Tu amigo el que salió en el periódico

Antonio Vázquez

Arte: Irene Barajas

Los velorios son horribles. Nadie quiere ir a una reunión donde todos se la pasan llorando. Nadie puede creer aún lo que le hicieron al Gordo, era el hombre más bueno del mundo, todavía ayer por la tarde lo vieron cheleando cuando cerró el negocio. En la madrugada unos culeros le destrozaron la cabeza a pedradas, dentro de su taquería. Ya desde hace un buen rato lo andaban cazando los narquitos de la colonia. Y por si todo eso no fuera suficiente, hoy en la mañana que me detuve en el puesto de periódicos a comprar un cigarro, me fijé en las portadas de los periódicos y reconocí en una foto el cuerpo del Gordo, ahí mero en la portada de El Metro con un titular que decía: «Uno de cabeza pa’ llevar». Hijos de su puta madre. 

Por lo menos traía sus tenis chidos. Es que ese Gordo luego se pasaba de lanza, era bien fodongo. Dentro de todo lo malo al menos se rescata que salió a la línea, bien arregladito, como pocas veces lo veías. Sin cabeza, pero arregladito. Cuando llegué al velorio me recibió su carnal, el Jairo. Le conté sobre la portada del periódico, ya se la habían enseñado unos amigos antes. 

A mí los que me preocupan son sus morritos —dijo—. ¿Qué va a pensar el Gordito junior si ve la foto de su papá todo lleno de sangre? Y luego ese chamaco que está bien pirado. La otra vez encontramos todos sus muñecos sin cabeza, que según estaba jugando a los ejecutados. Pinche morro loco.

Y hablando del rey de Roma, el Gordito hace su aparición, junto a su abuela y su hermana que todavía ni caminar sabe. Al notar la presencia de la señora, todos los asistentes abren paso, formando un camino directo hacia la caja donde descansa el cuerpo del Gordo. Mientras avanza, los conocidos del mercado, amigos y familiares abrazan a la Doñita, quien sigue con paso lento, pero firme, rumbo al cuerpo de su hijo, mientras encamina con dificultades a los dos huérfanos nietos.

Por fin se planta frente a su hijo. Explota en llanto y todos podemos ver cómo su corazón se parte en mil pedazos. Jamás imaginé verla así, deshecha. La líder de comerciantes más perra de la colonia, la que se le puso al pedo al diputadillo ese que quería cobrar renta a los locatarios de la colonia. La mujer más fuerte que conozco echa bolita, hundida en lágrimas.   

Todos se le fueron encima a la Doña para apoyarla y la hicieron sentarse. Bien paniqueados que estábamos porque la seño’ es diabética y capaz que el velorio se hacía al dos por uno. Aún sentada no paraba de llorar. Su carita se arrugaba entre sollozos por la pérdida de su hijo consentido, de su Gordo. Y en su dolor nos llevó a todos entre las patas. Se sintió un vacío que arrasó con todo el velorio. Nos cayó de golpe un veinte que aún no habíamos terminado de comprender: nunca más veríamos sonreír al Gordo. Chale. Tantos años de conocer a su familia y jamás los había visto así de tristes. 

En medio de la crisis, el Gordito hizo de las suyas. Se trepó por la escalera que da para la azotea de la casa y comenzó a gritar como desesperado, que iba a tirarse desde arriba si no le llevaban a su papá. Ni cuenta nos dimos cómo llegó tan rápido hasta arriba, condenado chamaco. ¡Bájate de ahí! Y el cabrón, nada que obedecía; al contrario, hacía la finta de que se aventaba. Y la abuela que hacía la finta que se desmayaba. Y ahí andaban, en una extraña danza entre que me aviento y me desmayo. Finta, desmayo, finta, desmayo. En vez de seguir gritando, me trepé como pude por las escaleras. A mitad de la quinta finta alcancé a pescar al Gordito por el brazo. Lo abracé hacía mí para apartarlo de la orilla con la firme intención de ponerlo como chancla por espantarnos, pero en cuanto lo tuve de frente se soltó a llorar en mi hombro. Sentí su pancita vibrar contra mi pecho mientras mi playera se llenaba de lágrimas y mocos. 

Terminado el drama, el Jairo me aparta hacia la cocina bien preocupado. 

