Génesis

Gabriel Valdovinos Vázquez

Arte:  Enya Loboguerrero

1. Niños de tierra y de sal

Quienes abordamos este viaje hace cincuenta años compartimos las mismas vivencias y disfrutamos los mismos placeres, que no por ser escasos, austeros y sencillos, dejan de arrancar, aun hoy, sinceras sonrisas y nostálgicos suspiros.

Una infancia sensible que no necesitaba muchos estímulos externos para manifestar su propia naturaleza alegre, curiosa y festiva; que se valía de las carencias para avivar la creatividad; de las fatigas ocasionadas por las tempranas obligaciones, para disfrutar del descanso y de los juegos; que templaba su carácter desde corta edad en medio de la enérgica disciplina y la dureza del trato de los mayores.

Aprendimos a amar y respetar a corazones rudos que vertían su amor y cuidados sobre nosotros en torrentes a veces cálidos, a veces fríos, ahora con suavidad, mañana con dureza, pero siempre en abundancia.

Crecimos en paisajes agrestes, cuyas veredas dibujamos y desgastamos con nuestros pies descalzos. Sus árboles nos daban sombra, ciruelas, guamúchiles, guajes, espadas, tamarindos, collares, cerbatanas, cocos, mangos, proyectiles, lianas, hondas y… papel higiénico.

El territorio de nuestras andanzas era inmenso y aun así, insuficiente: hasta el río, pero no lo cruces; hasta el mar, pero no te metas más allá de “la reventazón” de las olas. ¡Ten cuidado con el tren! ¡Si está parado, te cruzas rápido por abajo! ¡Si lo escuchas venir, te bajas de las vías! Al cruzar el canal, que no se te enreden los pies en el fondo, ¡ni te arrastre la corriente por el túnel del tren! Y si no vuelves antes de oscurecer, ¡nunca te vuelvo a dar permiso!

Hasta hoy me doy cuenta de lo importante que fue la tierra para nuestra generación. Nuestras espaldas se endurecieron de tantas noches dormir abrazados a ella; ahogó los sollozos infantiles que el miedo a la oscuridad o a la realidad nos provocaba y que era impensable externar a los adultos; sirvió para cicatrizar las pequeñas heridas que el paisaje y la imprudencia nos provocó; aún hoy veo con orgullo varias de ellas en mi cuerpo.

Igual, construimos caminos, cuevas y túneles para nuestros improvisados juegos, que fogones para cocinar nuestra sobria dieta.

Desayunos de café, tortilla y sal. Sal para hacer intenso el sabor de la frugal comida, sal para mitigar el ácido sabor de las frutas silvestres, de los abundantes cítricos; sal para dar sabor a las últimas tortillas, cuando el guiso había sido insuficiente.

No sabíamos de un mundo más allá de nuestro páramo, a no ser por la radio, que nos despertaba con folklóricas canciones y acompañaba nuestras labores escuchando a Kalimán, Chucho el Roto y Tres Patines.

Ignorábamos que más allá del río y las palmeras había más cosas por descubrir, otras formas de vivir. Qué bueno que lo ignorábamos, porque así no tuvimos más opción que considerarnos totalmente felices, con lo poco, lo mucho y lo menos.

Nada nos faltó. Recibimos todo lo que el entorno y nuestros padres pudieron darnos, No sé si fue mucho o fue poco, pero con orgullo puedo decir que nos dieron todo, no se quedaron con nada. Y eso es suficiente para obligarnos a agradecimiento eterno y compromiso perene por conservar lo bueno y superar los retos de esa mítica y entrañable infancia.

2. Sudores y Fatigas

Nuestros días iniciaban muy temprano; la luz del sol venía a descubrir varias faenas ya concluidas por nosotros. Aun así, nuestros padres dejaban el descanso más temprano. No recuerdo haberlos visto nunca dormidos al despertarme yo, o antes de acostarme. Siempre creí que tenían súper poderes para no cansarse, no sentir hambre, no enfermarse, no llorar, no rendirse. Eran duros, fuertes y eternos, como la madera del barcino y granadillo.

