Paula Busseniers

Una lluvia pesada y monótona inauguraba el otoño. De vez en vez, unas rachas traicioneras recorrían el cuarto en que nos reuníamos a charlar de libros y de cuentos. El ambiente favorecía la intimidad, con los estantes repletos de viejos volúmenes y el exceso de sombras en los rincones. Nosotras tres compartíamos la mesa debajo de la única lámpara y nuestras figuras se reflejaban en los libros abiertos sobre el mantel color marrón.
Habíamos llegado sonrientes y parlanchines a la reunión, pero después de discutir acerca de un cuento de Quiroga cuyo final nos había impresionado, un creciente desasosiego se apoderaba del pequeño grupo de mujeres. Escuchamos en silencio el acompasado goteo del aguacero sobre las tejas hasta que Cecilia interrumpió el letargo con un hondo suspiro.
—Se dan cuenta —dijo en voz baja, menos como una verdadera pregunta para nosotras que como una cavilación personal—, se dan cuenta —repitió— que Quiroga casi estaba predestinado al suicidio con tantas muertes trágicas, la de su padre, las de sus dos esposas. Él mismo decidió quitarse la vida tomando veneno.
Vi que Elena asintió con un ligero ademán de la cabeza. Inexplicablemente me recordó a mi tía que solía hacer el mismo gesto. No sospechamos nunca qué fue lo que la orilló al suicidio, con toda discreción, sin que las sobrinas sospecharan lo que planeaba. Sólo lo supe después del entierro. La hermana mayor nos lo contó. Nadie había querido revelar la verdad, ya sabes, para evitar el escándalo. El cura no hubiera permitido su entrada a la iglesia. Ni al panteón.
Sentí que me faltaba el aire y bruscamente me ausenté de la mesa. Quedé un largo rato debajo del alero del viejo caserón, mirando cómo las gotas caían en un charco, cómo creaban ondas expansivas hasta que empecé a temblar, quizás de frío, quizás del puro recuerdo.
Cuando di unos pasos hacia dentro del pequeño recinto, una pesada mirada me detuvo cerca del umbral. Junto a la vieja escalera de caracol, casi en penumbra, vi a un hombre enjuto vestido de negro que me miraba con extrema frialdad. Nos observamos mutuamente. Me parecía que lo conociera, con su nariz recta, frente amplia y la inconfundible barba. Sentí un agudo dolor, como si alguien me hubiera golpeado con rudeza en el estómago. La lluvia tamborileaba fuerte en el techo, el aire soplaba como si en cualquier instante fuera a desatarse una tempestad. La realidad se trastocaba. Me vi transportada a otra época y a otro espacio. Los ojos penetrantes del individuo me paralizaban, su severidad me asfixiaba. Todavía logré pensar: “¡No! ¡No quiero ser su víctima!”

Paula Busseniers (Leuven, Bélgica, 1947). Traductora y poeta. Fue co-traductora de Huesos de Jilguero, antología poética de Janet Frame (UV, 2015) y algunos de sus textos han aparecido en publicaciones como: La Palabra y el Hombre, La Coyolxauhqui, Tintero Blanco y Pérgola. Publicó una serie de haikús en la revista Tema y Variaciones de Literatura (UAM).