—Llévate al Gordito al mercado, o dar la vuelta, que se distraiga tantito —me dice.

—Ah, y cuida mucho que este güey no sepa lo de la portada del Metro, te lo encargo mucho—. Me dio 200 pesos y, de paso, pidió un par de caguamas. 

Era un día soleado, sabroso. Los pájaros trinaban como si estuvieran de fiesta los muy hijos de la chingada. Cualquiera diría que era un día chingón, de esos para salir al parque a dar el rol con tu morrita, comprarle un helado y quedarse platicando en las banquitas. Pasamos junto a la plaza que rodea la iglesia y miré esa banquita donde el Gordo y yo nos íbamos a chelear por las noches, cuando éramos unos escuincles apenas un par de años más grandes que el Gordito. 

—Quiero ir a las maquinitas —La voz del niño interrumpió mi recuerdo. Ni siquiera me había dado cuenta que ya estábamos pasando junto a las maquinitas de Don Fausto.

—Ta’ bueno, vamos. 

Entramos al local, estaba vacío. Todavía olía a Fabuloso lavanda, señal de que tenía menos de una hora de que abriera. No había señas del Don, seguro andaba atrás atendiendo a sus perros o algo. Jalé al Gordito directo a la de King of fighters para darle unas clases, igual que lo hiciera con su papá cuando teníamos más o menos su edad, pero se soltó y fue directo a otra, que disque Maincraft, dijo. Pues ya qué, vamos a jugar esa. 

—Pero tú no puedes jugar, es para uno. 

—Oh, que la… Ta’ bueno, yo juego la de King of fighters. 

Y lo dejé jugando su Maincraft. Andaba bien clavado sacando unos combos cuando escuché ruido de bolsas en el cuarto trasero de las maquinitas, seguido de la tos seca ya muy famosa de Don Fausto. Por fin apareció, me saludó con cierta tristeza y me abrazó. 

—Siento mucho lo de tu amigo, chaval, sé que eran muy unidos —frotó con su manota mi brazo, tomó una paleta del mostrador y se apartó de mí en dirección al Gordito—. Eh, niñato, que mira lo que te han dejado las hadas por aquí, esta chupetina de regalo.

El Gordito tomó la paleta sin levantar la vista hacia Don Fausto, a quien pareció no importarle el desplante del niño, y se acomodó en la silla que tiene tras el mostrador, esa que queda justo frente a donde jugaba el Gordito. Sacó de su cajonera un periódico y comenzó a hojearlo. Miré el periódico y noté que era El Metro. ¡Verga! ¡La portada del Metro! Sin hacer ruido para que el Gordito no se diera cuenta, agité el brazo para llamar la atención del Don. Y nada, pues más fuerte le hacía. Nada. Y ahí andaba haciendo maromas, no se sabía si quería volar o bailar tectronic, cuando por fin el viejo levantó la vista y notó que trataba de llamar su atención. Le señalé el periódico, él hizo lo mismo y yo afirmé con la pura cabeza. Cerró el periódico con desgano y frunció el ceño. Sin decir palabra, miré al Gordito y le guiñé el ojo al Don, que parecía entenderme, aunque se notaba muy confundido. Se levantó del asiento y estiró el brazo para darle el periódico al Gordito. ¡No! Le grité tan fuerte que, seguro, me escuché en toda la cuadra. Corrí hacía él y logré interceptar el periódico para quedármelo. 

—Hombre, chaval, si querías el diario sólo tenías que pedirlo.

Me entregó el periódico y sacó un cigarrillo; me ofreció uno, pero decliné la invitación y procedí a guardar el periódico en mi chamarra para que no hubiera riesgo de que el Gordito lo viera. Por fin se aburrió el niño y nos marchamos del local de Don Fausto, que no nos dejó marchar sin antes darnos un abrazo efusivo con tremenda zarandeada.

