De otras vidas que la mía

Jorge Volpi

Arte: Mariana González

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“Emmanuel y yo estamos vinculados por un contrato que lo obliga a obtener mi consentimiento para utilizarme en su obra.”

El 29 de septiembre de 2020, la periodista Hélène Devynck publica en Vanity Fair un texto —un derecho de réplica— ante la inminente distribución en librerías de Yoga, el último libro de su exesposo, Emmanuel Carrère.

Y prosigue: “Yo no aprobé el texto tal como apareció. Si no los demandé judicialmente, el autor y su editor no ignoran ninguna de mis tribulaciones ni mi determinación para que este contrato se cumpla.”

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En teoría literaria suele hablarse del contrato que se establece entre un autor y un lector para fijar los términos de lectura de una obra: más extraña es la firma de un contrato —muy real y nada simbólico— entre un personaje y un autor.

Y aún más insólito resulta que el personaje demande al autor por no haberse ceñido a dicho contrato.

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Tras la publicación hace justo veinte años de El adversario, el libro donde, más que narrar la vida de Jean-Claude Romand —el recalcitrante mentiroso que asesinó a su familia para no ser descubierto—, cuenta cómo su propia vida se entreveró con la del criminal, Emmanuel Carrère anunció que abandonaría definitivamente la ficción.

Desde entonces, el escritor francés ha repetido en decenas de entrevistas y artículos que ya solo escribe novelas sin ficción, también llamadas novelas de hechos reales o, según su propia formula, novelas documentales.

Es decir: novelas cuyas tramas no derivan de su imaginación, sino de su propia vida y, evidentemente, de las vidas de quienes se cruzan con la suya.

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En 2009, Carrère publicó D’autres vies que la mienne, y traducida al español como De vidas ajenas. Más literalmente, sería: De otras vidas que la mía o De otras vidas además de la mía. Su título establece ya el problema central de quien escribe novelas autobiográficas, con o sin ficción: resulta imposible contar la propia vida sin las vidas de los demás.

¿Qué derecho tiene alguien a contar esas vidas ajenas que se mezclan con la propia? ¿Habría que establecer un límite ético a la hora de contar —esto es: de exponer— a quienes nos rodean?

Quien escribe una autobiografía o una novela autobiográfica, ¿estaría obligado a consultar a las personas reales que aspira a convertir en personajes a fin de obtener su consentimiento?

¿Y qué ocurre si éstas se niegan a darlo?

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“Durante los años que vivimos juntos”, prosigue Devynck en su derecho de réplica, “Emmanuel podía utilizar mis palabras, mis ideas, sumergirse en mis duelos, en mis penas, mi sexualidad: era amoroso y la opinión que solicitaba sobre sus libros me aseguraba que mi persona estaba representada de una manera conveniente para los dos.”

La ruptura transforma ese contrato tácito —y amoroso— en uno explícito —e inapelable—: “Nuestro divorcio, en marzo pasado, movió las cartas. Él estuvo de acuerdo y lo materializó en un compromiso reflexionado con madurez: yo podía estar segura de que ya no sería escrita en contra de mi voluntad a lo largo de toda la duración de su propiedad literaria y artística.”

Las itálicas son mías.

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Fragmentos de un discurso amoroso (y legal), a la manera de Barthes

Mientras estamos enamorados, consiento que me utilices: que te apropies de mi cuerpo, de mi identidad y mis ideas, que me escribas, que me exhibas. Pero cuando ese amor ya no existe, todo lo anterior te está prohibido. Y puedo llevarte ante la justicia si incumples tu obligación.

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¿Por qué un escritor que desde hace veinte años solo se dedica a escribir sobre sí mismo y sobre quienes lo rodean acepta firmar un contrato que le impide valerse de la materia prima de su trabajo?

¿Se trató de una baza en medio de esas desgastantes negociaciones entre las parejas que se separan? ¿Puedes quedarte con la casa en la Provenza y la vajilla, pero no escribir sobre mí sin mi consentimiento explícito a lo largo de toda la duración de tu propiedad artística y literaria?