Apenas abrir los ojos, de manera automática, inmediata y coordinada cada quien iniciaba sus tareas. Preparar las mezclas de maíz y alimentos para los cerdos, según fueran lechones, sementales, engorda o hembras paridas; meterse a lavar los chiqueros era una hazaña digna de valientes y por demás arriesgada. Sin embargo, a los 6 o 7 años había que enfrentarse a marranos de más de 120 kilos, con malas mañas y feroces intenciones, o a lechones juguetones y molestos que todo lo complicaban. Al final, chiqueros limpios, marranos limpios y con la panza llena, y nosotros con no tan buenos resultados, enlodados, mordisqueados y «perfumados».

Mis hermanas, a lavar nixtamal, llevarlo al molino, encender el fogón… mi mamá, en todas partes, a todas horas, era omnipresente; todo veía, todo escuchaba, todo corregía.

Ir por agua para bañarnos, hasta el panteón, al aguilote o con Doña Chuy, La Perica, o si teníamos suerte (casi nunca) con Doña Jovita, La Cotorrona, fue una rutina que se repitió durante casi quince años, ya que este servicio no estaba disponible en nuestras casas.

Y después del baño a “jicarazos” con agua fría, a las 7 de la mañana, el frugal desayuno, la torta de frijoles para el recreo, y a la escuela. Bañados y peinados. Ahí nos esperaban los maestros, que de formas diversas intentaban darse a entender y transmitir sus enseñanzas. Unos con gran profesionalismo y evidente vocación; otros, con métodos rudimentarios y limitadas capacidades; unos y otros muy respetados y con autoridad y poder absoluto sobre todos sus alumnos. Algunos nos inspiraron y proyectaron a mejores horizontes; otros, tristemente cortaron alas, truncaron sueños y sepultaron vidas.

Las tardes, al regresar de la escuela, eran por demás intensas. Cargadas de obligaciones y responsabilidades. Acarrear leña, desgranar maíz, moler, encender fogones y cocer el nixtamal; barrer, lavar trastes, limpiar frijoles, hacer tareas, ir a investigar a la biblioteca, acarrear agua, ir por estopas para hacer humo y espantar a los zancudos…

Dos o tres días a la semana, mi mamá metía ropa sucia en costales y formábamos una pintoresca procesión para ir a lavar al Rio. Era un recorrido de dos kilómetros aproximadamente por una vereda que corría paralela a la carretera, luego descendía a un costado del Cerrito de la Cruz entre huizaches, higuerillas, calabacillas y todo tipo de maleza hasta las vías del tren. Y continuábamos por la brecha que usaban los camiones que sacaban arena y grava del río, hasta llegar abajo del Puente Negro.

Mientras mi mamá y mis hermanas lavaban y tendían, yo apenas tenía tiempo de refrescarme y curar los raspones, golpes, espinadas, cortadas y calambres que tan largo recorrido me causaba.

El regreso era tortuoso. Cansados, ellos cargando los costales con ropa mojada, yo con la extraña sensación de angustia que siempre me ha causado el crepúsculo; mi mamá, enojada y preocupada, no dejaba de repetir por todo el camino el sinfín de tareas que tendríamos que realizar al regresar a casa, ya con la noche encima.

Creo que, de esta forma tan ruda, nuestros padres, sin ser psicólogos ni pedagogos, nos educaron en la cultura del esfuerzo, nos inculcaron valores y enseñanzas a través del ejemplo vigoroso. Ellos siempre al frente, ellos haciendo más, mucho más con los escasos recursos y el tiempo limitado. Robando horas al descanso, nutriendo su debilidad con la carga de la responsabilidad. Nos enseñaron a enfrentar nuestras realidades y necesidades con dignidad; a ser autosuficientes por medio de la superación y el ahínco; a cumplir sueños y metas, a pesar del cansancio y las adversidades; a buscar mejores oportunidades con brío.

Nuestros padres y abuelos, hombres y mujeres forjados por el sol, el sudor, el dolor callado, el sufrimiento oculto, el orgullo enhiesto, valor ejemplar y dignidad inquebrantable. Nuestro respeto, reconocimiento y agradecimiento eterno.