El sol estaba en su punto máximo e hizo encabronar al Gordito. Es igual que el calor de Acapulco, dijo. Tengo que admitir que, contrario a su padre, el Gordito nunca me ha caído bien. Y sé que yo tampoco le caigo bien a él. Así ha sido siempre una relación más bien distante. Recuerdo que cada que trataba de cargarlo cuando recién nació, lloraba como si le estuvieran haciendo maldades. Desde que lo conozco sólo en dos ocasiones hemos pasado más de una hora juntos. Nuestro encuentro de hoy es la segunda vez (la primera fue en Acapulco). Nos escondimos los dos debajo de la palapa para evitar el sol mientras todos revoloteaban alrededor del mar. Al parecer lo único que tenemos en común el niño y yo es el odio mutuo por el sol. 

—Vente, vamos por un helado al parque para que se nos baje tantito —le dije. 

Traía los cachetes bien rojos. Se quejó de nuevo porque al menos en Acapulco teníamos el mar y la arena; aquí puro camión y gente mugrosa. La verdad me dio risa porque tiene razón, pero obviamente me hice menso para que no me viera reír. 

—Y si no te gusta el calor, ¿por qué andabas tan insistente aquella vez para que tu papá te llevara a Acapulco? 

—Pues, porque no lo conocía, pensaba que estaba más chido. Pa’ estar parado ahí como pendejo en el calorón mejor le digo que me lleve a Chapultepec. 

—Yo también conocí el mar cuando tenía más o menos tu edad, junto con el Gordo. Tu abuelo, que en paz descanse, nos llevó. Fue la primera vez de los dos. 

—Ah, chingá, pero si mi abuelo era bien pobre. Eso era lo que me decía mi papá siempre. 

—Tuvo que juntar todo el año dinero para cumplirle el sueño a su hijo, y lo logró. Hasta para llevarme a mí de gorrón alcanzó. A tu papá también le enojaba el calor, pero sus ganas de meterse al mar eran más grandes y siempre andaba ahí revoloteando. Su tío el Güero le decía que parecía cachalote encallado, pero a tu papá le valía madres, él se metía y se quedaba en el mar, como si fuera su propia casa.

—El tío Güero también me dijo que parecía cachalote, pero mi papá se metió y le dijo que él parecía pendejo por decirle eso a un niño. —Nos reímos. La risa dio pie a un silencio prolongado que duró hasta que nos terminamos las paletas. 

Ya hacía hambre, así que enfilamos en dirección al mercado. Llegamos y era un hervidero de gente. Olvidé que la familia del Gordo es bien conocida en la colonia, todo mundo preguntaba y nos recordaba sobre él. Trataban de disimular con alguna pregunta bien intencionada, pero en el fondo sólo era hambre de chisme. ¿Cómo está su familia? ¿Y doña Sara? ¿Es verdad que lo encontraron en la taquería? Esquivé como pude a la gente y sus preguntas. El Gordito iba perdido en su propio mundo, demasiado callado hasta para ser él. 

Llegamos al puesto de barbacoa del Gallo, un viejo amigo de la familia. Con una señal el Gordito y yo acordamos comer ahí mismo. Nos sentamos y ordenamos dos platos de consomé y tres tacos para cada quién, con su respectivo chesco. Para mí, una coca; para el Gordito, un Boing de mango. La comida llegó en menos de cinco minutos. Por fin, a comer.

El caldito humeaba un olor que me puso cachonda toda la nariz; los tacos con su grasita deliciosa y la coca helada, con la botella bien sudada. Todo iba perfecto, hasta que el Gordito dejó de lado su estado de calma para pasar al estado me encanta hacerla de pedo. Al muy huevón le dio flojera soplar el caldo y se lo mandaron muy caliente, según él. Y armó un desmadre. No paraba de decir en voz alta que su consomé estaba muy caliente, casi hirviendo. Que lo había pedido para comer hoy, no mañana. Y otro sin fin de frases que ya conozco de memoria, porque todas las aprendió de su padre. Es que ese Gordo era bien buena gente, menos cuando se trataba de la comida. 

El Gallo se acercó para calmar los ánimos pues sus clientes se alteraron por el escándalo del Gordito. Ofreció regalarnos la comida, pero el condenado Gordito siguió chingando. Traté de calmarlo y en mi intento, el niño estalló en cólera. Lo que comenzó como un berrinche terminó siendo su primer acto delictivo. La hija del Gallo, una niña güerita super linda, intentó calmar al niño a su modo. Acarició su pelo y le pidió calmarse. “Sóplale a tu caldo para que se enfríe… Mira, así como yo”. Después de soplar tres veces, tomó la cuchara para ofrecerle una probada. En cuanto lo probó, el Gordito le escupió toda la cucharada en la cara y le aventó el plato de consomé encima. Parecía que se le había medito el diablo.

