El ayer comenta al hoy

Krishna Avendaño

Arte: Gabriela Lucas

1. La condena del tiempo

Toda literatura presente es reescritura de un clásico. Toda emoción humana es un eco de grito primordial. Los hombres y las civilizaciones se elevan sobre las piedras de su melancolía. ¿Cómo se explica la nostalgia por el Edén que nadie conoció?, ¿cómo explicamos las repercusiones que el mito ha obrado en la configuración de nuestros relatos comunes y aflicciones privadas? Es cierto que, sin la idea particular de un paraíso perdido, el individuo de Occidente no sería el que hoy conocemos. Sin embargo, la nostalgia por la gloria inasible del pasado seguiría existiendo. La idea de que todo pasado fue mejor se cimenta en el trauma fundacional no ya de nuestra cultura sino de nuestra especie. Y es que al ser humano lo atormenta el mismo don que ha permitido su evolución: el deseo irrefrenable de anular el presente.

Si un dios cuenta con el privilegio de la continuidad —el pasado, el presente y el futuro forman parte de una única línea narrativa—, el hombre, por otra parte, no sólo debe hacerse cargo de sus tribulaciones privadas sino que también está llamado a ocuparse de su tiempo. Cuando padecer se revela insuficiente surge la necesidad de la acción o cuando menos la urgencia de establecer una postura. Es aquí que el sendero se disgrega en múltiples direcciones: la vía política, la vía del exilio, la vía de la creación e incluso la vía de la indiferencia. Tradicionalmente, dos son las rutas de escape a los cantos abyectos de la modernidad: aceptarse como un reaccionario o volverse indiferente.

Vargas Llosa diría que la escritura es una forma de rebelión contra un mundo que, por vulgar o insuficiente, no nos satisface. Se escribe con propósito de enmienda. Llevado al extremo, se podría sugerir que empuñar la pluma es desafiar a lo divino en el sentido de que nos damos a la tarea de completar la labor mal hecha del creador. No creo, sin embargo, que siempre sea así. Más en la línea de Camus, Herta Müller argumentaría que buscamos la literatura no para escapar una realidad con la que no estamos conformes, sino más bien para padecerla y tratar de entender el absurdo que es el día a día (aunque al final, como se sabe, el absurdo sea incognoscible)[1]. Se escribe, también, para traducir lo que nuestros sentidos no comprenden cuando vemos otras caras. Si es así, entonces el arte es un remedio desesperado contra la extrañeza que provocan el mundo y el tiempo. De ahí que no haya escritura, por reaccionaria, melancólica o visionaria, que no sea un comentario del presente.

2. El ayer comenta al hoy

Ryunosuke Akutagawa, el gran cuentista japonés, pasó el último lustro de su vida declarando su falta de humanidad. No escribía para remediar momentáneamente los males de su angustia confusa sino con la intención de tejer un vínculo con aquel ser humano a quien nunca percibía en su andar cotidiano. En esencia, intentaba reconciliarse con un hombre que le producía una extrañeza terrible, esa persona que habitaba muy dentro en sus entrañas. Pero ese hombre no estaba abstraído de su entorno, vivía en un tiempo determinado. Durante los primeros años de su producción literaria, la escritura de Akutagawa articulaba un discurso sobre el presente —el Japón de los años 20— remontándose hacia el pasado distante. Rashoumon, el que acaso sea su cuento más popular[2], condesa en muy pocas escenas la decadencia de la era Heian y anuncia la postura pesimista que su autor tiene sobre la condición humana. El relato narra el encuentro entre un samurái forajido con una anciana que se dedica a confeccionar y vender pelucas con los cabellos que le arranca a los cadáveres. Habiendo conocido las motivaciones de la vieja, el guerrero la asesina. Pero no es un acto noble. En una sociedad perdida, los actos ruines son la única vía que garantiza la supervivencia. Este desprecio a la sociedad se verá reflejado con mayor intensidad y elocuencia durante la última etapa de Akutagawa, sobre todo en sus últimos dos cuentos largos: Engranajes y Vida de un idiota. Volveré sobre el primero en unos momentos. Primero quisiera remontarme unas cuantas décadas al pasado, sin salirme de Tokio, hacia finales de la era Meiji.

