José Alejandro Panting Balderrama

En el zoológico de San Aparicio exhiben un tigre indómito, como ninguno otro. Todos los domingos, desde esa hora en que el huevo estrellado ya no se antoja hasta la hora en que los niños comienzan a necear por cansancio, se puede asistir al zoo para contemplar al feroz ejemplar.
Miguel Callejón ha sido su cuidador en jefe por más de 5 años. Lo apodó Ramoncito para contrarrestar su carácter belicoso y así hacerlo más accesible para los niños. “Si las cadenas no someten a este animal, habrá que intentarlo con palabras”, anunció Miguel cuando presentó su iniciativa de nombre. Por supuesto, él tiene el coraje de un necio porque jamás ha titubeado al encarar a Ramoncito, como un padre autoritario lo haría con su hijo insurrecto. Aunque en realidad han sido pocas las veces que Miguel y Ramoncito se han tenido que enfrentar, pues a pesar de que el segundo es un colérico proyectil con colmillos, en presencia de Miguel la bravura de la fiera se transforma en amarga docilidad.
La incontinencia de Ramoncito atrae todos los domingos hordas de gente impacientes por echar una mirada dentro de la jaula principal del zoo. “Dicen que esos 12 metros cuadrados contienen al mismísimo diablo”, se murmura ansiosamente entre las filas de la taquilla. La jaula de Ramoncito ciertamente es pequeña, pero si fuera más grande habría momentos en los que el tigre se ocultaría de la vista de los espectadores, y por supuesto, los dueños del zoo no quieren eso (“más vende el tigre cuanta menos privacidad tenga”). Por lo mismo, Ramoncito no goza de una cueva oscura para dormir, ni de un riachuelo para zambullirse, ni siquiera de columpios para divagar; su jaula lo delata y desnuda como lo hace un desierto con sus oasis. “A mí me parece que las condiciones en que tienen a Ramoncito son un insulto a toda la Naturaleza”. Sólo Dios sabe qué hará Ramoncito el resto de la semana cuando no lo exhiben. Quién sabe siquiera si a los animales les gusta hacer cosas. “¿Y pa’ qué quiere columpios un monstruote como ese de todos modos? ¡Este tigre lo que necesita son grilletes!”; “¡Ramoncito ni qué nada! ¡Ese nombrecito de niño no le va! Habría que ponerle Hugo, Brazo o Tosco, apenas así… En una de esas hasta se van a burlar de San Aparicio por tener un tigre con nombre de maricón”. “Pero, papá, si de por sí ya da miedo”. “Nombre, hijo, pero mira, que ya va a empezar su show”.
Entre los cientos de gentes que se aglutinaban frente a la jaula de Ramoncito para mirar su espectáculo había un señor que destacaba. Su nombre era Don Fortunio y no se ausentaba un solo domingo. De hecho, había asistido a todos los espectáculos de Ramoncito desde que este había sido traído por unos inversionistas que nadie conocía y que habían llegado de un lugar cuyo nombre nadie recordaba. “Pero qué bueno que nos trajeron a Ramoncito a nosotros, y eso que hay ciudades más modernas, más avanzadas que la de nosotros.” Y es que la furia de Ramoncito había traído consigo nuevos aires a San Aparicio. Ahora San Aparicio era el lugar donde tienen al animal más increíble del globo. La realidad es que, contrario a lo que algunos decían, a San Aparicio se le recordaba y se le respetaba por su tigre de nombre curioso. En fin, este Don Fortunio era de una mirada triste, andaba como anda un melancólico; mientras avanzaba, sus pies no respetaban ningún ritmo y sus manos pocas veces se quedaban quietas. Usaba su bigote largo quizá para que hiciera juego con su ceño siempre curvo e inquisitivo. Don Fortunio era más bien un inconforme, y por eso tenía fama de loco.
