Amedeo Modigliani

Anna Ajmátova

Arte: Gabriela Buenrostro

Amedeo Modigliani*

El encuentro entre Ajmátova y Modigliani se da cuando la joven poeta viaja a Italia y Francia, entre 1910 y 1912, tras su matrimonio con Gumiliev. De este encuentro nacerán 16 retratos de la poeta realizados por el pintor italiano y diversos escritos que Ajmátova dedicará a Modi. A éstos últimos pertenece el texto que aquí presentamos.

***

Creo mucho en quienes lo describen distinto de como lo conocí. Y he aquí el porqué. En primer lugar, pude conocer sólo una cierta parte de su (resplandeciente) vida: porque era una extraña, simplemente; era, a mi vez, una mujer de veinte años que no entendía mucho, una extranjera. En segundo lugar, yo misma noté en él un gran cambio, cuando nos encontramos en 1911. De alguna manera, estaba ensombrecido, delgado.

En 1910 lo vi muy poco, sólo algunas veces. No obstante, él me escribió durante todo el invierno. No me dijo que escribía versos.

Como ahora entiendo, lo sorprendía de mí, más que nada, la capacidad de adivinar los pensamientos, de ver los sueños de los demás, y las otras pequeñas cosas, a las que están acostumbrados quienes me conocen. Repetía siempre: « On communique ». A menudo decía « Il n’y a que vous pour réaliser cela ».

Probablemente él y yo no entendíamos algo fundamental: todo lo que sucedía, era para nosotros la prehistoria de nuestra vida: la suya muy breve, la mía muy larga. El respiro del arte no había quemado, transformado estas dos existencias: y aquella debía ser la hora liviana y luminosa que precede la aurora. Pero el futuro que, como es sabido, lanza su sombra mucho antes de verificarse, tocaba a la ventana, se escondía tras los faroles, atravesaba los sueños y espantaba, con la terrible París baudelairiana que se escondía en algún lugar, ahí al lado. Y todo lo divino destellaba en Modigliani sólo a través de una tiniebla. Era diferente, totalmente diferente a cualquiera en el mundo. De algún modo, su voz se me quedó para siempre en la memoria. Cuando lo conocí era pobre, no se sabía cómo hacía para vivir; como artista nadie lo conocía.

Vivía entonces (en 1911) en el Impasse Falguière. Era pobre, así que en los Jardines de Luxemburgo nos sentábamos siempre en las bancas y no en las sillas que rentaban. Él no se quejaba de nada, ni de su miseria real, ni del hecho de no ser reconocido. Sólo una vez, en 1911, me dijo que el invierno anterior había sido tan feo para él que ni siquiera había podido pensar en aquello que más quería.

Me pareció rodeado de un compacto anillo de soledad. No recuerdo que saludara nunca a nadie, ni en los Jardines de Luxemburgo ni en el Barrio Latino donde más o menos todos se conocían. No escuchaba de él ni siquiera el nombre de algún conocido o de un amigo o de un artista; y nunca le escuché decir tampoco alguna broma. Nunca lo vi borracho, de él no llegaba olor a vino. Evidentemente empezó a beber enseguida, pero el hachís figuraba ya en sus relatos. No tenía tampoco alguna querida amiga manifiesta. Nunca me contó de algún antiguo enamoramiento (cosa que, vaya, todos hacen). Conmigo no hablaba nunca de cosas terrestres. Era muy cortés, no por la educación recibida, sino por la profundidad de su espíritu.

En ese tiempo se ocupaba de escultura: trabajaba en un patio, cerca de su taller; en el callejoncito vacío de oían los golpes de su martillo. Las paredes de su taller estaban cubiertas de retratos de longitud increíble (como me parece ahora, del piso al techo). Nunca vi su reproducción. ¿Se habrán salvado?  Él llamaba su escultura: “la chose”. Hizo una muestra, me parece, en el Indépendants, en 1911. Me pidió que fuera a verla, pero en la muestra no se me acercó, porque no estaba sola, sino con amigos. Durante mis largas ausencias desapareció también la fotografía que le había regalado…

En ese tiempo Modigliani soñaba con Egipto. Me llevó al Louvre a que visitara la sección egipcia; afirmaba que todo lo demás, « tout le rest », no era digno de atención. Dibujó mi cabeza con tocado de reina egipcia o de bailarina y pareció completamente atrapado por el gran arte del antiguo Egipto.