En 1909, cuando Akutagawa era un adolescente que aún no tomaba la pluma, Natsume Soseki publicaba Sorekara (literalmente Y entonces, traducida al español como Daisuke), segunda parte de la trilogía con que explora las implicaciones del arribo traumático de la modernidad occidental a su país. Si en su predecesora, Sanshiro, se narraba el periplo emocional de un joven de provincias que al llegar a la Universidad de Tokio será testigo de los cambios de la sociedad tradicional, Sorekara presenta a un treintañero tokiota acomodado que, habiéndose graduado, renuncia tanto al trabajo como al disfrute de sus pasiones: Daisuke dedica la mayor parte de su tiempo a cultivar la inmovilidad, lee novelas occidentales, se asoma a su jardín, pasea por Tokio, se limita a recibir el dinero que su padre le entrega mes con mes; simplemente sobrevive. Su angustia más grande no se refiere a lo que va a pasar con su vida, sino que se produzca un terremoto. Un día se reencuentra con un viejo amigo, hombre caído en desgracia que vive para trabajar. Esta situación propicia un debate. Daisuke argumenta que el Japón contemporáneo atraviesa por una decadencia espiritual:

“Intenta hablar con la gente. Normalmente son todos estúpidos. No han pensado nunca en nada más que en sí mimos, el día en el que viven, el instante preciso en que lo hacen. Están demasiado exhaustos para pensar en otra cosa y no es culpa suya. Y eso no es todo. El declive moral también se ha instalado entre nosotros. Mires donde mires en este país, no encontrarás ni un solo rincón glorioso, brillante. Por mucho que diga o haga, ¿cuál sería la diferencia con ese panorama?”[3]

La desidia de Daisuke es una acción política: no está en sus intenciones ser partícipe de una sociedad en declive. Y así como ha desistido de servir al Japón moderno, no tiene interés en crear escuela. No hay nada ni nadie que valga la pena ser rescatado, ni siquiera el desgraciado de su amigo: “Tratar de convencer a la gente y ponerlos de mi parte es algo que, sencillamente, no puedo hacer”[4]. Así pues, “la sociedad contemporánea en la que vivía, en la que ningún ser humano podía mantener contacto con otro sin despreciarle, constituía lo que Daisuke llamaba la perversión del siglo XX”[5]. Por otro lado, la inacción del protagonista no es la protesta que, contra el presente, ejerce un espíritu melancólico cuyo más ferviente deseo es reconquistar la gloria de una época sepultada. Al negarse en repetidas veces a cumplir con los deberes familiares —contraer matrimonio y enarbolar los valores tradicionales—, Daisuke habrá de perder los favores de su padre y será desconocido como hijo. De este modo demuestra su apatía ante dos visiones que le resultan deplorables: pasado y presente, tradición y modernidad.

Daisuke engloba el predicamento de hombre ante el vacío. Y si bien su resistencia no es heroica, no por ello es superflua; Daisuke, contrario a Oblómov, no se queda tendido en el futón porque carezca de propósito o sea impotente frente a la crueldad del mundo. A partir de 1908 la obra de Soseki puede entenderse como una exploración de una única duda: ¿cómo se opone un hombre al ejercicio de valores que aborrece, cómo hace frente a la sociedad que los pregona? La respuesta a la que llega Daisuke es que tales valores se deslegitiman solo cuando el hombre deja de ser funcional a su sociedad. Con el abandono de su ser y sus deseos, la rebelión de Daisuke sugiere que en la medida en que un único hombre no puede luchar contra su tiempo todo combate personal es absurdo y lo único que resta es el alejamiento.

Akutagawa veía en Soseki a un maestro personal pese a que, en un sentido estricto, nunca estuvo bajo su tutela. Si bien la estima por Natsume era compartida por la nueva generación de escritores, entre quienes se encontraban figuras a llamadas a tomar la batuta, tales como Tanizaki y Kawabata, Akutagawa en particular había sido ungido como el heredero espiritual de Soseki a raíz de que este elogiara su relato La nariz. La muerte del maestro sucede pocos años después de la restauración Meiji, de la cual, pese a la relación ambivalente entre tradición y modernidad que lo afligía, terminó siendo una de sus figuras epónimas. Akutagawa asciende de inmediato y desarrolla su obra durante la era Taisho, que va de 1912 a 1926. Apenas un año después de la asunción al poder del emperador Showa, el año 1927, Akutagawa se suicida. Cuando se estudia la cronología de ambos autores es difícil resistir la tentación de hallar símbolos, como si a cada uno, a cambio de erigirse en la voz literaria de su era, se le hubiera condenado a morir con ella. Tal vez el emperador los llamaba desde la ultratumba.

Uno dedicado a la novela, el otro al cuento, a primera vista no parece que haya mayor coincidencia entre sus respectivas obras. Natsume Soseki se dedicó, hasta el día de su muerte, a escribir el mismo libro desde ángulos ligeramente distintos. Todos buscan dar cuenta de la deriva del individuo de cara a una modernidad que ha irrumpido a tiros de cañón en lo que fuera un país solitario y celoso de sus tradiciones. Los personajes de Soseki son trágicos en la medida en que, tan pronto se abren a la experiencia, comprenden su condición de extraviados. No son melancólicos propiamente hablando, como sí lo serían sus padres, pues carecen del pathos reaccionario que los llevaría a añorar las glorias, verdaderas o falsas, del mundo premoderno. Tampoco son entusiastas del progreso ni creyentes de la nueva sociedad que les ofrece Occidente. Nacieron perdidos, indefensos y desmotivados: el individuo nada puede hacer frente a su tiempo. Nada hay de reprochable en la obsesión de Soseki. Aquel era un mundo de transformaciones dramáticas y la suya una experiencia del desencanto. Las novelas de Soseki suspiran la tradición de un Japón en desvanecimiento, pero también se alimentan, lo quieran o no, de un fuerte influjo occidental. Semejante tensión entre metafísicas confrontadas exige una búsqueda desesperada. 