Lo que hacía a Don Fortunio brillar entre la multitud era que se preocupaba por Ramoncito. Se preocupaba en serio. No pocas veces había lanzado graves insultos contra los dueños del zoo, algunos de los cuales eran demasiado difíciles de digerir para los estómagos de las madres aparicienses. Ellas, en cuanto llegaba Don Fortunio, se preparaban para apartar con sus manos las palabras del anciano de los oídos de sus hijos. Don Fortunio les recriminaba a los magnates que tenían a Ramoncito peor que a un preso. Le enfurecía que la gente vitoreará los maltratos al tigre, que no era más que una víctima del llamado showbiz. Y sobre todo le entristecía la mirada de Ramoncito. Don Fortunio lograba ver gritos de auxilio y anhelos de compasión donde los demás sólo veían colmillos ensangrentados y arrebatos furiosos. Estas intuiciones hacían de Fortunio un reclamo vivo: “¿Cómo no lo pueden ver? ¡El tigre que tienen ahí está sufriendo! ¡Su enojo no es más que la asfixia de un oprimido, el llanto de un humillado! Ramoncito es una persona, y tú Miguel Callejón, te vas al infierno por hacerle el mal”. Quién sabe si es posible entender a los tigres; sin embargo, Don Fortunio era acaso el único apariciense que quería entenderlos.
Miguel Callejón hizo la tercera y última llamada y, altivo, dio inicio al espectáculo de Ramoncito. “Y usted Don Fortunio, ya no sea tan amargo. Mire usted con atención lo que va a hacer Ramoncito el día de hoy y ya me dirá si no cambia de opinión. ¡Este tigre es un desquiciado!” Los shows en realidad no eran muy complejos, porque los fans de Ramoncito no pedían demasiado: ya sólo mirar al tigre era gran cosa. Eso sí, Miguel procuraba que el espectáculo no fuera siempre el mismo, no porque Ramoncito pasara de moda, sino porque a él mismo le encantaba el reconocimiento. A Miguel le gustaba ser el señor del gran tigre de San Aparicio, además de que la paga era bastante buena. Y dado que Miguel era francamente muy bien parecido, y tenía una gran habilidad para soltar la lengua, no le resultaba nada difícil acelerar el corazón de los espectadores ni inventarse nuevas dinámicas con Ramoncito. Tan excelente era Miguel en lo que hacía, que jamás había practicado un acto; todo salía de pronto, como esos cohetes de feria que nadie espera, pero que todo mundo agradece y vitorea.
De manera que el número de hoy era inédito, hasta para los seguidores más veteranos de Ramoncito. Y, honestamente, lo que Miguel había preparado sí que era una cosa de locos. Y, de todas maneras, ¿qué es un buen cohete si no asusta un poco a la gente? Tras el ligero pero habitual encontronazo entre Fortunio y Miguel, el público calló completamente, centrando toda su atención en la celebración que estaba a punto de comenzar. A Ramoncito, que todos asumían no entendía una palabra de lo que su cuidador decía, también se le veía inquieto, como si estuviera a punto de hacer algo que no comprendería, alguna cosa indigna de tigres. Tras las anchas caderas del animal se abrió una discreta compuerta metálica, que crujió empalagosamente al abrirse. De la oscuridad del hueco emergió un incauto corderito. “Damas y caballeros, les presento en toda su sinceridad la…” Don Fortunio apartó la vista y suspendió su oído, deseoso de que el resto de la gente hiciera lo mismo. ¿Quién no ha sentido alguna vez que el comer también permanece al reino de la intimidad?
El público no lo sabía, pero Ramoncito llevaba un par de días en ayuno obligatorio. Obviamente Miguel no iba a dejar detalle alguno al azar. Este hombre era un minucioso y un loco cuando de su espectáculo se trataba: el festín de hoy tenía que salir bien, debía verse visceral, tenía que ser real. Ramoncito ni siquiera tuvo que hacer contacto visual con su presa para saber que estaba a medio salto de su alcance; su aroma a horror y arrepentimiento ovino bastó para delatarla.