Evidentemente Egipto fue su última pasión. Luego se volvió tan independiente que al ver sus telas no llega ninguna reminiscencia de nada más. Hoy este periodo de Modigliani lo llaman Périod nègre.

Decía: « les bijoux doivent être sauvages » (a propósito de mi collar africano) y me dibujaba con el collar.

Me llevaba a ver le vieux Paris derrière le Panthéon, de noche, cuando había luna. Conocía bien la ciudad, pero una vez nos perdimos. Dijo: « J’ai oublié qu’il y a une île au milieu (L’île St. Louis) ». Fue él quien me hizo conocer la verdadera París.

Sobre la Venus de Milo decía que las mujeres bellísimas, de hermoso cuerpo, a las que esculpían o pintaban, parecían siempre toscas cuando están vestidas.

Cuando llovía (en París llueve seguido) Modigliani caminaba con un enorme paraguas negro muy viejo. A veces nos sentábamos bajo este paraguas en una banca de los Jardines de Luxemburgo, llovía, una cálida lluvia de verano, cerca dormitaba le vieux palais à l’italienne, y nosotros a dos voces recitábamos a Verlaine, que conocíamos bien de memoria, y éramos felices de recordar los mismos poemas.

Leí en no sé qué monografía americana que, probablemente, tuvo una gran influencia en él Beatrice X., la misma que lo llamó “perle et pourceau”. Puedo y considero necesario testificar que Amedeo era ya “iluminado” del mismo modo mucho antes de conocer a Beatrice X., o sea en 1910. Y es poco probable que esta señora que define al poeta “un cerdito” pudiera de alguna forma iluminarlo.

El primer extranjero que vio en mi casa el retrato que me hizo Modigliani (en noviembre de 1945, en la casa de la calle Fontanka), me dijo de este cuadro algo que no puedo “ni recordar ni olvidar”, como escribió un poeta ruso de algo totalmente diferente.

La gente más vieja que nosotros nos indicaba el sendero de los Jardines de Luxemburgo por el que Verlaine, con una turba de admiradores, caminaba para dirigirse a su café, en el que normalmente componía sus versos, o al restaurante en el que comía. En 1911 por este sendero no caminaba Verlaine, sino un señor alto, con un abrigo impecable, sombrero de copa, medalla de la Legión de Honor: y los vecinos murmuraban: « Henri de Régnier! ».

Para nosotros este nombre no significaba nada. De Anatole France, Modigliani (como por lo demás otros parisinos “iluminados”) no quería ni oír hablar. Se sentía contento de que tampoco yo lo amara. Y Verlaine en los Jardines de Luxemburgo existía sólo como monumento, que fue inaugurado ese año. Sí: y de Víctor Hugo Modigliani decía: « Mais Hugo c’est déclamatoire ».

Una vez no fuimos claros al acordar una cita y, al ir a buscarlo, no lo encontré en su casa. Decidí entonces esperarlo unos minutos. Llevaba en brazos un ramo de rosas rojas. La ventana sobre las puertas cerradas del taller estaba abierta. No sabiendo qué hacer, me puse a lanzar rosas al taller. Luego, sin esperar a Modigliani, me fui.

Cuando nos encontramos, él me expresó su estupor: ¿cómo había logrado entrar a la habitación cerrada, si la llave la tenía él? Le expliqué lo que había hecho. «No es posible: ¡estaban tan bien esparcidas en el piso!».

Modigliani amaba vagar de noche por París, escuchando sus pasos en el silencio adormecido de la calle, me acercaba a la ventana y, a través de los celos, seguía su sombra, que se entretenía bajo mis ventanas.

Lo que era entonces París, ya al inicio de los años Veinte se llamaba “vieux Paris y Paris d’avant guerre”. Eran todavía numerosos los fiacres. Los cocheros tenían sus hosterías, que se llamaban “Redez-vous des cochers”, y estaban vivos aún mis coetáneos, que morirían de ahí a poco en el Marne y en Verdún. Todos los artistas de izquierda, menos Modigliani, fueron llamados. Picasso era famoso como ahora, pero entonces decían “Picasso et Braque”. Ida Rubinstein representaba a Salomé, los Ballets rusos de Diágilev (Stravinski, Nijinsky, Pavlova, Bakst) se habían convertido en una tradición elegante.

