Cuarto menguante

Daniela Castillo Gómez

Arte: Emerick Rodriguez

El cielo estaba tan oscuro que sólo podía verse reflejado en los charcos de la calle. Era el descanso de medio turno y yo había salido al callejón tras el restaurante. Barcelona contaba los sueños de sus habitantes de media noche entre susurros mientras el silencio pronosticaba tormenta.

Había dejado de fumar hacía unos cuantos meses. Sin embargo, aún me quedaba la costumbre de salir a la trastienda y mordisquear la punta del bolígrafo que llevaba siempre tras la oreja para tomar los pedidos de la noche. Las motas de tinta en mi lóbulo dejaban reminiscencias con olor a tabaco.

Aún tenía restos de harina en el rostro y manchas de azafrán sobre el delantal y las manecillas del reloj susurraban quedamente los restos de mis diez minutos de libertad. Balanceé con cuidado la pluma entre mis dientes y me incliné hacia el callejón para esparcir unas migajas de pan a los gatos callejeros que rondaban el restaurante. Fue entonces cuando lo vi.

De no haber sido por su aullido, no lo hubiera advertido, pero me pareció que siempre había estado ahí, mimetizado entre las sombras con un camuflaje de abrigos de segunda mano y restos de carbón. No me sorprendió. Aunque no ocurre a voluntad, casi todos los vagabundos tienen esa habilidad innata de volverse invisibles. En especial entre las calles de Barcelona.

Estaba encorvado sobre sí mismo, como si estuviese siendo taladrado por un dolor insoportable, pero no logré advertir ningún daño evidente. Gimoteaba lastimeramente y, de vez en cuando, miraba hacia el cielo y derramaba más lágrimas que se perdían en los restos de lluvia del pavimento.

—Se ha ido… Se ha ido —gemía el hombre de cenizas.

Me aproximé, preocupada, colocando el bolígrafo tras mi mejilla una vez más.

—¿Está usted bien? —pregunté, pero, nuevamente, no pude encontrar la fuente de la dolencia.

—Se ha ido… esfumado.

Sus manos temblaban incontrolablemente y la aflicción dejaba dos rastros de sal sobre sus mejillas. Me incliné sobre el hombre, pero, una vez más, no logré encontrar ningún daño entre sus ropas raídas. Sin embargo, el balbuceo seguía: “Ido… Se ha ido para siempre”.

—¿Quién se ha ido? —pregunté, pero como no obtuve respuesta inmediata, seguí la dirección de su mirada y me topé con la absoluta negrura del cielo de media noche.

—La luna —dijo al fin con un sollozo. Su dedo tiznado de negro señaló a la inmensidad de la bóveda celeste donde apenas y era posible atisbar el brillo de una estrella. —La luna se ha ido —repitió una vez más.

—La luna sigue ahí, hombre —tercié con cautela. A fin de cuentas, mi abuela siempre había dicho que la locura era contagiosa. —Sólo está nublado.

Intenté hacerle alzar la vista al cielo, pero el anciano se resistía como un chiquillo. Unas tímidas gotas de lluvia mancharon su rostro y se mezclaron con sus lágrimas.

—No —sollozó una vez más. —No está… ¡Ha desaparecido! ¡La luna!

—¡Que no! —refuté yo una vez más. Estaba segura de que no era noche de luna nueva y que el temporal de lluvias había reclamado la custodia lunar sólo por unos cuantos minutos. —Las lunas no se van así como así. Si espera un poco, seguro que la verá detrás de las nubes.

Pero el hombre errante se negó una vez más y rehuyó a mi tacto, que intentaba consolarle. Sus hombros temblaban ligeramente y sus gimoteos eran cada vez más descorazonadores y lamentables. La lluvia comenzó a caer incesantemente, convirtiéndose en tormenta. Yo titubeé, indecisa. El reloj de la puerta trasera le ponía fecha de caducidad a la demencia y a mi jefe no le haría gracia que llevara a un vagabundo a la trastienda. Pero tampoco podía dejar a aquel loco a su buena suerte en la incertidumbre de la madrugada.

—Venga conmigo —probé, una vez más, en un intento desesperado. Con cuidado, traté de guiarle al interior del can y resguardarle de la lluvia. —Le daré una taza de vino caliente y podrá esperar junto al fuego a que vuelva la….

Pero no pude terminar. Su frenesí fue tal que ahogó el resto de mis palabras, escurridas como lágrimas. El anciano no dejaba de lamentarse incesantemente y su llanto se volvió tan agudo y afligido que comenzó a atraer a ojos vecinos por debajo de las rendijas de las ventanas.

—¡La luna! ¡Mi luna! ¡¿Dónde se ha ido…?! ¡Luna! ¡Luna!

Sin la menor idea de cómo apaciguar al maniaco y desviar las miradas indiscretas, mordisqueé desesperadamente aquel bolígrafo con sueños de cigarrillo que guardaba detrás de mi oreja. Fue entonces cuando me llegó: no por nada mi abuela también decía que las ideas más estúpidas siempre llegan después de la media noche.

Sin importarme sus quejidos, tomé bruscamente la mano del anciano y, con un pulso tembloroso e incierto, le dibujé un cuarto menguante en medio de la palma. La ilustración funcionó como un hechizo.

El hombre acalló sus gritos y contempló la luna de tinta entre sus dedos. Luego me miró con incredulidad. A sus ojos le sobraban lágrimas y le faltaban años. Si sólo hubiera visto sus pupilas, hubiera pensado que era tan sólo un niño y no un anciano.

Intenté decir algo más, pero no pude. El hombre guardó su luna de bolsillo en un puño y la metió dentro de su abrigo. Sin otra mirada, se alejó cojeando por el callejón. Un parpadeo me impidió darme cuenta de si el anciano dobló la esquina o se desvaneció entre las sombras.

Ahogué un suspiro después de aquel encuentro y apreté el moño sobre mi cabeza. Me hacía falta un cigarrillo de verdad. Cuando la tormenta cesó, me dispuse a volver al trabajo a terminar el turno. Sin embargo, antes de regresar a la trastienda me atreví a lanzar una última mirada al cielo. No había más nubes ni tormenta, ni siquiera un indicio forense de que alguna vez un cuerpo celeste había habitado esos cielos. La negrura era tal que consumía las pupilas.

La luna, en verdad, se había ido.

No sabía si el viejo tuvo razón todo ese tiempo o si se la había robado en la palma de la mano.

Daniela Castillo Gómez (Jalisco, 1991). Estudió Ciencias de la Comunicación en el Tecnológico de Monterrey. Se ha dedicado a escribir para diversas publicaciones digitales como The Culture Trip y Matador. Ha escrito y dirigido cortometrajes para el Festival Internacional de Cine de Guadalajara y recientemente colaboró como guionista de Alexa, la asistente virtual de Amazon.