Se dice que los tigres, y este tigre en particular, se alimentan más bien de la voluntad de sus presas. Por eso acechar y cazar son para el tigre actividades tan fisiológicas como lo es comer. El acecho pone nerviosa a la presa, pone a trabajar su voluntad de escape. La caza la hace entrar en pánico, agobia su voluntad de supervivencia. Y finalmente lo que es la comida material para el tigre —la ingesta de la presa— es asimismo la destrucción de su voluntad en general. Por eso los tigres no son y no serán nunca carroñeros: necesitan cazar, requieren maltratar psicológicamente a sus inferiores y por hacerlo, se les considera verdaderos salvajes. Habiendo Miguel anunciado todo esto con un todo menos divulgativo y más juguetón, Ramoncito terminó hasta con el último capilar del corderillo. (Qué extraño que las madres aparicienses aparten los sentidos de sus niños de las grillas entre Fortunio y Miguel, pero esta violencia sofisticada, desinteresada, natural como le llaman, que exhibe el tigre, no sea merecedora de ninguna forma de censura maternal). Ese domingo terminó bien: el orgullo de Miguel, el ansia de los espectadores, el estómago de Ramoncito y la paciencia de Fortunio; todos colmados.
Era lunes y Ramoncito no estaba en su jaula. Debido a la estupefacción del día anterior, nadie había notado el horrible chillido que había lanzado la compuerta de donde salió el cordero, que acusaba una discreta avería. Nadie notó tampoco que la puerta no se volvió a cerrar. Ramoncito no dejó escapar la oportunidad de fugarse, como un recluso que encuentra su celda entreabierta. Seguro se había reído por primera vez en su vida mientras serpenteaba entre los ductos y corredores que desembocaban en su libertad, como un codiciado mar. El pánico tampoco se hizo esperar entre los administrativos, quienes llamaron inmediatamente a Miguel para que arreglara el desastre. Si Ramoncito lograba salir del zoo…
Miguel arribó rápido y buscó sus instrumentos de contención. Habían acumulado años de telarañas y polvo, pues nunca antes se habían necesitado. Miguel también tomó su rifle: sospechaba que dos no podían salir victoriosos de la bronca que estaba a punto de estallar. “Ramoncito sigue dentro de las paredes del zoo, lo sé porque lo conozco; ese tigre no se va a ir sin antes vengarse de mí, es un animal rencoroso. Refúgiense y yo me encargo. Para el atardecer no habrá nada más que temer”. Buenas armas se cargaba Miguel para su enfrentamiento, pero la menuda pedantería que llevaba encima, esa iba a ser decisiva.
Miguel buscó a Ramoncito no por poco tiempo y tampoco sin algo de placer. Incluso se podría decir que su intención estaba más cerca de cazarlo que de encontrarlo. Al fin, Miguel sorprendió a Ramoncito en el ala oeste del zoo. Estaba escalando una escabrosa pared de ornamentación que resguardaba las oficinas de los cuidadores. “Eres un gato bien predecible”, exclamó irónico Miguel. Apenas lo oyó, Ramoncito bajó de un salto y se aprestó a su encuentro. Esta sería sin lugar a dudas una batalla impresionante. “Si tan solo pudiéramos hacer de nuestra pelea nuestro último acto, Ramoncito, la gente nos compondría épicas y nos dedicaría aforismos. ¡Nuestra batalla nos volvería inmortales!”
Ramoncito se abalanzó contra su adversario, su opresor finalmente convertido en presa. Miguel lo esquivó habilidosamente, aunque se llevó un vengativo zarpazo en el vientre. “La Naturaleza por fin le declara la guerra al hombre, dudo mucho que ella viva para contarlo”. Miguel se hizo perseguir hacia una posición más cómoda, desde donde logró conectar una bala en el costado de Ramoncito. El tigre chilló como una locomotora vieja, pero se incorporó al instante. Lanzó una mirada de fuego al individuo que por última vez lo habría herido. Miguel, muy valiente, ahora tomó la iniciativa y embistió a su antes compañero de escena.