Ahora sabemos que el destino de Stravinski no se quedó enclavado en los años diez; que su obra se volvió la más alta expresión musical del espíritu del siglo XX. Esto entonces no lo sabíamos. El 20 de junio de 1910 se puso en escena El pájaro de fuego. El 13 de junio de 1911 Fokine representó, con Diágilev, Petrushka.

El marco de los nuevos bulevares en torno al vivo cuerpo de París (ése descrito por Zola) aún no estaba terminado del todo (Bulevar Raspail). Werner, amigo de Edison, me señaló en la Taverne du Panthéon dos mesas y dijo: «Y estos son sus socialdemócratas: aquí están los bolcheviques, y allá los mencheviques». Las mujeres, con éxito variable, parecían usar o bien pantalones (jupes-colottes), o bien casi se envolvían las piernas (jupes entravées). Los poemas estaban en pleno abandono y los compraban sólo para las ilustraciones de artistas más o menos famosos. Ya entonces entendía que la pintura parisina se había devorado la poesía francesa.

René Ghil predicaba la “poesía científica” y sus así llamados discípulos, muy a regañadientes, visitaban a su maître.

La iglesia católica canonizaba a Juana de Arco.

Où est Jeanne la bonne Lorraine

Qu’Anglais brulèrent à Rouen?

                                             (Villon)

Recordaba los versos de la inmortal balada, al ver las estatuillas de la nueva santa. Eran de gusto totalmente discutible y empezaban a venderlas en las tiendas de objetos religiosos.

Un obrero italiano robó la Gioconda de Leonardo para regresarla a la patria, y a mí (que ya estaba en Rusia), me parecía haber sido la última en verla.

Modigliani se lamentaba mucho por no poder comprender mis versos y sospechaba que en ellos se escondían quién sabe qué prodigios, y eran en cambio los primeros tímidos intentos (por ej. en Apollon, 1911). De la “pintura apolínea” Modigliani se reía abiertamente.

Me sorprendió que Modigliani considerara bella a una persona notablemente fea y que insistiera en ello. Entonces pensé: sin duda él ve las cosas de manera distinta a nosotros.

En todo caso eso que en París llaman moda, embelleciéndola con todos los más lujosos epítetos, Modigliani ni siquiera la notaba. Me dibujaba no “en la naturaleza” sino en mi casa y estos dibujos me los regalaba. Tuve dieciséis de ellos. Me pedía que los enmarcara y los colgara en mi habitación en Tsárskoye Seló. Fueron destruidos en mi casa de Tsárskoye Seló, en los primeros años de la revolución. Se salvó el que, de todos, menos deja presentir sus futuros “desnudos”…

Hablábamos sobre todo de poesía. Ambos conocíamos muchos poemas franceses: Verlaine, Laforgue, Mallarmé, Baudelaire.

Luego conocí a un artista, Aleksandr Tyshler, quien, como Modigliani, amaba y conocía los poemas. ¡Era una rareza entre los pintores!

A Dante nunca me lo leyó. Quizá porque entonces yo no sabía italiano todavía.

Una vez me dijo, así de la nada: « J’ai oublié de vous dire que je suis juif ». De golpe, me dijo que había nacido en Livorno y que tenía veinticuatro años: la verdad, en cambio, tenía veintiséis.

Decía que le interesaban los aviadores, pero cuando conoció a uno, se sintió desilusionado: le parecieron meros deportistas (¿qué se esperaba?).

En aquel tiempo los primeros aeroplanos, ligeros,[i] parecidos, como todos saben, a los étagères, revoloteaban sobre mi Torre Eiffel, que tenía mi misma edad (1889).

Me parecía un gigantesco candelabro, olvidado por un gigante en medio de la capital de los enanos. Pero esto ya es algo gulliveriano.

…y alrededor bullía el cubismo, que hacía poco había triunfado  y seguía siendo ajeno a Modigliani.

Marc Chagall ya había llevado a Paris su mágica Vítebsk y por las calles de París caminaba, en calidad de desconocido jovenzuelo, Charlie Chaplin, cuya estrella no había despuntado aún. “El Gran Mudo”, así llamaban entonces al cine, callaba elocuentemente.

Y lejos, en el norte… en Rusia habían muerto León Tolstoi, Vrubel, Vera Kommisarchevskaya; los simbolistas se habían declarado en crisis, y Aleksandr Blok profetizaba:

Oh, si supieran ustedes, infantes,

La oscuridad y el frío de los días venturos…

Los tres gigantes sobre los que descansa hoy el siglo XX, Proust, Joyce y Kafka, no existían todavía como mitos, aunque estaban vivos como personas.