¿O sería, más bien, una prevención del autor frente a una demanda que, sin esta ominosa cláusula, de todas maneras no tardaría en llegar?

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Una de las reglas básicas de una novela sin ficción, una novela de hechos reales —como la llamaba ese otro gran saqueador, Norman Mailer— o una novela documental es que los personajes han de ser bautizados con los mismos nombres que ostentan en la realidad. Si estos se alteran, nos deslizamos en otro terreno, no menos pantanoso: el del roman à clef o el de las novelas basadas en hechos o personas reales.

Al asumirse explícita y desafiantemente como novelista documental, Carrère se colocó la mordaza veinte años atrás: en su libro, Hélène Devynck solo podía llamarse Hélène Devynck.

En medio de su separación, Carrère se condenó a ya no poder nombrarla de ningún modo.

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Cambiar el nombre de la persona real en que se inspira un personaje es uno de los recursos más antiguos usados por los novelistas. En teoría, así el autor protege la identidad —y la intimidad— de dicha persona, aunque en realidad se protege a sí mismo de las posibles reacciones del retratado o la retratada: el desengaño, la frustración, la furia. O, de forma más extrema, una acción judicial en su contra.

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Se les conoce como delitos contra el honor: en casi todas partes las calumnias y las injurias se castigan con penas tanto pecuniarias como de cárcel. Se tipifican como aquellos dichos o expresiones que atentan contra el prestigio de una persona al acusarlas de delitos que no ha cometido o al lesionar su dignidad con afirmaciones que quien las profiere reconoce falsas.

Honor. Prestigio. Dignidad.

Las palabras bajo las cuales se parapeta la negativa a aparecer en la novela de alguien más. Y sobre todo en la novela de tu exmarido.

El derecho a la honra y el derecho a la intimidad contra el derecho a la libertad de expresión.

Y eso que, nada jurídicamente, el escritor denomina su libertad artística.

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Las anécdotas proliferan. June Miller, cuyo nombre de soltera era Juliette Edith Smerdt, hizo cuanto estuvo en sus manos —y su cuerpo— para que su esposo, Henry Miller, tuviera la libertad de dedicarse de tiempo completo a la literatura.

En Henry & June, la película de Philip Kaufman, hay una escena particularmente desasosegante: Uma Thurman, haciendo de June, le reclama a Fred Ward, su Henry, por el retrato desfavorecedor que él ha hecho de ella en Trópico de cáncer. ¿Es justo que ella, que debió entregarse a otro hombre para sufragar la vida bohemia de su marido, resulte tan cruelmente dibujada?

¿Rompió Miller un contrato que ni siquiera sabía que había firmado?

Honesta —o cínicamente—, Henry le respondió a June que en realidad había retratado “su alma”.

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Todos los escritores que hemos intercalado las vidas de nuestros seres cercanos en nuestras obras hemos vivido, en una u otra medida, lo que Henry y June. Por unos cuantos párrafos en un pequeño libro, mi madre se ofuscó y mi hermano dejó de hablarme por un tiempo.

A nadie le gusta verse retratado en un libro sin haberlo autorizado. En otras palabras, todos quisiéramos ser artífices de lo que podríamos llamar, provocadoramente, censura previa.

A veces, el retrato puede molestarnos porque no se ajusta con la imagen que tenemos de nosotros mismos. A veces, porque sentimos que se exageran o manipulan nuestros rasgos o historias. A veces, simplemente, porque a nadie le gusta que sea otro quien ventile nuestros secretos en público.

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¿Mi historia me pertenece solo a mí? ¿Soy el dueño de todo lo que me ha pasado? ¿Nadie más que yo tiene el derecho de contar lo que he vivido?

Pero, ¿qué queda de mí sin los otros?