3. Fantasías y Festines

Compartiendo estas imágenes con mis hermanos, cómplices indelebles y testigos infalibles de estas vivencias, hacen la oportuna observación de que ciertamente nuestros días estaban saturados, anegados y casi desbordados, pero aun así, providencialmente, podíamos convertir todos esos momentos en emociones y fantasías que anestesiaban nuestros cuerpos y hacían ascender nuestras conciencias a niveles místicos, lo que ha permitido que todos esos «ayeres» hayan trascendido hasta nuestros días como bellos recuerdos, grandes experiencias y un andamiaje de creencias, principios y valores que conforman nuestra identidad individual y esencia personal en el presente.

Cualquier joven mira hoy con indiferencia, enfado o hastío el ruidoso paso del tren, siendo este diario acontecimiento lo que en nuestros tiempos marcaba horarios y nos hacía correr presurosos hasta la esquina más próxima, para mirar con rumbo al mar y decir adiós a los pasajeros del tren de las seis de la tarde o contar con emoción los vagones del tren de carga que pasaba a las cuatro de la tarde. Y cuando se escuchaban las campanas y el silbato del tren de las siete de la mañana, había que apurarnos a terminar los quehaceres matutinos, para alcanzar a salir a comprar los bolillos al panadero que pasaba. Era emocionante ver pasar el tren mientras nos bañábamos y atrapábamos chacales, guisarapos, maromeros y chiguilines en el río. Ahí hasta podíamos decirle adiós al maquinista, y él nos contestaba el saludo alegrando enormemente nuestro día.

Los continuos viajes al río eran aprovechados para ir «guzgueando» o «langareando» todo tipo de frutillas y hierbas que, ante la escasez de golosinas, constituían un manjar para nuestro paladar. Las ciruelas de doña Santa, los manguitos tiernos de doña Mary, los tamarindos verdes y sus hojas tiernas, los retoños de los ciruelos, todo eso con limón y sal. Guajes, guamúchiles, pepinitos y un sinfín de cosas que solo nosotros éramos capaces de probar y nuestro estómago de digerir.

Por las tardes y los fines de semana, nos la ingeniábamos para jugar con los vecinos del barrio, que se contaban por montones. Los juegos eran simples, aún persisten, aunque poco se practican y han sido reemplazados por otras actividades más acordes con las circunstancias familiares y el entorno.

Casi todos eran juegos de equipo, lo que fortalecía la competencia, la convivencia y también la marginación. Las calles se convertían en canchas de juegos y campos de batalla. Los papalotes coloreaban el cielo y llevaban cartitas a nuestros seres queridos distantes o fallecidos.

Apenas oscurecía y empezaban a encenderse fogatas donde se empezaban a contar anécdotas de dudosa veracidad, se fraguaban conspiraciones contra «la banda» de la otra esquina; historias de terror que seguramente esa noche nos quitarían el sueño y hasta se empezaba a apreciar el olor a pepena asada. Seguramente El Callo o los hijos de Doña Lucía habían traído tripas del rastro y las estaban asando en la esquina de más arriba.

Las visitas a la casa de la abuela Cele implicaban sólo pasar por abajo del alambre que marcaba el límite de nuestras casas. Desde muy temprano empezaba a tortear y a tostar montañas de chiles en el comal, para terminar su tormentoso destino en un enorme molcajete. Pero, para merecer ese festín de sopes calientes con chile incomible era indispensable ayudar al abuelo Chuy a recoger varias cubetas de nances, barrer el enorme patio, darle de comer a los patos, palomas y conejos y demás labores extravagantes que se le ocurrieran, según el humor con el que se haya levantado el viejo.

Si lográbamos orientar adecuadamente la oxidada antena aérea, podíamos ver sábados del trece, o una película de Cantinflas, o Candy, en la vieja televisión blanco y negro que necesitaba dos golpes para encender y otro cada vez que se empezaban a ver estrellitas o relámpagos en la pantalla.

Cuentos y canciones de Cri Crí, Caperucita Roja, Blanca Nieves, La Cenicienta y La Bella Durmiente eran los únicos contenidos con los que nuestra imaginación infantil se nutría y construía los castillos y los paisajes en que soñábamos vivir; los príncipes, héroes y villanos en que nos queríamos convertir para conquistar a la princesa con la que formaríamos una idílica familia, mientras nuestra realidad nos mantenía unidos a esos parajes, hasta que fuéramos capaces de emprender hacia otros destinos en la dirección y proporción de nuestros esfuerzos y de la fuerza con la que esas fantasías nos impulsaran hacia mejores horizontes.

