Insecto

Julián Penagos-Carreño

Arte:  Enya Loboguerrero

“Pues en un cuarto en el cual Gregorio
se hallase completamente solo
entre las paredes desnudas,
seguramente no se atrevería
a entrar nadie excepto Grete”.

Franz Kafka: La Metamorfosis.

Grete sueña. Su sueño huele a anémonas de bosque floreciendo en primavera. Está de pie en la habitación. Observa la luz del sol iluminando una cortina de lino amarilla sacudida por los golpes suaves de un viento tibio. Escucha las notas de un violín. Ve a una mujer de espaldas. Tiene puesto un vestido de sastre azul con lentejuelas. Toca el instrumento delante de un atril, lleno de partituras, al lado de una cama de madera con sábanas blancas. Su brazo derecho mueve el arco al ritmo lento y vertical de los acordes. Se congela en el roce afelpado de las cuerdas. Arrastra el sonido de las notas. El violín produce música transparente que Grete acaricia. Reconoce la melodía. Es el adagio de la sonata No. 1 para violín de Bach. Tiene la sensación de ser ella quien la interpreta. La lánguida cadencia de la melodía, acompañada por el compás leve del metrónomo, le va confirmando la impresión de estar, de nuevo, en el sueño. Grete se acerca a la mujer. Alarga sus brazos para tocarla. Ella percibe su presencia. Deja de tocar. Aleja el mentón de la barbada. Su rostro queda al descubierto.

Entonces, Grete despierta de forma abrupta, sudando. Lamenta no haberse quedado en el sueño. De repente, escucha un ruido en la habitación contigua: ¡Rass! ¡Rass!

El insecto Gregor, su hermano, sigue ahí.

Grete se toma unos cuantos segundos antes de recobrar la conciencia. Luego, abre los ojos. Su dormitorio es gris, Las paredes están cubiertas por una gruesa capa de polvo. En frente, un espejo de cuerpo completo la deja ver el reflejo de una cortina azul gruesa que esconde una ventana, por la que no puede entrar la luz del sol de la mañana de este, el primer día de primavera.

“¿Era yo la que tocaba el violín en el sueño?”, se pregunta. 

Por un momento, lo cree, pero al forzar su mente para recordar los detalles de las imágenes, se convence de que no lo es. La mujer del sueño tiene puesto un traje sastre con lentejuelas de seda azul hasta las rodillas. Su cuello está adornado por un collar de perlas blancas que le da varias vueltas y su cabeza por un listón negro con botones de distintos colores.

Grete se levanta de la cama para mirarse al espejo, comprobar su identidad. A pesar de lo inverosímil de la situación, duda. Sin embargo, ahí está: tiene puesta una blusa negra y una falda recta hasta los tobillos, oscura, sin corsé, sin gracia, sin elegancia. Duerme vestida. Ve un haz umbrío ensombreciendo su mirada. No puede evitar emitir un suspiro de decepción. Quisiera ser esa «otra», la de la quimera. Ella es feliz. Tiene dos hijos, ofrece recitales de violín y está casada con un hombre que la ama. ¿Por qué Grete sabe todo esto? Porque no ha sido el primer sueño sobre «aquella que toca el violín». De alguna manera, cada vez que lo hace, experimenta todos sus sentimientos, recuerdos y sensaciones. Le gusta mucho cuando “aquella que toca el violín” le comparte la felicidad de estar con un esposo amoroso, en el regocijo de un atardecer, en un parque, frente a un lago de aguas verdeazuladas, tomados de la mano, sentados en un banco, mientras sus dos niños juegan, acariciados por la brisa de primavera.

Sin embargo, al despertar, es obligada a volver a su realidad. La presencia del insecto anula la intención de la ensoñación. El olor agrio de sus miembros descompuestos y el sonido de sus patas raspando el piso al arrastrarlas destrozan su ilusión. Entonces se lo imagina, negro, con sus antenas partidas, con el moho blanco sobre su caparazón y con sus grandes ojos globulares inclinados hacia los lados.  

Mira hacia la ventana de la habitación.

“¿Qué tocaba la mujer del sueño?”

El adagio de la sonata número uno de Bach. Grete lo conoce bien, lo practicó cuando tocaba el violín, hace ya mucho tiempo. Ella nunca lo hizo de forma tan magistral. La lentitud necesaria para que la melodía alcanzara el nivel de música celestial fue algo que jamás se le facilitó. Desde lo del insecto, dejó de practicar. Tuvo que abandonar el instrumento para luego venderlo, por necesidad, a un padre que lo quería para regalárselo a su hijo.

Mientras medita sobre el sueño, el insecto sigue haciendo ruidos en la habitación contigua.

¡Rass! ¡Rass!

Es un sonido sordo de algo raspando las paredes. Como si Gregor tuviera uñas largas y éstas recorrieran de manera lenta, pegajosa e intencional la superficie de los muros.

