Luis Enrique Aguilar Ramos

Cristian boleó sus zapatos una noche antes, los apartó junto a un pantalón de vestir y camisa; no llevó corbata (por más que su padre le enseñó, no aprendió a hacer el nudo). Tomó su mochila, vestido con el uniforme del equipo. Salió de casa.
Para todos es normal que llegue media hora antes, cuando le preguntaron la razón, respondió “me sirve para estudiar al rival”. Ni siquiera el entrenador es tan puntual. De sus compañeros, ni hablar. Sólo por eso tiene el respeto de ellos.
En el pizarrón de la tienda de la calle escribieron el horario del partido. “Pony vs Gatos bravos viernes 19:00 horas”. Estos equipos son acérrimos rivales por ser de calles distintas, es una tradición de años. A lo largo de la semana, en la secundaria, se habló del encuentro. Tania calentó los ánimos, dijo que, al equipo ganador, su papá le pondría más cervezas en sus mesas durante su fiesta de quince años.
En la colonia, Tania es querida porque su padre es dueño de una bodega en La Merced. En el barrio suponían que esa familia era acaudalada, lo creían así por las cuatro camionetas y dos autos que tienen. El señor tiene la convicción firme en que su hija debe estudiar en escuela pública para valorar el dinero.
Cristian estaría en la fiesta, pocas veces cierran la calle para celebrar. Se hallaba emocionado por el partido, la fiesta y porque Sara le dijo que sólo bailaría con él. Se atraían desde primero de secundaria y ya habían fajado…
Tania y Sara se caen mal, a las dos les gusta Cristian; la primera lo trata mal porque arde de celos cuando lo ve besarse con Sara. Alguna vez fueron amigas, pero nunca se confesaron el gusto mutuo. Sara ni siquiera imagina que a Tania pueda gustarle su novio (de hecho, antes de acabada su amistad, le confesó que Cristian le metió los dedos, a la hora de la salida, debajo de las escaleras de metal. A partir de ese día, la amistad se terminó; seguían hablándose, pero se distanciaron. Sara no entendía y, aunque le extrañó, encontró el refugio indicado en los brazos de su galán).
Cristian es banca de la defensa central. El entrenador le dio oportunidad de jugar los últimos cinco minutos del primer partido de la temporada. Aquella vez ganaron 4-0. Durante diez fechas, su madre le repetía que dejara de gastar dinero en el arbitraje. Aferrado, asistía por orgullo, como su padre. Él también fue banca, (quizá por eso nunca lo llevó a un partido, aunque tampoco tuvo el valor suficiente para destrozar la ilusión de su hijo: inventó historias donde él era el héroe del partido). Cuando murió en un accidente vial, Cristian tomó su uniforme del equipo y tacos de futbol.
Gutiérrez, delantero de los Gatos bravos y exnovio de Sara, va en el tercero C. No deja de insistirle que regresen. Cristian lo odia al grado de pedirle a su amigo, el Mixhuco, que lo lastime, es su marca.
Tras el calentamiento, el Profe contó catorce jugadores (sus muchachos aprendieron a jugar con dos cambios). Les entregó sus gafetes, revisó que sus tacos estuvieran limpios y dio el último impulso para entrar a la cancha. Era la semifinal, a una vuelta, lo que estaba en juego.
La fiesta comenzó a las nueve. Cristian cargó pantalón, camisa de vestir y zapatos negros. Recién bañado, peinado con gel; antes de salir de casa, frente al espejo y después de peinarse, se sintió guapo. No sería necesario regresar a casa tras el juego, dio por hecho que vería el juego desde la banca.
Para evitar distracciones, como regla general en el equipo, recordó que durante el partido todos los celulares permanecerían dentro de las mochilas. Antes de comenzar, Cristian revisó por última vez el aparato para comprobar si Sara escribió. Tenía poca pila. Apagó el celular.