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 “Mientras él negociaba”, continúa Hélène Devynck, Emmanuel “me escondía que hacía un retrato de mí. Me di cuenta solo unos días después de la firma del contrato cuando recibí el manuscrito de Yoga acompañado de este mensaje: ‘Que yo escriba libros autobiográficos no debe ser una sorpresa para ti. […] Este relato sería incomprensible si yo no dijera nada del contexto.’ El contexto, en este caso, era yo.”

El contexto somos todos.

En efecto, ¿puede uno borrar el contexto de su propia vida, quedarse solo con la forma y disolver —o escamotear— el fondo?

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El 3 de octubre, en Libération, Carrere le contesta a su exesposa: “Cuando le entregué el texto, ella me dijo que no quería aparecer —ni ella ni nuestra hija, de la cual yo no hablé más que para decir, simplemente, que tengo una hija y que la amo.”

El novelista insiste en que él sí quería que ella apareciera, al menos para agradecerle su compañía durante su larga y aciaga depresión.

Añade: “En ese estadio, pensé que, por la voluntad de Hélène, el libro se había vuelto imposible. Estuve a punto de abandonarlo. Intenté escribirlo escudándome detrás de la ficción pura: cambiando los nombres, las profesiones, maquillándolas y añadiendo: ‘Todo parecido con personas existentes o que hayan existido es pura coincidencia’, ese tipo de cosas. Al cabo de diez páginas, abandoné la idea: sonaba falso, falso y deshonesto. Y después me acordé de ciertos libros que me formaron y que se organizan por completo alrededor de algo que se calla, de un lugar vacío, de la pieza faltante en un rompecabezas. […] Es así que se hundió, en el corazón de Yoga, esta elipsis que la torna, en ciertos lugares, enigmática: una mentira por omisión que yo explico en el capítulo intitulado ‘El lugar donde no se miente’.”

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Dos claves. La elipsis. Y el lugar donde no se miente.

Yoga comienza como un pequeño libro, «sonriente y ligero», sobre, sí, la práctica del yoga. Asiduo a ella desde hace décadas, Carrère se propone escribir un opúsculo divulgativo entreverado con digresiones y aventuras personales. Al momento de comenzarlo, nos dice, se halla en uno de los mejores momentos de su vida: es feliz tanto en la literatura como en su vida privada. Adora a su familia y a su pareja, con la que lleva trece años, aunque —ahora sabemos por qué— jamás la mencione por su nombre. 

De pronto, esa felicidad se resquebraja. Entendemos que, al final de su segunda estancia en un centro de yoga —la primera fue interrumpida por los atentados terroristas contra Charlie Hebdo—, el narrador se enamora de alguien más, una mujer casada a la que solo ve cada cierto tiempo en una habitación del hotel Cornavin y quien le regala una estatuilla de unos gemelos.

Tras una tórrida serie de encuentros clandestinos, la mujer de los gemelos le avisa que se mudará con su familia muy lejos de Francia. Carrère llora al saberlo, temiendo que va a morir, y comienza su derrumbe en la locura.

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Justo entonces, tras referirnos la dramática partida de la mujer de los gemelos, Carrère incluye el capítulo en el que intenta explicarnos lo que vendrá a continuación: “Tengo una convicción, una sola en lo que se refiere a la literatura que yo practico: es el lugar donde no se miente. Es un imperativo absoluto, todo lo demás es accesorio, y pienso que siempre me he ceñido a este imperativo. Lo que escribo quizás sea narcisista y vano, pero yo no miento.”

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En su derecho de réplica, Hélène lo contradice: “Emmanuel propone a sus lectores un pacto de verdad: La literatura es el lugar donde no se miente’, escribe. Afirma, por su propia cuenta, que deslizó ciertas omisiones para preservar a sus personas cercanas. En lo que respecta a mí, no tuvo esa consideración, salvo si se considera «consideración» las consecuencias de obligaciones contractuales que solo han sido parcialmente respetadas. Para cuidar a sus personas cercanas, elementos de ficción habrían sido voluntariamente introducidos aquí y allá. Estos permiten a la vez transformar una restricción jurídica en autoglorificación y hacer un guiño a los jurados del Goncourt que prefieren recompensar novelas en vez de testimonios de vida. La sinceridad prometida al lector quedaría entonces obliterada por las invenciones, no siempre señaladas, pero justificadas por las preocupaciones de los otros.” 