En los años siguientes cuando, convencida de que un artista de su talla debía ser célebre, brillante, le preguntaba sobre Modigliani a quienes regresaban de París, la respuesta era siempre la misma: no lo conocemos, no oímos hablar de él.[ii]

Sólo N. S. Gumiliov, cuando fuimos a ver a nuestro hijo a Beshtesk por última vez (1918) y yo recordé el nombre de Modigliani, lo llamó “monstruo borracho” o algo parecido, y dijo que en París había habido un enfrentamiento entre ellos, porque Gumiliov en un grupo hablaba ruso y Modigliani protestó. A uno y a otro les quedaban aún sólo tres años de vida…

Hacia los viajeros Modigliani se comportaba con desprecio. Pensaba que los viajes eran el sustituto de la verdadera acción. Les chants de Maldoror los llevaba siempre en el bolsillo. Entonces este libro era una rareza bibliográfica. Contaba cómo había entrado en una iglesia rusa, durante la Matutina de Pascua, para ver la procesión, porque le habían contado de las ceremonias suntuosas. Y cómo un “cierto señor muy imponente” (probablemente de la Embajada) intercambió con él el triple beso de paz. Modigliani, es obvio, no entendía lo que significaba aquello…

Por mucho tiempo me pareció que no sabría nada más de él… Y en cambio supe muchas otras cosas…

Al inicio de la NEP,** cuando formaba parte de la dirección de la que era entonces la Unión de Escritores, normalmente hacíamos las reuniones en el estudio de Aleksandr Nicolaievich Tichonov (Leningrado, Mochovaia 38, editorial La literatura universal). Entonces fueron posibles otra vez las relaciones postales con el exterior y Tichonov recibía muchas revistas y libros extranjeros. Alguien, durante una reunión, me pasó el ejemplar de una revista de arte francesa. La abrí: una foto de Modigliani… Una cruz…

Un largo artículo tipo necrología, supe por el artículo que él era un gran artista del siglo XX (recuerdo que lo comparaban con Botticelli), que de él había muchas monografías inglesas e italianas. Luego, en los años treinta Erenburg me contó de él muchas otras cosas: Erenburg le había dedicado algunos versos en el libro Poemas de la vigilia y lo había conocido en París después de mí. Leí sobre Modigliani también en el libro de Carcot De Montmartre al barrio latino, y en una novela de folletín, en la que el autor lo ponía junto a Utrillo. Puedo decir con seguridad que este híbrido del Modigliani de los años 1910-1911 era totalmente inverosímil, y el autor había llevado a cabo una de esas operaciones literarias que no se deben hacer.

Pero también hace poco Modigliani fue el protagonista de una película francesa bastante vulgar, Montpartasse 19. ¡Qué tristeza!

Bolshevo, 1958

Moscú, 1964

Trad. Montserrat Mira

Amedeo Modigliani

Credo molto a coloro che lo descrivono diverso da come l’ho conosciuto. Ed ecco perché. In primo luogo, ho potuto conoscere solo una parte de la sua (splendente) vita: perché ero un’estranea, semplicemente; ero, a mia volta, una donna di vent’anni che non capiva molto, una straniera. In secondo luego, io stessa notai in lui un grande cambiamento, quando ci incontrammo nel 1911. IN un qualche modo, era tutto incupito, dimagrito.

Nel 1910 lo vidi pochissimo, non più che alcune volte. Nondimeno egli mi scrisse durante tutto l0inverno. Non mi disse che scriveva versi.

Come ora capisco, lo colpiva in me, più di ogni altra ckosa, la capacità di indovinare i pensieri, di vedere i sogni altrui, e le altre piccolezze, alle quali sono abituati coloro che mi conoscono. Ripeteva sempre « On communique ». Spesso diceva: « Il n’y a que vous pour réaliser cela ».

Probabilmente io e lui non si capiva una cosa fondamentale: tutto quello che avveniva era per noi la preistoria della nostra vita: la sua molto breve, la mia molto lunga. Il respiro dell’arte non aveva ancora bruciato, trasformato queste due esistenze: e quella doveva essere l’ora lieve e luminosa che precede l’aurora. Ma il futuro che, com’è noto, getta la sua ombra molto prima di attuarsi, batteva alla finestra, si nascondeva dietro i lampioni, intersecava i sogni e spaventava, con la terribile Parigi baudelairiana che si nascondeva in qualche posto, lì accanto. E tutto il divino scintillava in Modigliani solo attraverso una tenebra. Era diverso, del tutto diverso da chiunque al mondo. La sua voce mi rimase in qualche modo per sempre nella memoria. Lo conobbi che era povero, non si sapeva come facesse a vivere; come artista non era riconosciuto da nessuno.

