Olga Varela Mejía

Para Meche
—Aunque no lo confiese, a la señora de la tienda se le nota que ya dobló el Cabo de Buena Esperanza.
—No te entiendo, ¿cómo, Tito? —pregunté mirando hacia arriba, mientras mi abuelo apretaba mi mano en la suya para cruzar una avenida. Y él, con la paciencia que reservaba para mí, me explicó que la expresión era una broma, que el Cabo de Buena Esperanza era un lugar, la puntita de África, que lo que quería decir era que esa mujer ya tenía más de 50 años, que se le veía lo jamona y aunque se arreglara como joven, “ya estaba más para allá que para acá”, como él. Se rio. No le entendí. Parpadeé desconcertada y de repente me encontré sentada en una banca del centro comercial, enfrente de la entrada del mejor restaurante de la zona, un jueves laboral, a las tres de la tarde, recordando aquella conversación con mi abuelo, llena de nostalgia. Cumplía 50. Estaba doblando el Cabo.
—Me llamó Armida— dijo Teté con su marcado acento yucateco—. Se están estacionando. ¿Pedimos la mesa, mientras?
—Buena idea —le sonreí a mi amiga, agradecida por su compañía en ese medio día de mi cumpleaños cincuenta. Mis hijos y mi marido estaban en sus cosas: la universidad y el trabajo; pero mi última clase terminaba a las dos, así que tenía la tarde libre y en lugar de irme a mi casa a comer frente a la televisión y revisar ensayos, me disponía a entrar a un elegante restauran. “Tenemos que festejar”, había dicho Teté al teléfono la tarde anterior y yo inmediatamente había pensado que nada de mi ropa me quedaba bien y no tenía qué ponerme. “Pues inscríbete a un gimnasio,” me había dicho Carlos cuando compartí con él mi preocupación por los kilos que seguía ganando. “¿Mejor ayúdame a bajarlos con ejercicios caseros?”, bromeé con un poco de doble intención porque me cuesta trabajo hablar en serio con él de lo deprimida que me he sentido y lo bien que me vendría tener más sexo, sentirme deseada, amada.
—¡Way…! No puedes dejar que tus 50 pasen como si nada” insistió Teté. Y no. No podía. Llamé a Antonieta y ella a su vez contactó a Lulú y a Armida. En diez minutos teníamos preparado el evento cincuenta. Así que esa mañana me levanté media hora más temprano y me arreglé a fondo antes de ir a trabajar.
—Buenas tardes. Tenemos una reservación, ¿viste linda? A nombre del evento cincuenta —dijo mi amiga a la jovensísma hostess que nos miró con curiosidad. Luego, ella y yo nos sentamos en una banquita en la entrada, a esperar a las demás. Sudaba en mi faja; pero gracias a ella me sentía más o menos segura usando el vestido azul marino cruzado. Si no me veía en un espejo de cuerpo entero ni recordaba la talla, todo estaría bien. Había agregado saco a juego, taconazos, la melena bien planchada, aretes largos. Estaba lista y decidida a doblar el Cabo y disfrutarlo. De pronto, sentí mi corazón expandirse de gratitud al ver al resto de las muchachas del fut, que llegaron juntas, puntuales, sonrientes y dispuestas a celebrar conmigo.
Nos abrazamos y entramos en el restaurante. Antonieta iba vestida con aburridísima elegancia; Armida lucía un maquillaje espectacular; pero tenía el gesto ligeramente fruncido de quien descubrió un mal olor; Lulú presumía una melena reluciente que le daba por debajo de los hombros, y Teté… ay, Teté; la pobre era poco agraciada y aunque le ayudaba su sonrisa siempre dispuesta, llevaba una blusa bordada, artesanía de su tierra, con la que parecía haber ganado por lo menos seis kilos de busto. Formábamos un grupo raro; pero entrañable. Mujeres de distintos orígenes, con diferentes ocupaciones e intereses que sólo habíamos compartido el amor a nuestros hijos, que a su vez compartieron el gusto por el americano. “Yo, si le voy, le voy a los…”; “Además de guapos, juegan bien”; “Weeeeelum…”; habíamos gritado miles de veces juntas. Nos habíamos tronado por igual los dedos de angustia cuando faltaban 3 minutos e íbamos perdiendo por un touch o cuando alguno de nuestros hijos tardaba en levantarse después de un golpe en el campo. Todo eso nos había unido; pero sobre todo, nos había unido esperar. Habíamos esperado a nuestros hijos hasta que sus músculos se habían inflado, nos habían superado en estatura y sus destinos se habían ido dividiendo en becas, novias, trabajos y nuevos intereses. Ahora, los chicos ya no se veían; pero disfrutaban las noticias sobre sus antiguos compañeros de equipo, que nosotras les llevábamos tras nuestros encuentros: “El Pollo se va a casar”, decía yo. “¿Cómo? ¿Qué ese cabrón no era puto?”, bromeaba Pedro, pero se acercaba a mí para escuchar la historia completa y preguntar detalles.