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El 6 de octubre de 2020, poco después de la publicación del derecho de réplica de Hélène Devynck, la Academia Goncourt anunció la lista de semifinalistas de su premio. Carrère, incluido en la lista previa y considerado como uno de los favoritos, quedó descartado.

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Derecho y literatura tienen una larga historia de encuentros y desencuentros. Y más en Francia. De la censura a Madame Bovary y a Las flores del mal al affaire Dreyfuss. Aun así, no deja de sorprender cómo la jerga jurídica reemplaza a la literaria en todos estos intercambios.

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A mi amigo, el novelista Eloy Urroz, solemos decirle, medio en broma y medio en serio, el Dios de la Verdad. Su poética, afirma, es la misma de Carrère: la literatura es el lugar donde no se miente. Con esa idea, escribió La mujer del novelista: un título que también podría convenirle a este ensayo. Curiosamente, a él no parecen incomodarle las mentiras de su colega francés. Quizás porque él jamás se ha atrevido a ponerle los nombres reales a los protagonistas de sus ficciones autobiográficas.

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Prosigue Hélène Devynck: “Este relato, presentado como autobiográfico, es falso, arreglado para servir a la imagen del autor y totalmente extraño a lo que mi familia y yo atravesamos a su lado”.

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“Cada libro impone sus reglas”, escribe Carrère en Yoga, “que uno no fija desde antes, sino que descubre poco a poco. Yo no puedo decir de este lo que orgullosamente he dicho de muchos otros: ‘Todo es cierto’. Al escribirlo debí desnaturalizarlo un poco, trasponer un poco, borrar un poco, sobre todo borrar, porque yo puedo decir sobre mí lo que quiero, incluidas las verdades menos halagadoras, pero no sobre los otros. No me arrogo el derecho y no tengo en el fondo ganas de contar una crisis que no es el objeto de este relato, es por ello que voy a mentir por omisión e ir directamente a las consecuencias psíquicas e incluso psiquiátricas que esta crisis tuvo sobre mí, y solo sobre mí.”

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Este es el párrafo más extraño —y contradictorio— de Yoga, y acaso de toda la obra de Carrère desde que abandonó la ficción hace veinte años. Durante todo este tiempo, no ha hecho otra cosa que escribir sobre sí mismo, sin duda, pero también sobre los otros: su vida y las vidas ajenas de quienes lo han rodeado. Pero no es sino ahora, en lo que suena como un acto de contrición cristiana —en El reino habla suficientemente de su deriva católica—, cuando afirma que puede decir lo que sea sobre sí mismo, incluso las verdades menos halagadoras, pero no sobre los otros.

Si esta afirmación fuera cierta, no existiría ninguno de los libros que Carrère ha escrito en estos veinte años. Escribir novelas autobiográficas significa, por fuerza, escribir sobre los demás. Es decir: escribir sobre los otros desde la perspectiva única del autor —que siempre puede resultar poco halagadora para quien se ve retratado—.

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Decir sin decir. Es lo que intenta Carrère, dificultosamente, en este párrafo. Como no puede decir que su crisis deriva de la ruptura con Hélène Devynck, porque se ha comprometido por contrato a no mencionar siquiera su nombre sin su autorización, dice que, de pronto, no puede escribir sobre los otros.

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Desde hace veinte años, Carrère ha contado todo lo que ha pasado de importante en su vida. Esta vez está impedido para hacerlo: no puede contar la causa de su crisis. Pero ello no es porque esta no sea la materia de su relato, o porque de repente le haya surgido un prurito a la hora de escribir sobre los demás, sino, simplemente, porque él mismo se obligó a callarla.