—¡Ya viste como sí está caliente, pendeja! —le gritó el chamaco.

El Gallo olvidó la oferta, se puso bien alterado por el agravio contra su hija y comenzó a insultar al Gordito como si fuera adulto. 

—¡Párate, hijo de tu puta madre, a ver si tantos huevos! 

En cuanto me di cuenta que el berrinche iba en serio, traté de comer a prisa porque sabía que esto había terminado, pero casi se me fue el consomé por la nariz en cuanto escuché al Gallo de bravucón con el niño. Me enojé. Una cosa es que el morro sea un dolor de huevos y otra, muy distinta, es que cualquier hijo de vecino se lo quiera madrear como si fuera adulto. Me levanté de mi lugar, empujé y encaré al Gallo. Yo por el Gordito. Y que se arman los madrazos. Veinte años de amistad tirada a la basura por culpa de un consomé caliente. 

Terminé bien madreado. El Gallo, igual. Nos dijo que no se nos ocurriera pasar otra vez por ahí porque nos iba a plomear. Regresamos a la casa golpeados, hambrientos y sin caguamas; todo por culpa del berrinche de este cabrón. La única diferencia entre los dos era que yo iba con el hocico todo floreado y él como si nada. Y la neta no se me hacía justo que el méndigo chamaco se fuera limpio. Mínimo, me iba a escuchar a mí. 

—Mira, Gordito, yo sé que está de la verga que se te muera tu papá de un día para otro; se siente culero, te entiendo. Pero que se sienta así de mal no justifica que te andes queriendo desquitar con todo el mundo. Lo que le hiciste a la hija del Gallo no se vale. La pobre morrita nada más te quería ayudar. Tienes que aprender que la gente no tiene la culpa de lo malo que pueda pasarte. 

Por fin, detuvo su andar. Giró la cabeza y me vio fijamente para decir las palabras que me hicieron entender por qué se puso tan mal el Gallo: tú, cállate, pinche criado. No sé explicar el coraje que sentí, ahora era yo quien quería romperle el hocico al Gordito. Respiré una, dos y tres veces. Ya más tranquilo le pedí que en buena onda no me llamara así. 

—Eso eres, un pinche criado y mi papá era tu patrón. 

—Mira, cabroncito, sólo los ojetes se desquitan con otros por lo malo que les pasa. ¿Sabes por qué está mal ser un ojete? Porque a los ojetes los matan a pedradas.

Estaba tan enojado que recordé que traía en la chamarra el periódico que me regaló Don Fausto y se lo entregué al Gordito, esperando ver su cara de terror para darle una buena lección por culero. 

—¿Querías saber cómo se murió tu papá, no? Pues ahí tienes, ándale, velo tú mismo para que se te quite.

—«¿Y chi chocamos? Implantes matan a mujer tras explotarle en choque automovilístico» —leyó en voz alta el morro—. ¿Eso qué? Mi papá, ¿qué tiene que ver con eso? —dijo, burlándose. 

— Ah, chingá, a ver, presta para acá. 

Me fijé de nuevo y… era el periódico de ayer. Pinche Don Fausto, se me olvidó que nunca lee los periódicos del día. El Gordito me ignoró y siguió caminando solito hacia la casa. Yo me quedé observando hasta que abrió el portón en el que tantas veces esperé a su padre.

Limpié la sangre que me escurría por la chamarra y recordé todas las veces que le chiflé al Gordo para irnos a una fiesta, a las maquinitas o a las bancas a echar caguama juntos.  Me vino a la mente el recuerdo de todas nuestras aventuras, de las veces que le ayudé a limpiar la taquería de su mamá, del día que me contó que sería papá por primera vez, de la peda que nos pusimos juntos cuando la mamá del Gordito se fue con otro. Tantos recuerdos, tantas historias juntos.  

—Cuídate, carnal, fue un placer coincidir contigo— y partí, para nunca más regresar a la casa del Gordo.

Antonio Vázquez (México, 1988). Es un autor joven mexicano que empieza a destacar en las letras nacionales.