El tren

Paula Busseniers

Arte: Erika Santinelli 

Apenas logró subirse al tren cuando el jefe de estación empujó con fuerza la puerta tras de ella, chifló enérgicamente y dio el banderazo al maquinista para exigir la salida del ferrocarril. Hilda se desplomó en la primera banca junto a la puerta, aliviada por estar a salvo de la tormenta. Su cabello y su ropa chorreaban copiosamente. Se quitó los lentes y tanteaba el interior de su bolsa en busca de un pañuelo seco para limpiarlos, pero sus manos estaban demasiado heladas, sus pies entumidos y ella al borde del colapso. 

Había salido muy tarde del trabajo toda la semana. “Gracias al cielo”, pensó, “que mañana es sábado y podré quedarme en casa”. Intentó en vano acomodarse en el duro asiento. Percibió que viajaba en dirección opuesta al movimiento del tren —cosa que no le agradaba—, pero estaba demasiado exhausta para levantarse y cambiarse de lugar. Miró por la ventanilla con ojos ausentes. La lluvia golpeaba sin tregua al tren que ahora traqueteaba ruidosamente por los rieles. Hilda notó lo austero —y lo excesivamente viejo— del interior. Las bancas eran duras y de madera, en vez de los acojinados asientos en que viajaba por las noches, cuando regresaba a su pequeña ciudad. Le pareció extraño que el vagón estuviera fragmentado en compartimentos aislados y muy estrechos. No veía a más pasajeros. “Tal vez ni siquiera hay otros pasajeros”, pensó, mientras el cansancio iba superando ya sus débiles intentos para seguir despierta. Apoyada contra la dura división de madera, su cuerpo se fue aflojando y, pronto, Hilda se quedó dormida. Su cabeza bamboleaba de un lado a otro con los rítmicos movimientos del ferrocarril, que ahora iba aceleradamente por la oscuridad de la campiña. A ratos, su cabeza se desprendía del sostén de madera para caer bruscamente hacia delante, antes de acomodarse de nuevo. Un observador con imaginación hubiera pensado que era un malévolo juego de ping pong.

Cuando, con un ruido ensordecedor, el tren frenó largamente, Hilda se incorporó con brusquedad y miró su reloj. Era casi medianoche. Un relámpago iluminó el paisaje: estaban en medio de un bosquecillo. Alarmada, se acercó a la ventanilla, pero se distrajo por el reflejo de lo que parecía una sombra. Instintivamente, giró la cabeza: no había nadie alrededor suyo. ¿Entonces, la sombra provenía de fuera del vagón? Esforzándose para distinguir alguna figura, Hilda acercó su rostro al cristal pero sólo pudo reconocer un espeso bosque de pinos.

¿Por qué es todo tan lúgubre?, se preguntó al recordar, de pronto, que no había visto ningún otro pasajero. Ni en el vagón, ni en el andén, antes de abordar. Sólo había escuchado unas voces apagadas que parecían venir de muy lejos, tal vez de otro mundo. Esos hilos de voz se habían transformado súbitamente en risitas casi nerviosas. Hilda se inquietaba cada vez más. No estaba segura si realmente existían esas voces o sólo parloteaban en su mente. Un pánico absurdo, como un ente amenazante e irracional, le asediaba. Respiraba con dificultad. En su mente se estacionó una espesa neblina que ya no la dejaba razonar. Hizo unos débiles intentos para pedir auxilio, pero su lengua yacía seca en la cavidad de su boca y no lograba emitir sonido alguno. ¿Quién la oiría así?  

Súbitamente, como si viniera en su auxilio, el tren arrancó de nuevo, sin aviso previo, y casi de inmediato rodó por la vía como un caballo al galope. Hilda, que no había anticipado la repentina sacudida, se golpeó contra el cristal y fue a dar al piso. Le escurría sangre de la nariz e instintivamente volvió a buscar su pañuelo en su bolso. Temía que no parara de sangrar.

Hilda yacía ahora en un rincón, hecha un ovillo. No había comido ni tomado líquido alguno en muchas horas. Aturdida, se le figuraba escuchar sonidos amenazadores que le recordaron a las ratas que muchas veces vio correr de una alcantarilla a otra cuando caminaba cerca de la estación en la capital. Esos roedores le daban asco. Movía frenéticamente los brazos para defenderse de los malévolos animales que ya sentía cerca. La sangre se agolpaba en las sienes, su vista se hizo borrosa. Afuera del alocado tren, el aguacero seguía inundando la vía y relampagueaba y tronaba como en el mismísimo infierno.

Cuando al fin paró el tren, la rodearon una pareja de ancianos vestidos de negro y dos niños escurriendo mocos. Quería indagar dónde estaba y qué había pasado, pero ellos no entendían sus balbuceos e Hilda tampoco los comprendía a ellos. Quiso levantarse, pero sintió un agudo dolor en la cabeza y desistió. Escuchó la sirena de lo que parecía ser una ambulancia. Entonces supo que estaba en graves problemas. Llegaron dos hombres altos y flacos con una camilla rudimentaria. En medio de un súbito silencio y sin misericordia la dejaron caer sobre la dura madera. Hilda estaba demasiado exhausta para protestar. Advirtió que el cabello y el bigote de los hombres eran del color de la paja recién cortada y que sus ojos, en cambio, relampagueaban grises y fríos como el acero. Mientras, a paso veloz, fue llevada fuera de la pequeña estación de ferrocarril a un auto de un modelo muy antiguo, tal vez de la época de sus bisabuelos. La empotraron ahí dentro, con todo y camilla, activaron la sirena y se enfilaron a un destino incierto por un camino de piedra lleno de baches. Hilda esperaba que la llevaran a un hospital. En el largo trayecto, los camilleros encendieron unos cigarrillos y echaban grandes bocanadas de humo, de un olor repugnante. A ratos se reían torpemente mientras tomaban largos tragos de una botella oscura.

Cuando llegaron a su destino, nadie preguntó el nombre de Hilda ni tomó su registro. De inmediato la desnudaron por completo y la vistieron con una camisa de fuerza. Después la abandonaron en medio de un enorme patio de pura piedra con hombres y mujeres deambulando. Al ver a la recién llegada, éstos se abalanzaron sobre ella, la tocaron ávidamente, hurgaron su cuerpo con sus uñas largas y algunos individuos hasta pelearon por ella. Mientras tanto, Hilda hacía inútiles esfuerzos por recordar en qué andén había subido al misterioso tren. De lo único que tenía certeza era que no la había conducido a lo que ella creía su hogar.

Paula Busseniers (Leuven, Bélgica, 1947). Traductora y poeta. Fue co-traductora de Huesos de Jilguero, antología poética de Janet Frame (Universidad Veracruzana, 2015) y algunos de sus textos han aparecido en publicaciones como: La Palabra y el Hombre, La Coyolxauhqui y Tema y Variaciones de Literatura, de la Universidad Autónoma Metropolitana, entre otros.