La reacción del primer Akutagawa, testigo de una sociedad que ya se asumía parte de la globalidad, fue remontarse hacia el pasado, pero sin idealizarlo: el ayer de Akutagawa es decadente como el hoy que observa. Es hasta la etapa final de su vida, como persona y autor, que abandona las mitologías orientales y abjura de su rechazo al naturalismo. En buena medida, la obsesión de Akutagawa con el pasado respondía al desagrado que le producía la novela confesional, la watakushi shosetsu, que cultivaba el establishment de entonces. En la obsesión con el yo, Akutagawa encontraba la muerte de un arte que, a decir de él, debía responder a la belleza y no a la sociedad. Y, sin embargo, en el último lustro de su vida, su pluma se vuelca a las historias donde él mismo, a través de diferentes alter egos, es el protagonista.

Engranajes narra en clave realista los delirios y paranoias de un autor que progresivamente se aparta del mundo de los humanos. En la segunda parte hay una escena que bien podría haber vivido el mismo Daisuke. El novelista entra a una librería y se encuentra con un tomo religioso en que se describen a los cuatro enemigos del hombre moderno: «la sospecha, el miedo, la arrogancia y la sensualidad». La reacción del novelista es virulenta. A su modo de ver, los cuatro jinetes que condena el texto religioso son sinónimo de la sensibilidad y de la inteligencia. Poco después de ventilar su enojo, el escritor hace las paces con el texto que acaba de leer, pensando que no serviría de nada el que las espiritualidades del mundo tradicional y moderno se pusieran de su parte, que celebraran su depravación y sensibilidad. Abandona la librería con un pensamiento que lo devasta: “Cada vez me resultaba más insoportable que, tanto modernidad como tradición, me hicieran tan infeliz”. Akutagawa reconoce no tener escapatoria. No podría ser un reaccionario ya que el mundo de antaño, ese reino putrefacto de Rashoumon con que inauguró su literatura, no le ofrece salvación alguna: el ser humano vive oprimido entre las paredes de la decadencia.

Donde Daisuke elige combatir a su tiempo por medio de la pasividad, haciendo de su existencia un estorbo al buen funcionamiento del presente y tranca al resurgimiento del pasado, Akutagawa decide hacerse de lado. En su fuero interno, el autor de Engranajes es consciente de que nadie, ni la sociedad, ni sus seres queridos ni un alma misericordiosa, mucho menos Dios, se pondrán de su parte. Tendrá que ser él quien tome las riendas de su propia muerte. En Vida de un idiota reconoce una vez más la incapacidad para reconciliarse con su tiempo —“Tanto a ti como a mí, le dice a un amigo, se nos ha pegado un demonio. El diablo del fin de siglo”—: la cultura ya no le basta, el mundo de la mente se le aparece estrecho, ahora tiene que conformar una nueva estética, la de su suicidio.

Bibliografía

—Akutagawa, Ryunosuke. El dragón, Rashoumon y otros cuentos, trad. Mariló Rodríguez del Alisal y Clara Mie Cánovas. Madrid: Quaterni, 2012.

…………………………………… Vida de un idiota y otras confesiones, trad. Yumika Matsumoto y Jordi Tordera. Guijón: Satori, 2011.

—Camus, Albert. El mito de Sísifo. trad. Roberto Mares. Ciudad de México: Editorial Tomo, 2014.

—Soseki, Natsume. Daisuke, trad. Yoko Ogihara y Fernando Cordobés. Salamanca: Impedimenta, 2011.

[1] Insiste Camus en que «sería un error creer que la obra de arte puede ser considerada, al fin y al cabo, como un refugio de lo absurdo. Ella misma es un fenómeno absurdo y se trata solamente de su descripción. No ofrece una solución al mal del espíritu. Es, por el contrario, uno de los signos de ese mal que repercute en todo pensamiento de un hombre» (p. 132).

[2] Gracias a la película homónima de Akira Kurosawa, que en su narrativa integra otro cuento del autor: En el bosque.

[3] Natsume Soseki, Daisuke, p. 104

[4] Ibid, p. 105

[5] Ibid, p. 145.

Krishna Avendaño (México, 1989). Escritor. Autor del libro de poemas Una ciudad transgénica (ÉPICA, 2009), ha recibido en tres ocasiones el premio Caminos de la Libertad para Jóvenes en la categoría de ensayo. Sus obras han aparecido en las revistas Punto de partida, Punto en línea, Página Salmón, Nocturnario, Bitácora de vuelos, entre otras.