Mientras caminábamos hacia una mesa guiadas por la mesera y luego hacia otra, porque a Armida le pareció que la primera no estaba en un buen sitio, observé a mis amigas, enternecida por el esfuerzo que hacían para estar conmigo ese día y acompañarme a festejar. Nos pusimos al corriente de novedades: pleitos con los maridos, novios y novias nuevos de los hijos, la salud de nuestras madres y padres (que empeoraba); tips de belleza que nos habían funcionado bien y hasta recetas de cocina intercambiamos. Les conté que esa mañana había llegado a la universidad estrenando el saco que Carlos me regaló y me había impresionado que tanto alumnos como maestros se volvieran a mi paso. Me gustaba el vestido azul que llevaba debajo y sabía que la faja hacía su trabajo; pero no había imaginado una reacción así. Disfruté la atención que levantaba a mi paso. Me sentí sexy y atractiva para variar. Estaba empezando a sentirme increíblemente satisfecha de haber logrado llegar con tanta dignidad a mi cumpleaños cincuenta, cuando una de mis alumnas se me acercó y jaló algo de mi espalda. Al instante, sentí cómo una etiqueta se desprendía de la tela. La chica me la entregó. Era una tira roja de unos 30 cm de largo por 5 de ancho, en la que se leía «SALE -40%». Nos reímos. No podíamos parar y mientras lo hacíamos, sentí que se me aguaban un poco los ojos. No de risa. Era una combinación de frustración porque Carlos me había regalado un saco rebajado en un cumpleaños tan especial; miedo porque mi vida llegaba más allá de la mitad y no parecía posible que mis sueños se fueran a cumplir; tristeza porque mi cuerpo se negaba a lucir como yo lo recordaba; y decepción porque las miradas que había atraído no habían sido ni remotamente causadas por mi atractivo. A lo mejor si fuera más flaca y más joven, Carlos me hubiera regalado lencería de seda y la promesa de quitármela en la noche. Poco a poco la risa se extinguió en la mesa. Sacudí mi melena para ahuyentar mi tendencia al pesimismo y volví a pasear la mirada por mis amigas. Las quiero, pensé y recobré el buen humor. Lulú nos contó que estaba tomando unas clases de flamenco que la hacían sudar en serio y le daban elementos de seducción bastante novedosos. “Lo que me cuesta un poco de trabajo —dijo— es memorizar tantos pasos”. “Ay, mira tú, linda. Te quejas de no poder retener los pasos cuando yo ya no retengo ni la orina,” bromeó Teté y se excusó para ir al baño. Otra vez nos lanzamos a fondo a reír y otra vez me sacudí de encima una sensación agridulce.
Armida se quejó de que el platillo que había pedido no se veía tan apetitoso como el de Antonieta. El mesero —que seguramente se llamaba Job— no tuvo objeción en cambiárselo. Pero cuando llegó el nuevo plato y ella lo probó, lamentó no haberse quedado con su elección original porque la carne estaba muy seca. Luego, «le tocó» un tenedor sucio y se lo cambiaron. Estaba a punto de protestar porque su café estaba tibio, pero Lulú —después de cerrarnos un ojo— la convenció de que beberlo seguramente le daría gastritis. A ninguna de las muchachas del fut nos sorprendían las quejas de Armida ni su capacidad para encontrar lo negativo en todas partes. La conocíamos y la queríamos; pero ese día no pude evitar pensar que se volvería una anciana insufrible y ponerme alerta contra mi propia tendencia depresiva, que seguramente me arrastraría por el mismo camino. No. Me decidí. No permitiré que la edad me amargue. Si no he cumplido mis sueños, pues todavía tengo unos años para trabajar; si no me gusta mi cuerpo, me ejercitaré; si Carlos me regala una baratija, le cobraré mi regalo de cumpleaños en la cama; aunque sea en la cama con un masaje de pies. Voy a ser feliz la segunda mitad del viaje, porque me da la gana.