El juego se trabó en media cancha desde el inicio. Barridas, hachazos y rodillazos en los muslos provocaron un empate a cero al finalizar el primer tiempo. En el entretiempo, Cristian le recordó su petición al Mixhuco; aprovechó las indicaciones del Profe para escribir un mensaje a Sara: “te kiero, hermoza”. Lo apagó al terminar. Los jugadores regresaron a la cancha, se reanudó el encuentro tras el pitazo del silbante.
En veinte minutos, el profe gastó sus acostumbrados dos cambios. El ansia carcomía a Cristian. Se arriesgó a prender el celular. Sara respondió el mensaje “no lleguez tarde. Me boi a vañar”. El marcador seguía igual.
Pelotazo, Mixhuco corriendo pegado a Gutiérrez, sólo ellos dos antes del portero. Se jaloneaban al máximo de su velocidad. El portero se adelantó. Gutiérrez controló el balón, Mixhuco cedía terreno. Poco antes del área grande el portero se barrió, Gutiérrez tiró un codazo a Mixhuco, le abrió el labio. Los escasos segundos de distracción bastaron para perder de vista la jugada y recibir los tacos de su compañero en la rodilla, quien se aventó al bulto tratando de tirar a los dos y detener la jugada. Por la inercia, el balón salió rebotado y entró en la portería. El silbatazo del árbitro indicó la ventaja, por un gol, de los Gatos bravos.
Una jugada costosa para el Pony. Aparte del gol, Mixhuco se lesionó, pedía su cambio a gritos.
—¡Cristian, para adentro!
Al escuchar a su profe, quiso escribirle a Sara que entraría a jugar. Por los gritos desesperados, no tuvo oportunidad. Tampoco apagó el celular. Entró buscando venganza y terminar con las insistencias de Gutiérrez hacia Sara. La porra contraria, formada por tres señores, gritó: “sale uno pendejo y entra otro más pendejo”. Cristian pensó que era personal, a nadie más le gritaron. Desencanchado, dejó pasar dos balones para Gutiérrez. El portero detuvo los disparos y le mentó la madre a su defensa central previo a sus despejes.
El gol del empate entró al minuto ochenta. El menos contento fue Cristian. El Pony dominó los diez minutos restantes, se jugaron en la cancha de los Gatos bravos. Cristian y Gutiérrez quedaron solos a media cancha.
—Me voy a coger a Sara. Chingo mi madre si no la embarazo hoy.
—Te voy a romper la madre si te le acercas.
—¿Te dijo que le metí los dedos?
Los Gatos bravos recuperaron el balón. Armaban la jugada de contragolpe. Pasaron el esférico a Gutiérrez, quien antes de recibirlo, sintió el cuerpo de Cristian sobre él, se dejó caer gritando de dolor. La jugada siguió, Cristian despejó.
—¡Párate, pinche puto!
Gutiérrez no se levantaba. Forzado, su entrenador lo cambió. Mientras salía, Cristian vio la mano derecha de su enemigo pintándole huevos.
Se escuchó el silbatazo final. Los tiempos extras eran inminentes. La mayoría de los jugadores se tiraron en la tierra para recibir masajes y beber agua. Cristian corrió al celular para escribirle a Sara que llegaría tarde, el profe le gritó que asistiera a sus compañeros.
Dio inicio el primer tiempo extra. Intranquilo, Cristian volvía el rostro a la banca contraria, no veía a Gutiérrez. Los minutos seguían. El sudor escurría por su frente. Se ensució jugando el partido de su vida creyendo que haría esperar a Sara. Gutiérrez seguro estaba listo.
Cambio de portería, sin descanso, al terminar el primer tiempo. Los quince minutos finales tuvieron la misma tónica. Tiro de esquina a favor de los Gatos bravos a unos cuantos minutos de finalizar, su última oportunidad para evitar los penales.