Omitir su ruptura, borrarla, no es una decisión ética o artística, sino una intrusión de la realidad en su relato.

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En La mujer del novelista, Urroz se transfigura en un escritor con dos vidas paralelas: la que en efecto tuvo con su mujer y la que pudo haber tenido con una novia anterior con la cual al final no se casó. ¿Cuál es la auténtica mujer del novelista, la imaginada o la real?

En su momento, la entonces esposa de mi amigo se negó de plano a leer su fantasía. En vez de demandarlo o de querer imponerle un contrato, eligió un antídoto aún más doloroso para cualquier novelista: la indiferencia.

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El novelista, o al menos el novelista típico, aquel que escribe ficciones, es un mentiroso profesional. Nada que objetar. Pero, ¿qué hacer con uno que desde hace veinte años nos recalca que nunca miente y que, de la noche a la mañana, a mitad de su libro, nos confiesa que ahora sí va a mentir? ¿Y que nos dice que va a mentir para proteger a los otros —así, en general— cuando en realidad miente para no faltar a una obligación contractual?

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Si el entusiasta lector de Carrère se siente traicionado es porque se da cuenta de que ese párrafo no está dirigido a él —a nosotros— sino a su exesposa. Solo a ella. Se trata de una justificación y de una muestra de arrepentimiento: me has dicho que no puedo hablar sobre ti ni sobre nuestra crisis: bueno, aquí está, cumplo lo prometido.

Aunque al final, según Hélène, esto también sea falso.

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Una variante de la aporía de Zenón: el novelista que dice todos los novelistas somos mentirosos. Si es verdadero es falso y si es falso es verdadero.

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Carrère confiesa que algunos lectores le han reclamado que él, que siempre lo cuenta todo, no haya revelado en ningún momento de su novela no tanto su ruptura matrimonial como los términos del acuerdo suscrito con Hélène. La omisión se torna doble. No solo omite la crisis, sino también la firma del contrato que justo lo obliga a no hablar ni de ella ni de su crisis.

Carrère encuentra el modo de justificarse de nuevo: hablar del contrato hubiera significado violar el contrato. ¿Cómo pudo el novelista convertirse en personaje de este dilema borgiano?

Wittgenstein: De lo que no se puede hablar, mejor es callarse.

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A los lectores nos fascina la idea de corregir a nuestros autores favoritos. Sin duda, la posición de Carrère, a esas alturas, no era sencilla. ¿Cómo salir del embrollo en donde él mismo se metió?

Queda la sensación de que había un mejor camino, una ruta más honesta —un término que no se debería aplicar a ningún otro novelista, pero sí a Carrère— para confiarle a su lector lo que estaba sucediendo en el interior de su libro y de su poética.

Quien escribe novelas sin ficción siempre corre el peligro de que la realidad lo supere o lo invada. Justo así ha ocurrido: si el dichoso contrato buscaba asegurarse de que no se hablara de la crisis matrimonial, de que se la omitiera o se la borrara, ahora no se habla de otra cosa.

Nueva paradoja: el contrato buscaba el silencio y lo que Devynck y Carrère consiguieron fue el ruido.

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“Historia de mi locura”, la siguiente parte de Yoga, narra los meses durante los cuales Carrère padeció una severa depresión clínica, fue diagnosticado como bipolar y sometido a un tratamiento con electrochoques. Un relato que vuelve a resultar brillante, transparente y honesto.

Con una única salvedad: nunca entendemos, bien a bien, quién lo acompaña durante esos arduos días.

En sus cartas cruzadas, Emmanuel y Hélène parecen confirmar la presencia de ella a su lado, pero cada uno recuerda de ese periodo de manera diametralmente distinta.