Intentando ignorar el ruido que produce su hermano, Grete decide iniciar sus labores del día. Estas consisten en hacerse algo de comer y contemplar la ciudad desde el balcón de su apartamento. Alcanza a oler el viento liviano flotando en la atmósfera anunciando la primavera. De repente, lo recuerda. Corre hasta la sala. Pasa por alto el polvo y la suciedad de su alrededor. Su hogar está casi vacío y en ruinas. Observa la flor anémona colocada en el piso, afuera, en el balcón, dentro de una maceta de color azul. Hoy debe florecer. Sale. Toma la planta entre sus manos. Contempla sus pocos pétalos de rojo pálido cerrándose sobre un oscuro centro cremoso. Sus pistilos cortos agrupados y decaídos. Su estigma café decolorado. Le ha tomado cariño, aunque nunca supo cómo llegó hasta ella. Hace poco menos de un año, una mañana, simplemente estaba allí, en el balcón, esperándola. Grete la cuidó con esmero, día a día. Era una feliz variación en su rutina. La sembró y la regó con suficiente agua. Al pasar el tiempo, lo notó: la anémona se marchitaba. 

Con la planta entre sus manos, recuerda el momento en que todo sucedió. Cuando su hermano se convirtió en un insecto. Terrible maldición que cayó sobre su familia. Medita sobre lo que significó para ella abandonar su anhelo de ir al conservatorio de música para verse obligada a trabajar en una tienda. Reflexiona sobre la falta de dinero y la necesidad de convertir el apartamento en un hostal. Recuerda a aquellos inquilinos fastidiosos que, por suerte, nunca notaron la presencia de su hermano. Se entristece al pensar en el compromiso de cuidar para siempre a Gregor; prodigarle un cariño que no sentía. Llegan a ella las imágenes de la muerte de sus padres debido al hambre, la tristeza y la desilusión. Condena las noches llenas de desespero por la imposibilidad de abandonar el apartamento. Siente rencor. Odia el deber forzado de soportarlo a él, un insecto inmortal.

Todo eso medita Grete, produciendo con sus dientes un sonido repetitivo y seco.

¡Rass! ¡Rass!

El insecto Gregor, su hermano, sigue ahí.

Está en la segunda habitación del apartamento, en la que siempre ha estado.

Pasa una media hora. Gregor no se detiene. Grete sospecha. Su hermano está más inquieto que otros días. Grete, entonces, escucha un golpe sordo y luego otro, acompañado por un crash, como si unos vidrios se rompieran. Después, oye una puerta abrirse. Le siguen los ecos de algún forcejeo, el jadeo de una mujer y un gruñido. Luego de algunos minutos se hace un silencio tan abrumador que le corta la respiración.

Grete se esfuerza por respirar. Mueve sus dedos rápidamente, golpeando la superficie azul de la matera, produciendo un sonido sin ritmo.

“¿Qué ha sucedido?”

Hace mucho tiempo no entra a la habitación. De vez en cuando, vierte algunos desperdicios de frutas y vegetales por una pequeña rendija ubicada en la mitad inferior de la puerta. Hace cinco años que no ha visto a su hermano-insecto.

“¿Aún estará allí? ¿Alguien se lo habrá llevado?”, se pregunta.

Duda. Grete duda precisamente hoy, el primer día de la primavera, con la anémona marchita en sus brazos.

Deja la planta en el piso del balcón, no sin antes darle una última mirada suplicante. Se acerca poco a poco a la puerta, asegurada con tabiques y palos atravesados. Posa sus oídos sobre ella, primero el izquierdo, luego el derecho. No escucha nada. Va quitando las trabas con dificultad. Su corazón late rápido. Si el insecto no está, podrá alcanzar la libertad. Cuando termina de quitar todo, toma el pomo con sus dos manos y queda petrificada por un instante.

“¿Y si está? ¿Y si continúa allí con su caparazón podrido y sus inútiles patas? ¿Qué haré?”

De repente, viene a su mente la imagen de «aquella que toca el violín». Decidida, gira la perilla. Abre la puerta. Un olor lúgubre la paraliza. Es una mezcla de polvo, carne en descomposición y anís. Se le revuelve el estómago. Retrocede para no vomitar. El aire de la primavera la reconforta. Toma fuerzas de nuevo. El cuarto está oscuro. Sin embargo, la luz del día alcanza a entrar, tímida, por una pequeña ventana situada al fondo de la habitación. Desde el umbral, Grete puede ver que todo está cubierto de tierra. Apenas se alcanzan a distinguir algunas siluetas delineadas por sábanas sucias.

Recuerda el sueño. Medita en la sensación de ser ella la protagonista. De ser ella quien toca el violín llena de felicidad. En el fondo, contemplar ese panorama la hace creer: «todo puede ser mejor». Sin su hermano, logrará rehacer su vida.