Segunda sacudida de melena para confirmar.
Al parecer pensamientos parecidos a los míos rondaban la mente de mis amigas, porque la conversación se puso seria y nos dijimos cuánto nos echábamos de menos y cuán duro había sido dejar atrás la etapa del futbol y la atención a los hijos y buscar nuevas ilusiones. Además de los problemas de siempre —el dinero que va y viene, los maridos con su genio y sus amantes, los hijos que toman decisiones que no comprendemos— todas estábamos enfrentando la menopausia y diferentes achaques con el mayor optimismo posible. Por si eso fuera poco, lidiábamos con el nido semivacío como mejor podíamos: con clases de desarrollo humano, más horas en el gimnasio, ventas por catálogo, la persecución de un bono de productividad…
De pronto, Teté, regresó a la mesa bufando.
—¡Maldito pervertido asqueroso! —dijo con el acento yucateco que hacía graciosa hasta una afirmación así, mientras volvía a sentarse—. Nomás porque me sorprendió el muy cabrón, porque si no le hubiera armado un escándalo.
—¿Qué pasó? —le pregunté completamente extrañada.
—Pues nada. ¡Que un pelaná cochino me agarró las chichis saliendo del baño! ¡Las dos! Así, ¿viste? ¡El muy caballo! —dijo mientras pasaba una mano barriendo sus dos senos con lentitud.
—¿Cómo? Pero, ¿quién? —se sorprendió Antonieta.
—¡A saber! —protestó Teté—. Un malnacido caliente que me tentó completitas las dos chichis. ¡Las dos!
—¡Asqueroso! Hay que llamar al gerente y decirle —se exaltó Armida.
—¡Eso! —la apoyó Teté.
—¡Qué asco! No cabe duda que los hombres no respetan nada —intervino Lulú. Y yo no comprendí bien a qué se refería. ¿A que no respetaban un lugar tan elegante? ¿La edad de Teté? ¿Las dimensiones de sus senos?
—Yo salía del baño cuando siento que me agarran así —volvió a gesticular Teté para mostrarnos y tuve que contenerme para no reír, porque se acentuó su cantadito con el coraje—. Así, ¿viste? Me quedé pasmada. No pude ni moverme. No podía creer tanto cinismo. Y en lo que reaccioné, el tipo ya se había ido.
—Eso es abuso. Hay que denunciarlo. Llama al gerente —insistió Armida.
Antonia tomó el control de la situación y las calmó. Hacer un escándalo sólo lograría echar a perder mi cumpleaños. Todas se serenaron y comenzaron a intercambiar recuerdos: una nalga palmeada en el metro; un exhibicionista que se abre el pantalón en una calle oscura: un pene duro repegándose contra tu pierna en un pesero; alguien que te grita una grosería en la calle; respiraciones agitadas y anónimas al teléfono… Me quedé pensando si me sentiría muy violentada por un apachurrón de chichis. Yo también, de jovencita, había experimentado la incomodidad y el miedo ante esas experiencias. Sin embargo, hacía tantos años que algo así no me pasaba que no sabía si ahora lo viviría igual. Evoqué mis encuentros sabatinos con Carlos. La frustración cuando él se giraba en la cama y me daba la espalda, después de una cortísima cogida y su aparatosa venida, dejándome húmeda y con varias fantasías incumplidas atoradas en la garganta. Eso y algunos videos porno en internet constituían mi vida sexual. Hacía años que no ligaba. Nunca había tenido una aventura extramarital y evocar la última vez que me habían dicho un piropo en la calle me costaba trabajo. Pero que te toqueteen sin tu permiso es una especie de robo, me dije. Es violento, es un alarde de poder que tiene el fin de hacerte sentir objeto. Pero objeto de deseo, me respondió otra voz dentro de mí, en un rapto francamente esquizofrénico. Me sentí dividida entre mis convicciones y mi cuerpo decadente, pero anhelante y dispuesto a pasar por alto escrúpulos morales, con tal de sentirse vivo. No podía creer que Teté, tan feíta la pobre, fuera víctima de un acoso mientras a mí nadie me tiraba ni el más mínimo lazo desde hacía años. “¿De qué te quejas?”, quise decirle. Sentirse deseada no puede estar tan mal, ¿o sí? Inmediatamente sacudí la melena con violencia. ¿Y mi autoestima?, me pregunté molesta. ¿Había caído tan bajo que estaba añorando que me faltaran al respeto? ¿Estaba sintiendo envidia de un manoseo callejero? No estoy pensando claro. Me estoy volviendo loca por falta de sexo.