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Hélène escribe: “Emmanuel hace una descripción complaciente de su enfermedad psíquica y sus cuidados. Fue hospitalizado en un servicio cerrado donde yo lo visitaba cotidianamente y del que él no tiene casi recuerdos. Sufrió electrochoques que yo no autoricé en un momento en que no era posible obtener su consentimiento. Los accesos de megalomanía bipolar apenas son evocados.”

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“No se lo reprocho”, le responde Carrère con cierta condescendencia. “Sé cuán difícil es para una persona real aparecer en un libro, pero también no aparecer. Todo lo que puedo decir es que, después de veinte años que escribo este tipo de libros, ninguna persona se ha lanzado contra mí —ni siquiera Sophie, la heroína de mi Novela Rusa, a quien realmente ofendí, y lo lamento hasta el día de hoy—. La primera y, espero, la última vez que ocurre, la paradoja es que viene de alguien cuya voluntad respeté y quien, por esta razón, más allá de una cita de un libro precedente, ha desaparecido, literalmente, del libro.”

A Carrère la falla la memoria. O ficcionaliza. O miente. Él mismo ha contado en numerosas ocasiones la grave pelea con su madre cuando reveló sus secretos justo en Una novela rusa.

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Al no poder mencionar siquiera el nombre de Hélène, Carrère se vale de una argucia. Une tricherie. Aunque ella le ha prohibido mencionarla en este libro, su acuerdo no es retrospectivo: cita entonces un fragmento de un libro previo, de esa época en la que ella le permitía usarla y escribirla amorosamente. 

Una triquiñuela propia de un abogado chicanero.

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Al lado de Carrère, el otro gran escritor autobiográfico es el noruego Karl Ove Knausgaard. De manera más meticulosa, si cabe, ha pergeñado miles de páginas sobre sí mismo —y sobre quienes lo han rodeado, incluyendo a su padre y a su esposa.

“Ya hice las paces con esos libros, pero en realidad estaba furiosa con lo que él escribió”, le confiesa Lina Bostrom Knausgaard a la periodista del Guardian Lisa O’Kelly. “Como escritora, respeto su derecho a usar su propia vida como material y, objetivamente, pienso que sus libros son muy buenos. Pero en un nivel personal estaba realmente enojada sobre cómo me miraba. Su visión era muy limitada, solo veía lo que quería ver. Es como si no me conociera en absoluto. Leyéndolo, sentí que sufría una pérdida. Ahora solo me pregunto si quizás es uno de esos escritores masculinos que realmente no pueden escribir sobre las mujeres.”

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En October Child, su novela más reciente, Lina narra, desde su punto de vista, el final de su matrimonio con Karl Ove.

En este caso, cada uno logra contar su propia versión de la historia. Que, como era de esperarse, no coincide.

En Mi lucha, Karl Ove afirma que su divorcio fue consensuado, por ejemplo. Lina escribe, por el contrario, que fue una decisión unilateral de él.

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Otra coincidencia entre las historias de Emmanuel y Hélène, por una parte, y Karl Ove y Lina, por la otra: tras su ruptura, esta última, diagnosticada como bipolar desde los 26, sufre un profundo quiebre psíquico y debe ser tratada con una terapia de electrochoques que, como Carrère, también narra en su novela. 

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En la tercera parte de Yoga, Carrère cuenta su salida del hospital psiquiátrico de Sainte-Anne. Para alejarse de la depresión, hace un reportaje en Irak que resulta intrascendente. Después, viaja a su casa de verano en la isla de Lesbos, en Grecia, de la que parte a otra isla, Leros, donde una mujer directa y expansiva, Frederica, también conocida como Erica, lo invita a hacerse cargo de un taller con jóvenes migrantes detenidos en su camino hacia Europa. Su contacto con ellos, a quienes dedica decenas de páginas, así como su estrecha y compleja relación con Erica, constituyen, según él, su regreso hacia la cordura.