Abitava allora (nel 1911) nell’Impasse Falguière. Era povero, così che al Giardino del Lussemburgo sedevamo sempre sulle panchine, e non nelle sedie che venivano noleggiate. Egli non si lamentava per niente, né della sua reale miseria, né del fatto che no fosse riconosciuto. Solo una volta, nel 1911, mi disse che l’inverno precedente era stato così brutto per lui, che non aveva potuto neppure pensare a ciò che gli era più caro.

Mi parve circondato da un compatto anello di solitudine. Non ricordo che egli salutasse mai qualcuno, nel Giardino di Lussemburgo o nel Quartiere Latino dove più o meno si conoscevano tutti. Non sentivo da lui neppure il nome di un conoscente, o di un amico, o di un artista; e non ho sentito mai neppure una frase scherzoza. Non l’ho visto mai ubriaco, da lui non veniva odore di vino. Evidentemente si mise a bere in seguito, ma l’hascisc in qualche modo figurava già nei suoi racconti. Non aveva neppure una palese amica della sua vita. Non mi raccontò mai delle storie di un precedente innamoramento (cosa che, ahimè, fanno tutti). Con me non parlava mai di cose terrestri. Era molto cortese, non per l’educazione ricevuta, ma per la profondità del suo spirito.

In quel tempo si occupava di scultura: lavorava in un cortile, vicino al suo atelier; nel vicoletto vuoto si sentivano i colpi del suo martello. Le pareti del suo laboratorio erano ricoperte di  ritratti di incredibile lunghezza (come mi sembra ora, dal pavimento al soffitto). Non ho mai visto le loro riproduzioni: si sono salvati? Egli chiamava la sua scultura: «la chose»: ne fece una mostra, mi pare, agli Indépendants, nel 1911. Mi chiese di andarla a vedere, ma alla mostra non si avvicinò a me, perché non ero sola, ma con amici. Durante le mie lunghe assenze, scomparve anche la fotografia che gli avevo regalato…

In quel tempo Modigliani sognava l’Egitto. Mi portò al Louvre, perché visitassi la sezione egizia; affermava che tutto il resto, « tout le rest », non era degno di attenzione. Disegnò la mia testa in acconciatura di regina egizia o di danzatrice, e sembrò del tutto preso della grande arte dell’antico Egitto.

Evidentemente l’Egitto fu la sua ultima passione. Poi divenne così indipendente, che nel guardare le sue tele non viene nessuna memoria d’altro. Oggi questo periodo di Modigliani lo chiamano Périod nègre.

Diceva: « Les bijoux doivent être sauvages » (a proposito della mia collana africana) e mi disegnava con la collana.

Mi portava a vedere le vieux Paris derrière le Panthéon, di notte, quando c’era la luna. Conosceva bene la città, ma una volta ci smarrimmo. Disse: « J’ai oublié qu’il y a une île au milieu (L’île St. Luois) ». Fu lui a farmi conoscere la vera Parigi.

Sulla Venere di Milo diceva che le donne bellissime, dal bel corpo, che vengono scolpite e dipinte, sembrano sempre goffe quando sono vestite.

Quando c’era la pioggia (a Parigi piove spesso) Modigliani camminava con un enorme ombrello nero molto vecchio. Talvolta sedevamo sotto questo ombrello su una panchina del Giardino del Lussemburgo, pioveva, una calda pioggia estiva, vicino sonnecchiava le vieux palais à l’italienne, e noi a due voci recitavamo Verlaine, che conoscevamo bene a memoria, ed eravamo felici di ricordare le stesse poesie.

Hol letto in non so quale monografia americana che, probabilmente, una grande influenza l’ebbe su di lui Beatrice X., la stessa che lo chiamò «perle et pourceau». Posso e ritengo necessario testimoniare che Amedeo era già «illuminato» allo stesso modo molto prima di conoscere Beatrice X., cioè nel 1910. Ed è poco probabile che questa signora, che definisce l’artista «un porcellino», potesse in qualche modo illumniarlo.