Entra en la habitación. Sus ojos demoran un poco en acostumbrarse a la leve oscuridad. Busca al insecto. Se pregunta sobre la apariencia actual de su hermano. “¿Habrá cambiado algo?, ¿la transformación se habrá reversado? No, es improbable. Si fuera de nuevo un ser humano, hace mucho hubiera salido de la habitación”.

Alza todas las sabanas, dejando al descubierto antiguos muebles. Revuelca el polvo. Tose. Le arden los ojos. Busca en los rincones. Mira debajo de un sofá viejo y roído. Una última sábana cubre un bulto gigantesco. Se acerca. Toma las puntas con las manos. Las levanta…pero no es él, es solo una mesa. Se desespera. Revisa la ventana, sus vidrios siguen intactos. Saca los muebles, uno por uno: un armario, un escritorio, los largueros de una cama, tres sillas, dos sofás, cuatro mesas…Se cansa, jadea, no lo encuentra. Da una última mirada a la habitación. Está vacía. No hay nada. No hay insecto.

“¿Se ha ido? ¿Se lo han llevado? ¿Quién? No importa”, piensa.

Los grilletes parecen haber desaparecido. Sonríe, pero está demasiado cansada.

Grete se sienta en uno de los sofás a pensar en sus futuras acciones, ahora que su hermano-insecto no existe. Irse, viajar, vivir, ser libre. La entusiasma su nueva situación. Con ilusión observa la anémona, esta parece abrir sus pétalos lentamente. Se va quedando dormida, perdida en la esperanza. 

Sueña. Sueña con la habitación iluminada por un sol tenue donde la «otra» toca el violín. Esta vez, se escucha el presto de la sonata. Lo hace de maravilla. Sus dedos se conducen rápidos entre los pasajes cortos. El cruce de las cuerdas es espléndido. Grete cree escuchar varias voces entrelazadas cantando las notas agudas de aquella melodía polifónica. De repente, la sonata se silencia. La mujer voltea. Grete ve su rostro.

Sí, es ella. Es…ella misma.

—¿Qué haces aquí? —pregunta la Grete del sueño un poco sorprendida por la presencia de su otro yo.

—Vengo a ser parte de esta vida —responde —a ser parte de ti «hermana».

La Grete del sueño sonríe, lastimosa.

Las imágenes y los sonidos se han hecho más claros. Un viento fuerte irrumpe en la habitación. Desordena las hojas llenas de partituras. Hace volar la cortina amarilla dejando ver una repisa. Sobre ella, hay una maceta y dentro, una planta, una anémona florida.

—¿Te gusta mi flor, «hermana»? —le pregunta la Grete del sueño al notar que la otra no puede dejar de verla —me la regaló mi esposo.

—Tengo una igual, pero no florece —contesta.

Un silencio espeso las envuelve a las dos. Es interrumpido por la Grete del sueño, quien organiza las partituras para continuar tocando el violín.

—No puedes ser parte de esta vida —dijo mientras alzaba el arco.

—¿Por qué? —pregunta Grete, tomándola del brazo, evitando continuar con la tonada.

—¿Recuerdas, hace años, cuando tú estabas tocando el violín para los inquilinos?

—Sí.

—¿Recuerdas quién apareció, supuestamente, en la puerta de la habitación, a punto de entrar en la sala?

—Mi hermano Gregor, el insecto.

—Tú lo viste, ¿cierto?

—Sí, no podía dejarlo entrar.

—Lo ahuyentaste, ¿cierto?

—Con una mirada y un ademán de mis manos, mientras tomaba una pausa en lo que estaba tocando. Lo debía evitar. No podían verlo. Hubiera sido el final de todo.

Se produce otro silencio, este más incómodo que el anterior.

—Tú lo has dicho. La verdad… fue el final de todo.

—Pero el insecto retrocedió. Volvió a su habitación. Los inquilinos no notaron su presencia. 

—No, te equivocas. Eso nunca sucedió así. Recuérdalo…

Grete la mira contrariada. No entiende. La que toca el violín acerca su rostro hacia ella, como si la proximidad la obligara a comprender sus palabras.

—Mi querida «hermana», el insecto jamás existió.

Entonces, Grete abre los ojos.

De repente, el ruido vuelve a producirse.

La habitación está vacía.

¡Rass!, ¡Rass! El insecto Gregor, su hermano, sigue allí

Julián Penagos-Carreño (Colombia, 1978). Profesor de Historia en la facultad de Comunicación Social de la Universidad de la Sabana. Ha escrito el libro de relatos El Silencio y la Nada (Caligrama, 2016), y ha sido finalista de varios premios, como el I Premio Caligrama (2017) o el de narrativas, organizado por la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina), #QuedateEnCasaEscribiendo (2020), entre otros.