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La versión de Hélène es muy distinta: “El lector puede creer que, después de Sainte-Anne, Emmanuel salió adelante en dos meses gracias al encuentro de las verdaderas desgracias de la vida, las de esos jóvenes refugiados atrapados en busca de una vida mejor en la isla griega de Leros. Los dos meses no duraron más que unos días, parcialmente en mi compañía. Pero, sobre todo, eso fue antes del hospital, antes incluso del diagnóstico sobre su comportamiento insensato mientras yo trataba, con todos los medios a mi alcance, de contener sus desbordamientos de agresividad. Un trabajo de reportaje me parecía una tabla de salvación para luchar contra las violencias de un ego despótico. El dilatado episodio se presenta como una salida de la depresión, un regreso a la vida. Lo contrario de la realidad”.

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En el capítulo titulado «El lugar donde no se miente», Carrère dice que, para proteger la intimidad de otros, es decir de su exesposa, se vio obligado a desnaturalizar un poco, a trasponer un poco, a borrar un poco.

Sostener que pasó dos meses en vez de unos días con los jóvenes emigrantes de Leros, y al lado de Erica y no de Hélène, difícilmente podría ajustarse a la idea de desnaturalizar o trasponer un poco.

Convertir un pequeño viaje previo a su depresión en un instante de salvación posterior a su locura se acerca ya demasiado a la simple y llana mentira.

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 “Ella es muy grande, un metro ochenta y cinco al menos, poderosamente construida, con un rostro anguloso e ingrato al que yo de inmediato le encontré la nobleza”. Así describe Carrère a Frederica/Erica, con quien convive a lo largo de toda su estancia en Leros hasta su misteriosa desaparición luego de abandonar la isla.

No es sino hasta el final de esta parte de Yoga que Carrère nos informa: “Ella desapareció en algún lugar a la izquierda del mundo… ‘Ella desapareció en algún lugar a la izquierda del mundo’: es el tipo de frase un poco cheesy, un poco falsa, que uno puede escribir, que uno puede estar tentado a escribir a propósito de un personaje de novela, el tipo de frase que normalmente yo cortaría desde la primera relectura, pero reflexionándolo bien prefiero conservarla y liberar mi conciencia confesando que Frederica es un personaje de novela.”

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Como en una mala novela policíaca, Carrère, deus ex machina, a fin de liberar su conciencia, después de habernos hecho convivir con Frederica/Erica durante decenas de páginas, nos confiesa que ella es un personaje de novela.

Una invención literaria. Un personaje ficticio.

Su justificación resulta indigerible: “Quiero decir: ella tiene un modelo lejano, con quien yo di unas clases en Pikpa, tuve una borrachera memorable y escuché la Polonesa Heroica de Chopin, pero todo lo demás es inventado. Eso es lo que pasa, fatalmente creo yo, cuando uno comienza a cambiar los nombres propios: la ficción toma el poder y, como decía Emmanuel Guilhen, es la puerta abierta a todas las ventanas.”

Y, por si fuera poco, solo a estas alturas nos hace otra confesión: “La mujer de los gemelos también es, en parte, un personaje de novela, y me gusta imaginarlas, a Erica y a ella, paseándose del brazo en algún lugar a la izquierda del mundo, algún lugar en el hemisferio sur, contándose sus vidas de personajes de novela.”

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¿Qué es esto? Muy simple: Carrère dejando de ser Carrère. O al menos el Carrère que conocíamos desde hace veinte años. El Carrère que orgullosamente abandonó la ficción, de pronto, la retoma.

Pero eso no es lo peor: nos ha hecho creer, durante casi 250 páginas, que sigue siendo el mismo. Que es el escritor que afirma: “Todo es verdad”, y que, cuando no puede mantenerse fiel a esta divisa, nos avisa previamente que a partir de este momento desnaturalizará y traspondrá un poco.

Y solo ahora nos enteramos que en realidad nos ha engañado, vil y arteramente, durante todas estas páginas.