Il primo straniero che vide in casa mia il ritratto fattomi da Modigliani (nel novembre del 1945, nella casa di Via Fontanka), mi disse di questo quadro qualcosa che non posso «né ricordare né dimenticare», come scrisse un poeta russo di cosa del tutto diversa.

La gente più vecchia di noi ci indicava in quale viale del Lussemburgo Verlaine, con una torma di ammiratori, camminasse per recarsi al suo caffé, dove di solito poetava, e al ristorante dove pranzava. Nel 1911 per questo viale non camminava Verlaine, ma un signore di alta statura, in un impeccabile soprabito, col cilindro, col nastro della Legion d’Onore: e i vicini bisbigliavano: « Henry de Régnier! ».

Per noi questo nome non significava niente. Di Anatole France Modigliani (come del resto altri parigini «illuminati») non voleva neppur sentir parlare. Era contento che neppure io lo amassi. E Verlaine, nel Giardino del Lussemburgo, esisteva solo come monumento, che fu inaugurato quell’anno. Sì: e di Victor Hugo Modigliani diceva: « Mais Hugo c’est déclamatoire ».

Una volta non fummo chiari nel darci appuntamento, ed io passando da lui non lo trovai a casa. Decisi allora di aspettarlo qualche minuto.

Tenevo tra le braccia un mazzo di rose rosse. La finestra sulle porte chiuse del laboratorio era aperta. Non sapendo che fare, mi misi a gettare rose nell’atelier. Poi, senza aspettare Modigliani, me ne andai.

Quando ci incontrammo, egli mi manifestò il suo stupore: come avevo potuto penetrre nella stanza chiusa, se la chiave l’aveva lui? Gli spiegai quello che avevo fatto. «Non è possibile: erano sparse per terra così bene!».

Modigliani amava di notte errare per Parigi e spesso, ascoltando i suoi passi nel silenzio assonnato della via, mi avvicinavo alla finestra e, attraverso la gelosia, seguivo la sua ombra, che indugiava sotto le mie finestre.

Ciò che era allora Parigi, già all’inizio degli anni Venti si chiamava  «vieux Paris e Paris d’avant guerre». Erano ancora numerosi i fiacres. I cocchieri avevano ancora le loro osterie, che si chimavano «Rendez-vous des cochers», ed erano ancora vivi i miei coetanei, che di lì a poco sarebbero morti sulla Marna e presso Verdun. Tutti gli artisti di sinistra, meno Modigliani, vennero richiamati. Picasso era famoso come oggi, ma allora dicevano «Picasso et Braque». Ida Rubinstein recitava la Salomé, i Balletti russi di Djagilev (Stravinskij, Nižinskij, Pavlova, Karsavina, Bakst) erano diventati già una tradizione elegante.

Ora sappiamo che il destino de Stravinskij non rimase inchiodato agli anni ’10; che la sua opera divenne la più alta esperssione musicale dello spirito del XX secolo. Questo allora non lo sapevamo. Il 20 giugno 1910 fu messo in scena L’uccello di fuoco. Il 13 giugno 1911 Fokin rappresentò, con Djagilev, Petruška.

La cornice dei nuovi boulevards intorno al vivo corpo di Parigi (quella descritta da Zola) non era ancora terminata (Boulevard Raspail). Werner, amico di Edison, mi indicó nella Taverne du Panthéon due tavoli e disse: «E questi sono i vostri social-democratici: qui ci sono i bolscevichi, e là i menscevichi». Le donne con alterno successo sembravano portare ora pantaloni (jupes-culottes), ora quasi si fasciavano le gambe (jupes entrevées). Le poesie erano in pieno abbandono, e le comperavano solo per le illustrazioni di artisti più o meno noti. Già allora capivo che la pittura parigina si era divorata la poesia francese.

René Ghil predicava la «poesia scientifica», e i suoi cosiddetti discepoli, con enorme malavoglia, frequentavano il loro maître.

La chiesa cattolica canonizzava Giovanna D’Arco.

Où est Jeanne la bonne Lorraine

Qu’Anglais brulèrent à Rouen?

                                             (Villon)

Ricordavo questi versi dell’immortale ballata, nel guardare le statuette della nuova santa. Erano di gusto del tutto discutibile, e cominciavano a venderle nei negozi di oggetti religiosi.

Un operaio italiano rubò la Gioconda di Leonardo per restituirla alla patria, e a me (che già ero in Russia), pareva sempre di essere stata l’ultima a vederla.