Serie de rebotes tras el cobro; gritos, amontonamiento en el área. Pegado al primer poste, Cristian seguía el curso del balón entre los cuerpos, le llegó el balón. Si despejaba, los penales serían inminentes. Disparó. Marcó autogol. Sus compañeros vieron caer sus ilusiones mientras crecía su odio. ¿Por qué tomó esa decisión? El árbitro pitó. Los jugadores del Pony tomaron el balón y se acomodaron en sus posiciones. El tiempo fue insuficiente. Un minuto después del festejo de los Gatos bravos, finalizó el encuentro. Cristian salió disparado. Sujetó su mochila. No prestó atención a los insultos del Profe y sus compañeros. Corrió directo a la regadera de su casa.
Le urgía tanto llegar con Tania, que olvidó cargar la pila del celular. No escuchó los intentos de su madre por hablarle. Al peinarse frente al espejo, ya no se vio tan galán como antes del encuentro. Salió corriendo. No escuchó el grito de su mamá avisándole que le llamaron a casa.
La primera que vio, al llegar a la fiesta, fue a Tania; lo esperó con ansias, sentía merecerlo por ser su cumpleaños.
—¡Cristian! Qué bueno que viniste. Te guardé un lugar cerca de mi mesa.
—Ah, hola Tania. ¿Has visto a Sara?
—¿Qué le ves a esa naca? Creo que anda con Gutiérrez.
Cristian se encendió al escuchar esto. Los Gatos bravos celebraban gracias a él. Música y risas; baile, pláticas y arrimones sobre la pista. Sara no estaba por ningún lugar. El Mixhuco, cojeando, le dio un golpe al estar cerca de él, “eres un pinche pendejo”, le dijo. Sus compañeros le respondieron que chingara a su madre cuando pidió oportunidad de sentarse en su mesa. Gutiérrez le dijo que Sara ya le había chupado la verga.
—Se fue llorando, cabrón. Le lastimé la garganta.
—Chinga tu madre, pendejo.
—Neta, wey, no pensé que le cupiera toda.
Al escucharlo, le estrelló un golpe en el pómulo izquierdo. El otro se defendió de inmediato; se trenzaron. Se hizo un círculo al centro de la pista, el reggaetón sonando y los golpes seguían. Ninguno cedía terreno. Los ánimos se contagiaron. Ardido por la derrota, El Pony se lanzó contra los Gatos bravos. Se formó la campal.
Volaron botellas y platos. Algunos adultos trataron de calmar el ambiente. Los profes de ambos equipos, que en un principio bebían en la misma mesa, también se agarraron a golpes. Viejitas y niños pegados a la pared. El calor del alcohol inspiró a que los hermanos, primos, tíos y padre de Tania repartieran patadas al por mayor. La mayoría, dirigidos a los mariguanos colados al festejo.
Cristian, tirado boca arriba sobre el suelo, recibió los sólidos golpes de Gutiérrez, hasta que sangró. Pero la suerte le sonrió, el Mixhuco se compadeció y le quitó de encima a Gutiérrez.
—¡Pélate, pendejo! —le dijo a Cristian.
En franco escape de la fiesta, Tania alcanzó a jalarlo. Intentando zafarse de ella escuchó sus reclamos.
—Arruinaste mi fiesta, pendejo.
Un par de hombres iban sobre Cristian, soltó su brazo de la mano inquisidora de Tania, corrió con desesperación. Cuatro o cinco calles más adelante, dejó de escuchar pasos tras de sí, se detuvo hasta llegar a su casa.
Las luces apagadas. Su mamá dormía. Entró directo a su cuarto. La camisa blanca teñida de rojo. Conectó el celular a la corriente de luz para prenderlo. Ahí leyó: “Mis papás no me dieron chance de ir. Me chingaron x reprovar español. Yo también te kiero. El lunes nos vesamos”.
Cristian aventó el celular. “Puta madre”, gritó. Se recostó sobre su cama. Pensó tirar a la basura los tacos de su padre, no merecía usarlos ni un partido. El rostro hinchado le dolía. Un largo fin de semana de explicaciones a mamá estaba por llegar.

Luis Aguilar Ramos (Ciudad de México, 1987). Narrador, ensayista y cuentista, Licenciado en psicología. Ha publicado en diversas editoriales independientes y en ediciones impresas y electrónicas, así como en antologías de cuento.