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¿Puede un novelista cambiar su poética de un día para otro? Por supuesto. ¿Puede dejar de hacer lo que hacía, y lo que lo hacía tan peculiar y único, para hacer lo que hacen todos los demás? Sin duda.

Hélène Devynck, al final de su derecho de réplica, se hace unas preguntas parecidas: “¿Puede un autor jactarse de una libertad de creación en la cual él mismo ha fijado sus límites? ¿El artista famoso y admirado es un ser divinizado que, al contrario de los simples mortales, no quedaría obligado por sus propios compromisos?”

El novelista, lo sabemos, es un tirano. Las únicas reglas que sigue, o deja de seguir, son las que él mismo se impone.

Las leyes que el amor elige: otro título de mi amigo Urroz. Las leyes que el arte elige. 

Ello no significa, sin embargo, que su engaño a los lectores no vaya a costarle caro. Su juego y su trampa, su nueva tricherie, provoca una sola cosa: una honda decepción.

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“Lo que queda en el libro”, dice Carrère al final de su contestación, “es la traza de esa desaparición. Ese blanco, esa abertura, esa ausencia. Y pienso, pero eso solo me compromete a mí, que es a fin de cuentas la manera más justa de relatar el duelo por un amor que yo creí que duraría para siempre.”

¿Un amor que duraría para siempre?

¿Se refiere Carrère al amor por Hélène o al amor por las novelas sin ficción, las novelas de hechos reales o las novelas documentales a las que se dedicó en cuerpo y alma durante los últimos veinte años?

48

Cualquiera que haya leído los libros y artículos de Carrère a lo largo de estos veinte años debió haberlo sospechado: no es alguien en quien se pueda confiar. Desde El adversario hasta Yoga hemos constatado y tolerado sus veleidades, sus enamoramientos y desenamoramientos, sus infatuaciones tan repentinas como efímeras —sea con personas o con ideas—, su inconstancia.

Ingenuos o románticos, sus lectores y lectoras pensamos que a nosotros no nos iba a engañar.

Su traición no debería, en justicia, sorprendernos.

49

El matrimonio es un contrato. Cuando se rompe, los daños son irremediables. Al término del suyo, Carrère accedió a firmar otro. Que también rompió.

Paralelamente, el escritor incumplió el contrato que lo ligaba con sus lectores desde hace veinte años y que lo obligaba a no mentir.

Nosotros, sus asiduos lectores y lectoras, somos amantes despechados: no nos queda sino aceptar que Carrère no es, a fin de cuentas, sino un novelista como cualquier otro.

50

Adieu, Emmanuel: en verdad te deseamos lo mejor en tu nueva —o recuperada— vida como escritor de ficción.

Jorge Volpi (México, 1968). Escritor. Licenciado en derecho y Maestro en Letras Mexicanas por la UNAM, que obtuvo el Doctorado en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca, España. Ha sido miembro del Sistema Nacional de Creadores y becario de la Fundación Guggenheim, además dirigir el Canal 22 y el Festival Internacional Cervantino. Actualmente es Coordinador de Difusión Cultural de la UNAM. Entre sus publicaciones, se encuentra En busca de Klingsor (Seix Barral, 2003), novela que le dio reconocimiento internacional, por merecer, entre otros, el Premio Biblioteca Breve de 1999, y que ha sido traducido a varias lenguas. Este libro fue, además, el primero de su “Trilogía del siglo XX” compuesta también por El fin de la locura (Seix Barral, 2003) y No será la Tierra (Alfaguara, 2006). Después de ello, ha continuado escribiendo textos que le han reportado otros logros, como el premio Mazatlán o el Alfaguara de novela, pero también, en reconocimiento a su trayectoria literaria, el José Donoso en 2009, y condecoraciones como la Orden de Isabel la Católica, en España, o la de Caballero de la Orden de Artes y Letras, en Francia. Ha colaborado en diversos medios como el diario español El País, Proceso, Confabulario, Viceversa, Letra Internacional y Letras Libres.