La pugna de fuerzas no fue muy larga pero sí fue bastante sangrienta. Ambos estaban exhaustos y mutilados; en el rifle de Miguel, sólo una bala más. Lo que quedaba del domador yacía en el suelo, a pocos metros Ramoncito, que se hallaba casi sin más espíritu animal que sangrar. Pero el tigre reunió un par de fuerzas más y palpitó con trabajo unos últimos esfuerzos hacia sus garras desgastadas y lesionadas. Miguel, que temió por primera vez en su carrera a Ramoncito, tuvo una idea prodigiosa, además de una suerte milagrosa, por la colocación casual y ventajosa de unos espejos cercanos. (Esto, por cierto, demostró que Dios es humano, porque de haber sido animal, habría auxiliado en su lugar a Ramoncito).
Miguel se valió de un artificio con tales espejos para esconder su verdadera posición y así confundir mortalmente al consumido Ramoncito. Una vez que Ramoncito hubo reunido todas las fuerzas que le quedaban, se lanzó contra el reflejo de Miguel, cuya yugular, en vez de explotar como una tubería rota (como las fauces de Ramoncito esperaban), estalló haciendo un ruido eléctrico y los vidrios resultantes se clavaron hechos pedazos en su boca de animal arrepentido. Los fragmentos de espejo desgarraron las encías y tumbaron los dientes. Ramoncito había sido engañado y sus armas más eficaces, sus colmillos y garras, destruidas por un traidor inesperado. Ramoncito ya no se iba a recuperar esta vez y Miguel lo sabía. El cuidador, que tenía en su mirada algo de malintencionado, levantó su rifle con su única bala y apuntó a la cabeza de su compañero de batalla. No pudo evitar al fin sentir compasión por el tigre, mas la dicha que le causaba sobrevivir a una guerra directa con tal pedazo de bestia también aniquilaba su humanidad. Con el rifle en mano ya fantaseaba con qué dirían los periódicos al día siguiente sobre el héroe que salvó a San Aparicio del diablo, quien por un accidente se había fugado, pero que por su puño humano había sido apaciguado para siempre. Tal idea le ocupaba en aquel momento, frente a los últimos instantes de vida de Ramoncito; todo un lustro de prodigios naturales pendía en su gatillo. “Al final, yo fui el más salvaje de entre nosotros”, y la sonrisa gozosa de su adversario y excuidador fue lo último que Ramoncito vio antes de morir.
Los dueños del zoo habían hecho un gran esfuerzo por limpiar el desastre del lunes pasado. La sangre fue tallada de las paredes, las paredes rotas fueron decoradas otra vez y las decoraciones caídas fueron reemplazadas y puestas en su lugar. En menos de dos días, el zoológico de San Aparicio ya estaba funcionando con normalidad y sin mayor problema. La noticia del héroe de San Aparicio corrió por la ciudad como una lluvia de otoño. Para el miércoles, ya todos los aparicienses sabían que Miguel Callejón, el legendario cuidador de Ramoncito, había logrado recapturar a la fiera y la había devuelto a su jaula, ¡con vida!, aunque tal odisea le había costado a él mismo la suya. Miguel había muerto durante la reconquista del gran tigre, pero San Aparicio ya era noticia internacional y Ramoncito era, como siempre pero ahora con mayor morbo, el animal más sonado del planeta. Nunca más el nombre de Miguel Callejón sería mencionado sin homenaje ni gloria. Y el universo estaba en equilibrio.
Don Fortunio se apresuró frente a la recién fortificada jaula de Ramoncito porque presentía algo gracioso, algo así como una justicia cósmica. Pasó un tormento librando su camino entre los cientos de fanáticos, pero al fin llegó al frente de la jaula, y al tigre que contenía dentro. Fortunio reconoció en aquel tigre, aunque idéntico en todo lo demás a Ramoncito, la mirada confundida de Miguel. “Ay, Miguelito, yo te quise advertir.” Aquella jaula principal, en el centro de ese mítico zoológico, no estaba hecha exclusivamente para Ramoncito, sino para contener a la bestia viva más fiera de San Aparicio.

José Alejandro Panting Balderrama (Nuevo León, 1999). Narrador. Estudió la carrera de Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México y desde entonces ha incursionado en la Filosofía Natural, la Filosofía del Lenguaje y la Historia de la Filosofía.