4. Sombras y silencios

Esta tarde, desde el privilegiado rincón donde estos recuerdos toman forma, observo un atardecer tan maravilloso como indescriptible a través de estas letras. Es un crepúsculo que el verano ha pintado con tonos rojizos y dorados, contrastando con girones de nubes grises y plateadas, despojos de una tormenta mañanera; y de fondo, montañas violáceas a lo lejos y esmeraldas si vuelvo la vista al lado del volcán.

Seguramente, dentro de unos momentos todo será negro y silencioso. Y el Creador iluminará nuestro sueño con incontables luciérnagas celestes y la quietud será suavemente quebrantada por la sinfonía de las aves, ranas e insectos nocturnos, y uno que otro fantasma de esos que de forma inexplicable invaden nuestros sueños vagabundos y nos llevan por los extraños y caprichosos caminos del subconsciente humano.

Hasta hace pocos años, el ocaso era siempre el presagio de angustias y pesares que durante décadas me persiguió. Fue recientemente que con la ayuda de una amiga muy profesional, pude conocer el origen de esta persistente sensación, llevándome hasta los primeros años de mi vida y hasta los nostálgicos momentos y lugares donde tanto disfruté de mi existencia.

Y es que, cuando la luz del sol empezaba a extinguirse, era el momento inexorable en que debíamos rendir cuentas a nuestros padres. A esa hora, el cuerpo estaba cansado ya y los corazones con un sinfín de emociones de todo tipo acumuladas durante el día. Era muy común que aun quedaran bastantes labores por concluir y tanto las fuerzas como la luz menguaban. Y es que la cantidad de obligaciones y las inevitables distracciones en juegos y travesuras, siempre nos llevaban a este incómodo momento.

Después de concluido todo esto, era momento de apaciguar las emociones y dejar que el cansancio nos llevara al profundo reposo. Pero en aquellos lugares, en las faldas de los cerros, cerca del mar y de la vegetación propia de estos climas, las noches son calurosas, invadidas por un sinfín de sonidos y el sueño es amenazado por las nubes de zancudos que dificultan el descanso. Nuestras mentes atormentadas por las emociones del día empezaban a percibir voces grotescas y sonidos fantasmales en los cantos y aullidos de la fauna circundante.

Las historias y leyendas que tanto escuchábamos hacían que las sombras de la noche tomaran formas de monstruos y verdugos amenazantes.

Los gritos de algunos vecinos que, de forma violenta, pretendían hacer valer las razones que el alcohol les inspiraba, venían a acrecentar ese sufrimiento nocturno.

Una experiencia poco deseable era la necesidad de salir al baño por la noche, ya que siempre se construía fuera de la casa, al fondo del patio y la ausencia de la luz eléctrica complicaba todo (peor si era una noche lluviosa).

Todo eso hacía de cada alborada una verdadera resurrección. Los cantos de los gallos y la lumbre de los fogones llenaban nuestros corazones de gozo. Temíamos más a la oscuridad y a los sonidos nocturnos que a las agotadoras faenas y a la férrea disciplina que nos presentaba el día.

Esta imagen en blanco y negro no es un reclamo, una queja ni nada parecido. Recuerdo un retrato que colgaba de una cerca de venas de palapas en la casa de mi abuela Cele, en donde los tonos grises y negros daban forma a tres rostros juveniles con la belleza de la mujer de los años 60’s y 70’s. Igual que los paisajes se forman con colores suaves, fuertes, negros y grises, y las sinfonías adquieren armonía al conjugar sonidos abruptos, violentos y apacibles, los manjares son el resultado de la combinación de sabores amargos, dulces, ácidos y exóticos. Así la vida adquiere su valía y emotividad de la consonancia de todas y cada una de las vivencias que a lo largo de nuestra existencia experimentamos.

Gabriel Valdovinos Vázquez (Colima, 1970). Escritor. El relato anterior forma parte del Libro Jubileo, libro aún no publicado por ningún medio impreso o digital.