Miré a Teté: chaparrita, bastante entrada en carnes, con un corte de pelo desfavorecedor, las canas asomando por las sientes mal pintadas y tenía aquella especie de almohada rellenando su blusa bordada. Tuve que contenerme para no decirle que agradeciera el pequeño gesto de deseo en lugar de indignarse. ¡Es violencia! ¡Una falta de respeto!, me regañé y me mordí los labios para no decir una insensatez que ofendiera a alguien y revelara el secreto de la insatisfacción que al parecer me había destruido todas las neuronas. Un mesero trajo el pastel y todas parecieron olvidar el incidente. Me cantaron las mañanitas, me abrazaron, hicieron que pidiera un deseo y soplara una vela. Sin embargo, yo seguí un rato distraída con mis pensamientos. Todas mis amigas tenían la misma opinión sobre el “maldito cochino que toqueteó a Teté”. Nadie dudaba. Yo antes tampoco habría dudado. Yo sabía que no debía dudar; pero no dejaba de preguntarme qué mensaje habrá querido transmitir ese hombre. ¿Su gesto fue un me gustan tus chichis enormes o se trataba de una burla del tipo tienes un panqué esponjado en vez de pecho? ¿Lo hizo con afán de fastidiar? ¿Fue para decir lo hago porque puedo y tú te aguantas? ¿De veras pretendía humillar a Teté? ¿Cosificarla? ¿O era una invitación al cachondeo, un reconocimiento de que sus pechos eran apetecibles aún y se le antojaban? De cualquier forma fue sin su consentimiento. De cualquier forma fue una agresión, me dije.
Mientras yo me debatía entre si expresar o no mi sentir, la cuenta llegó para salvarme. Las muchachas insistieron en que yo era su invitada. Nos abrazamos, dijimos muchas veces que teníamos que vernos más seguido, intercambiamos consejos, buenos deseos y promesas de llamarnos, les di muchas veces las gracias.
Caminábamos hacia la salida, cuando de pronto Teté dio un gritito que nos paralizó.
—¡Way! ¡Es ése, ¿viste?! —me codeó —¡El del piano es el pelaná que me agarró las chichis!
Cuatro pares de furiosos ojos oscuros se fijaron en el pianista. Armida incluso dio un paso al frente.
Y fue entonces cuando la risa sacudió mi cuerpo y a duras penas alcancé a articular una frase antes de comenzar a atragantarme y a llorar.
—¡Es ciego! —dije. Mis amigas se fijaron en los lentes oscuros y el bastón doblado sobre la cola del piano y soltaron también la carcajada.
—¡Way! ¡¿Entonces éste nomás me tentó para orientarse?! —se quejó Teté.
—¡Pero qué imbécil! —sentenció Armida.
Tuvimos que sentarnos junto a la entrada, en la banquita donde la gente espera a que le asignen mesa, y cruzar fuertemente las piernas para evitar orinarnos de la risa. Y entre carcajadas, sentí renacer en mí la certeza de estar dejando atrás el Cabo de Buena Esperanza cargada con el buen augurio de su nombre.

Olga Varela Mejía (México, 1971). Estudió Literatura Latinoamericana (UIA). Ha publicado un libro de cuentos —Sueños de indigestión (Tinta Rosa, 2017)—y la novelaCon los mismos ojos (Tandaia 2019). Coautora del guion cinematográfico Entrenando a mi papá (2016) y de dos guiones de cortometraje: Igualdad y Damas y caballeros. Obtuvo el primer lugar en el Concurso Internacional de Cuentos de humor Jara Carrillo 2010.