Modigliani si rammaricava molto di non poter capire i miei versi, e sospettava che in essi si celassero non si sapeva quali prodigi, ed erano invece i primi timidi tentativi (per es. in «Apollon», 1911). Della pittura «apollonica» Modigliani apertamente rideva.

Mi stupì che Modigliani considerasse bella una persona notoriamente brutta e insistesse su ciò. Allora pensai: egli certo vede le cose diversamente da noi.

In ogni caso ciò che a Parigi chiamano moda, abbellendola con tutti i più lussuosi epiteti, Modigliani no la notava neppure.

Mi disegnava non «dalla natura» ma a casa mia, e questi disegni me li regalava. Ne ho avuti sedici. Mi chiedeva di metterli in cornice e di appenderli, nella mia stanza di Carskoe Selo. Furono distrutti nella mia casa di Carskoe Selo, nei primi anni della rivoluzione. Si salvo quello che meno degli altri fa presentire i suoi futuri «nudi»…

Più di tutto parlavamo di poesia. Tutti e due conoscevamo molte poesie francesi. Verlaine, Laforgue, Mallarmé, Baudelaire.

Poi incontrai un artista Aleksandr Tyšler che , come Modigliani, amava e capiva le poesie. Era una tale rarità fra i pittori!

Dante non me lo lesse mai. Forse perché allora io non conoscevo ancora l’italiano.

Una volta mi disse, a caso: «J’ai oublié de vous dire que je suis juif». Di colpo, mi disse di essere nato presso Livorno e di avere ventiquattro anni: invece ne aveva ventisei.

Diceva che lo interessavano gli aviatori, ma quando ne conobbe uno, fu deluso: gli parvero solo degli sportivi (che cosa si aspettva?).

In quel tempo i primi aeroplani, leggeri,[iii] simili, come tutti sanno, a delle étagères, volteggiavano sulla mia torre Eiffel, arrugginita e incurvata: la Torre Eiffel, che aveva la mia stessa età (1889).

Mi sembrava simile a un gigantesco candeliere, dimenticato da un gigante in mezzo alla capitale dei nani. Ma questo è già qualcosa di gulliveriano.

…e intorno ribolliva il cubismo, che da poco aveva vinto, e rimaneva estraneo a Modigliani.

Marc Chagall aveva già portato a Parigi la sua magica Vitebsk, e per i viali di Parigi camminava, in qualità di sconosciuto giovanotto, Charlie Chaplin, la cui stella non era ancora spuntata. «Il Grande Muto», così chiamavano allora il cinema, taceva eloquentemente.

E lontano, al nord… in Russia erano morti Leone Tolstoj, Vrubel’, Vera Kommisarževskaja; i simbolisti si erano dichiarati in crisi, e Aleksandr Blok profetizzava:

O se sapeste voi, infanti,

Il buio e il freddo dei giorni venturi…

Le tre balene, sulle quali poggia ora il XX secolo, Proust, Joyce e Kafka, non esistevano ancora come miti, benché fossero vivi come persone.

Negli anni seguenti, quando, convinta che tale artista dovesse essere celebre, brillante, chiedevo di Modigliani a coloro che tornavano da Parigi, la risposta era sempre la stessa: non lo conosciamo, non ne abbiamo sentito parlare.[iv]

Solo N. S. Gumiljov, quando per l’última volta andammo a trovare nostro figlio a Bežetska (maggio 1918) e io ricordai il nome di Modigliani, lo chiamò «mostro ubriaco» o qualcosa di simile, e disse che a Parigi c’era stato uno scontro fra di loro, perché Gumiljiov in una compagnia parlava russo, e Modigliani protestò. All’uno e all’altro rimanevano ancora solo tre anni di vita…

Verso i viaggiatori Modigliani si comportava in modo sprezzante. Pensava che i viaggi fossero il surrogato della vera azione. Les chants de Maldoror li teneva sempre in tasca. Allora questo libro era una rarità bibliografica. Narrava come era entrato in una chiesa russa, durante il Mattutino di Pasqua, per vedere la processione, perché gli avevano [detto  del]le cerimonie suntuose. E come un «certo imponentissimo signore» (probabilmente dell’Ambasciata) scambiò con lui il triplice bacio in Cristo. Modigliani, è ovvio, non capiva cosa significasse ciò…

Per molto tempo mi parve che non avrei sentito altro di lui… E invece sentii molte altre cose…

