espacio cultural del descenso al mundo de los antepasados, construyendo así un acto de negación del poder de equivalencia inalterable, que es el tiempo mortal. El retornar al pasado es la catábasis, pues, representa el viaje a la profundidad donde, como se dijo, habitan los antepasados, y el dominio perdido del sujeto, la infancia, y la subida o el retorno a la realidad presente (a la modernidad) es la anábasis.

Desde niño el poeta tuvo conciencia de la muerte, no como fin, sino como continuidad de la misma existencia en otras circunstancias, tal vez más tenues, sin el ropaje del cuerpo. Cuenta que, cuando era niño, sentía pasos subiendo la escalera que llevaba a la torre de la casa, donde se encerraba a leer, lo que le dio familiaridad con la muerte y la seguridad de que el «yo» o el «tú» siguen existiendo después de abandonar esa indumentaria que llamamos cuerpo y que nos da la certeza de la vida, en cuanto lo habitamos. 

Jorge Teillier, apegado a la sencillez fundamental de sus imágenes poéticas, reconoce la importancia de estar vivo. Empero, al mismo tiempo, registra el desamparo y desconsuelo por sentirse infecundo a la mitad de la vida. Porque la vida en sí misma no es totalmente grata, independientemente de las imágenes idílicas, creadas o no, que habitan la geografía de la memoria y del verso:

“Lo que importa \ es estar vivo \ y entrar a la casa \ en el desolado mediodía de la vida. (…)”

El trabajo cotidiano repetido hace siglos y exigido para seguir vivo en la aldea —espacio geográfico idílico en el cual lo cotidiano discrepa con la modernidad imperante— aparece en la poesía de Jorge Teillier, reafirmando la necesidad que cada individuo tiene de arraigo para existir como tal, en el mundo complejo y deshumanizante, que trata a todos como números en estadísticas sin rostros ni alma.

El poeta sabe que la vida en sus repertorios básicos es cíclica, que siempre existirá un hombre que are el campo, independiente de la tecnología espacial; se repetirán los mismos gestos confirmando que la vida es simple, como simples son las faenas en la aldea y mientras alguien esté para realizarlas, la vida seguirá siendo vida:

 “El río pasa recogiendo la calle polvorienta. / Los satélites artificiales pueden rodear la tierra, / pero nada saben de ellos los bueyes enyugados a las carretas. / Es el mismo de otro siglo el gesto del campesino al descargar un saco de trigo…”

Empero, es menester observar que el espacio geográfico en la poesía de Jorge Teillier cobra una fisionomía humana donde el polvillo danza, el sol no tiene memoria, los sacos están dormidos y el resplandor de las cosas tiene secretos que los aromos revelan:

 “…el polvillo de la molienda danza en el sol sin memoria, escuchamos el trote de los ratones entre los sacos dormidos en la bodega, / y el oculto resplandor de las cosas / tiene un secreto revelado por los aromos.”

Sencillamente, porque el poeta no logra concebir el mundo con la clásica división de seres animados e inanimados, vivos y muertos, ya que, en su universo idílico, todo palpita, todo vive.

De pronto un tren en movimiento silbando, animado como todo su universo, aparece en escena y en acción:

“Escucho el pitazo del tren / cortando en dos al pueblo.”

Es la segmentación de la aldea en dos, que hace que el poeta se situé en un segmento (en el presente), y evoca sus recuerdos personales:

“El pueblo donde pedí tres deseos al comer las primeras cerezas, / donde me regalaron una lámpara humilde que no he vuelto a hallar…”

Asimismo, desde el segmento del presente evoca sus ancestros, los que construyeron la aldea, porque sabe que no existe una expiración: todos siguen existiendo y la memoria es el medio para canalizar la anábasis o resurrección que permite traerlos de regreso, independientemente de dónde se hallen:  

“…el pueblo que tenía unos pocos miles de habitantes cuando nací, / y fue fundado como un Fuerte / para defenderse de los mapuches / (todo eso era nuestro Far West).”

Después de ver su aldea resucitada, el poeta reconoce la simbiosis del tiempo en los elementos que «aún» permanecen vigentes o vivos como hábitos humanos de la aldea que, para él, es un universo que palpita:

“El pueblo donde aún humean mantas junto a cocinas a leña / y el invierno es la travesía de un tempestuoso océano.”

