Morayma Cervantes

Sentada frente a la puerta de la cocina, Renata observa a su abuela desmembrar el pollo, cortar las calabazas y pelar las zanahorias. “Se debe de limpiar bien la sangre antes de meter al pollo en la olla”, le dice su abuela, al tiempo que abre el grifo y revisa los muslos del ave muerta. Renata mira asqueada el proceso porque odia comer caldo, sobre todo de pollo, pero está de visita en la casa de la abuela y no puede decir que no. Se siente enojada y aburrida.
Le da nostalgia mirar las grietas de la tierra por donde las hormigas van cayendo una a una, los árboles del desierto que no alcanza a comprender cómo es que se mantienen vivos y los perros flacos que vigilan incansables algún cambio en el horizonte. Como telarañas se van enredando los prejuicios en la cabeza de Renata, pero no dice nada, se queda impávida mirando los ríos de arena y la soledad reflejada en las ventanas de las casitas blancas, de las que muy pocas veces sale alguien.
—¿Por qué vive aquí? —le pregunta a su abuela sin voltear a mirarla.
—Porque aquí nací —le contesta la viejecita de cachetes rosados.
—¿Y nunca ha pensado en vivir en otra parte?
—No.
—¿Por qué? —pregunta Renata con esa impaciencia propia de las personas acostumbradas al tráfico y la comida rápida.
—¿Para qué, si aquí he vivido toda mi vida? No le veo el caso a salir.
—¿Y antes? Cuando era joven, ¿no se quiso ir?
—Tampoco.
—¿Y mi abuelo? ¿Él no se quiso ir alguna vez?
—No, a él le gusta vivir aquí, le gusta buscar oro en los ríos.
—Pero los ríos están secos.
—Antes llevaban mucha agua.
—Ahora sólo llevan piedras y tierra —concluye Renata con un suspiro, cansada de buscar respuestas.
Las dos se quedan calladas, Renata se muerde las uñas porque no sabe qué hacer con su tiempo y la abuela se queda en su silla mirando el camino como cada tarde. Renata calcula mentalmente la edad de su abuela tratando de saber cuántas tardes ha pasado sentada en la misma silla, viendo los mismos árboles, siempre con las manos cruzadas y la mirada quieta. Renata la observa con detenimiento, parece haberse convertido en una estatua a fuerza de tanta calma. En cambio, a la niña el silencio la vuelve loca, le zumban los oídos, siente que de un momento a otro la cabeza le puede explotar.
Su abuela la desespera. El silencio la desespera, la soledad, el calor, el camino lleno de piedras, las plantas siempre sedientas, las casas viejas y tristes, los cielos amarillos, llenos de pájaros cansados de tanto volar en medio de la nada. Le desespera la quietud, los minutos que parecen eternos, el cansancio de estar siempre sentada sin hacer nada. Le desesperan los remolinos de tierra que le ensucian los cabellos y le nublan la vista, el sudor escurriendo de su frente, los labios siempre partidos, la ropa que se le pega a la piel. A Renata le irrita incluso respirar porque el aire le llena los pulmones de fuego.
—¿Por qué todas las casas son blancas? —pregunta Renata, a fin de romper el silencio.
—Por la cal —contesta la abuela, sin voltear a verla siquiera.
Tanta quietud le llena la mente de preguntas, y ella imagina que las ideas corren en su cabeza de un lado para otro formando ráfagas de viento, pequeños tornados que la van destruyendo por dentro y lo peor es que nunca nadie le contesta como ella desearía.
Los días son todos iguales: cuando Renata despierta su abuelo ya no ésta en la casa y su abuela, como siempre, se encuentra cocinado algo. Quién sabe de dónde sale la comida, la niña nunca ha visto una tienda cerca. Mira cómo la abuela hace milagros en la estufa calentando el agua para el café, eso es lo único bueno de estar de visita (la dejan tomar una taza cada día y además le gusta mirar cómo las tortillas se inflan en el comal). Se siente cansada, quisiera pasar todo el día dormida, pero no puede porque hace mucho calor y, además, mamá le ha pedido que sea amable con la abuela: “sólo estás de visita unos cuantos días, puedes hacer un esfuerzo”.
La puerta está abierta como siempre y Renata se sobresalta con la visión de una sombra, no está acostumbra a la presencia de su abuelo que se pasa el día trabajando, sabrá Dios en qué. El viejo le sonríe como pidiéndole disculpas por haberla asustado, se quita el sombrero y cubre el suelo con un ramo de flores. El aroma fresco lo inunda todo, Renata inhala y exhala con júbilo. La casa de sus abuelos siempre huele a tierra, a seco… Las flores la hacen sentirse contenta.
—¿Por qué tiene flores? —pregunta Renata saltando de la cama y sin ponerse los zapatos.
—Para los muertos —le contesta el abuelo, al tiempo que se sienta a la mesa y pone el sombrero en la silla de al lado.
—¿Cuáles muertos?
—Mis muertos —contesta el abuelo sin más explicaciones.
—Todavía no es Dos —replica la anciana sin dejar de vigilar las tortillas y antes de que Renata pueda lanzar otra pregunta su abuelo le gana la palabra:
—Tengo un presentimiento. Se me hace ya no llego hasta allá, por eso mejor los visto de una buena vez.
Los viejos se quedan callados, Renata no comprende nada, pero sabe que no puede hacer más preguntas. La asusta la quietud del abuelo; lo mira preparar su café, menear la cuchara dentro de la taza hasta que los granitos de azúcar quedan reducidos a nada. Se queda callada con el olor de las flores inundándole los pulmones y los pies descalzos acariciando el frío suelo.
Esa misma tarde, Renata observa cómo su abuelo se marcha con las flores, va al panteón a visitar a sus muertos, a los muertos que Renata nunca conoció y a los que jamás les podrá hacer preguntas. Una visita sorpresa antes de tiempo, pero como suele decir su abuela, los vivos presienten y los muertos lo saben todo.

Morayma Cervantes (Chihuahua, 1993). Egresada de la carrera de Letras Españolas en la Universidad Autónoma de Chihuahua, es cuentista, ensayista y apasionada de la investigación literaria.