All’inizio della NEP, quando facevo parte della direzione di quella che era allora l’Unione degli Scrittori, tenevamo di solito le riunioni nello studio di Aleksandr Nicolaevič Tichonov (Leningrad, Mochovaja 36, editrice La letteratura universale). Allora furono di nuovo possibili i rapporti postali con l’estero, e Tichonov riceveva molte riviste e libri stranieri. Qualcuno, durante una riunione, mi passò il numero di una rivista d’arte francese. L’aprii: una fotografia di Modigliani… Una croce… Un grande articolo tipo necrologio; seppi dall’articolo che egli era un grande artista del XX secolo (ricordo che veniva, in quell’articolo, paragonato a Botticelli), che su di lui c’erano molte monografie inglesi e italiane. Poi, negli anni ’30 Erenburg mi raccontò di lui molte altre cose: Erenburg gli aveva dedicato dei versi nel libro Poesie delle vigilie e l’aveva conosciuto a Parigi dopo di me. Lessi di Modigliani anche nel libro di Carcot Da Montmartre al quartiere latino, e in un romanzo di appendice, in cui l’autore lo metteva insieme ad Utrillo. Posso dire con sicurezza che questo ibrido del Modigliani degli anni 1910-1911 era del tutto inverosimile, e l’autore aveva compiuto una di quelle operazioni letterarie che no si devono fare.

Ma anche poco tempo fa Modigliani è stato il protagonista di un film francese abbastanza volgare, Montparnasse 19. Che tristezza!

Bolševo, 1958

Mosca, 1964


* Anna Ajmátova, “Amedeo Modigliani”, Art Dossier, No. 30, Florencia, 1991. Originalmente en Anna Achmatova, Le rose di Modigliani, Il saggiatore, Milán, 1982, pp.19-27. [N. T.]

** Nueva Política Económica (NEP), propuesta por Lenin, fue parte de las políticas económicas del socialismo soviético. [N. T.]


[i] Cfr. Gumiliov: “Sobre pesadas y ruidosas máquinas/ atravesar nubes tempestuosas”.

[ii] No lo conocían ni  A. Ekster (una pintora de cuya escuela salieron artistas “de izquierda” de Kiev), ni B. Anrep (un conocido mosaiquista), ni N. Altman, que en esos años, 1914-1915, pintó mi retrato.

[iii] Cfr. Gumiljov: «Su pesanti e rumorose macchine / Trafiggere nuvole temporalesche».

[iv] Non lo conoscevano né la A. Ekster (una pittrice dalla cui scuola uscirono tutti gli artisti «di sinistra» di Kiev), né B. Anrep (un noto mosaicista), né N. Al’tman, che in quegli anni, 1914-1915, dipinse il mio ritratto.

Anna Ajmátova (Odessa 1889 – Domodédovo 1966). Reconocida como una de las grandes poetas rusas del siglo XX, Anna Ajmátova —seudónimo de Anna Andréyevna Górenko— fue una representante emblemática de la denominada poesía acmeísta, que rompía con el simbolismo. Su poesía refleja, además, la irrupción de la historia en la vida de la poeta: el fusilamiento de su ex esposo Nikolai Gumiliev, así como los encarcelamientos de su último marido, Nikolai Punin, y de su hijo Lev Gumiliev en los campos de trabajo en Siberia. A pesar del silencio al que fue obligada en más de una ocasión por el régimen stalinista, su obra logró trascender y ser reconocida como una de las más importantes manifestaciones de la lírica contemporánea. Entre sus textos se encuentran La tarde (1912), La bandada blanca (1917), el poema épico Junto al Mar (1914), el célebre Requiem (19135-1040) nacido a partir de la experiencia de las visitas realizadas a su hijo preso, y El correr del tiempo (1909-1965).

Montserrat Mira (Ciudad de México, 1987). Maestra en traducción por El Colegio de México, y licenciada en Lengua y Literaturas Modernas (departamento de Letras Italianas), por la UNAM. Ha participado en diversos congresos dedicados a la italianística de ambas instituciones. Entre sus diversas traducciones se hallan el poemario La transfiguración de los animales en Bestias (Transeuropa, Massa, 2011) de Alessandro Raveggi, y colaboraciones en la de Ni una más. Cuarenta escritores contra el feminicidio (Universidad Iberoamericana, León, 2017) coordinado por Clara Ferri y Fabrizio Lorusso, y la de la novela El embrollo (Garabatos, 2018), de Antonio De Petro, con Víctor García.