Vuelto a sí mismo, el poeta trata de buscar su memoria personal y, otra vez, se ofrece a la universalidad de la existencia, donde el “yo” se diluye, dando paso a la colectividad:

“Si me pidieran recordar / algo más allá de las calles donde di los primeros pasos / no sabría mucho que decir. / Creo que he estado en otros países / he visto día a día en las ciudades vehículos iluminados como trasatlánticos / llevar rostros fatigados de un matadero a otro.”

En ese abrir y cerrar entre la vida y la muerte, representado entre el presente y los recuerdos, entre el yo y los antepasados, surgen las cavilaciones del poeta que, a veces, duda que es poeta:

“¿La vida es un pretexto para escribir dos o tres versos / cantantes y luminosos?, escribió un poeta, / pero tal vez yo no sea de verdad un poeta.”

En medio a las dudas del poeta resucita el individuo que sabe lo que no quiere, para sí y para su prójimo:

“Me amo a mí mismo tanto como a mi prójimo / pero estoy dispuesto a desaparecer junto a todo mi prójimo. / Puedo rezar sin creer en dios, / a las noticias del día / suelo preferir leer memorias de oscuros personajes de otras épocas\o contemplar los gorriones picoteando maravillas”

El poeta Jorge Teillier sabe que la vida en sus repertorios básicos es cíclica y otra vez, vuelve a constatarlo en un soliloquio circular:

“De nuevo alguien ve derrochar / los yuyos su oro al viento. / Alguien va a temer cada mañana que el sol no regrese, / alguien tal vez aprenderá a leer en diarios que anuncian nuevas guerras, / alguien en la noche / va a tomar un carbón encendido para trazar círculos de fuego / que lo protegen de todo mal.”

Sin denotar sorpresa, imbuido de fatalidad, el poeta vislumbra el camino que le conducirá a su muerte:

“Quedaré solo en un bosque de pinos. / De pronto veré alzarse los muros al canto de los gallos. / Podré pronunciar mi verdadero nombre. / Las puertas del bosque se abrirán, / mi espacio será el mismo que el de las aves inmortales / que entran y salen de él, / y los hermanos desconocidos sabrán que ya pueden reemplazarme. / Debo enfrentar de nuevo al río.”

Ante lo inevitable, el poeta no duda, porque desde niño sabe que no se trata del fin, sino de otro camino:

“Busco una moneda. / El río ha cambiado de color. / Veo sin temor / la canoa negra esperando en la orilla”.

El viaje de la memoria por los dominios de la remembranza, de su propio temperamento o imaginación al evocar da un carácter testimonial al poema. El pasado que estuvo reprimido regresa, a través de las remembranzas, transformando la orientación hacia el futuro.

El poeta sabe que la muerte es una parte de la vida, está seguro de que la vida vale la pena ser vivida por todas las imágenes que pudo absorber de la realidad o verlas con los ojos cerrados y permanecer en esos sitios idílicos. Asimismo, sabe que morir también vale la pena y no hay miedo de avistar a Caronte. Apenas hay que alistar la moneda para cruzar el río de Hades en una verdadera catábasis (una expedición a los infiernos); catábasis que no será nada más que una simple anábasis que le permitirá seguir en la vida que le corresponderá vivir (como la de esos cuyos pasos se escuchaban subir las escaleras en su infancia) después de la muerte.


[1]  Teillier, Jorge, Crónica del forastero. Santiago de Chile, Talleres Gráficos Arancibia Hermanos, 1968.


Marcia Batista Ramos (Brasil 1964). Es licenciada en Filosofía por la Universidad Federal de Santa María. Ha publicado La Muñeca Dolly (Latinas Editores, 2010); Consideraciones sobre la vida y los cuernos (Latinas Editores, 2010), y Patty Barrón De Flores: La Mujer Chuquisaqueña Progresista Del Siglo XX (Latinas Editores, 2011); entre otros libros. Ha compilado, de igual modo, antologías diversas, y escrito para publicaciones como La Patria, Los Tiempos y Revista inmediaciones.