Gerardo Alquicira

Y entre los tubos de plástico que entran en tu cuerpo
y salen de tu cuerpo
introduzco este silencio. El más mío. El más perfecto.
C. R. G.
12 de noviembre de 1980
S.:
Esta mañana recibí tu tarjeta. La escribiste un día después de mi cumpleaños. Sí, fue lo primero que noté, pero no tengo ganas de reclamarte nada: el clima en esta época del año es el mejor para escribir y por eso ando de buen humor. Todo mundo muere de frío y en las calles no se oyen ni los perros. La única desventaja es que se me entumen las manos. Pero una semana no es nada. Tal vez en un año puedas visitarme a tiempo y traerme una máquina de escribir. Solo consígueme unos buenos guantes.
¿Sabes? Creo que por fin tengo la edad suficiente para admitir, por dignidad o por fatiga, que se me acabó la capacidad de soñar. Hace una década que murió León y esta es la primera vez que reúno el coraje suficiente para llorarle. Y le lloré sola,ya que lo preguntas. En la sala, junto a la jaula del papagayo, pero sola. Ese día compré pan,tomé una ducha, vi la televisión hasta medianoche y lo recordé, de repente. Y lloré y no dejé de pensar en él hasta que amaneció. Ahora preparo café mientras te escribo esta carta y prendo la radio para escuchar la voz de ese viejo locutor que cuenta historias de la guerra, como todos los días. Y sigo esperando. Pero sola. La verdad es que no sé qué espero desde aquella tarde. A estas alturas no recuerdo dónde quedó nuestro tablero. Una vaga memoria trata de insinuarme que estaba a punto de coronar el peón de la columna f y que sacrifiqué mi alfil de negras para que tu torre no llegara a h3. Tú jugabas sin la reina, lo recuerdo bien. Pero no puede ser eso, porque seguramente te hubiera dado mate en dos. Tampoco son los paseos a la orilla del río ni tu piano ni la melancolía versátil que nos abrigó durante cuatro años. Y mucho menos son los bocadillos de tu madre o el olor de las rosas que crecían en su patio. No fueron las clases de latín en la facultad y ni siquiera eres tú ni somos nosotras. Tal vez se trata de ese libro que nunca terminaste de leer y que paseaste por todo el barrio como una sombrilla, antes de lanzármelo y romperme la boca cuando por fin te conté el secreto; o a lo mejor es la espera caduca de que me pidas perdón por haberme hecho llorar de coraje cuando esquivaste el zapato que te arrojé de vuelta y que cayó para siempre en ese río amnésico.
Parece que es eso. Ibas a quemar tus libros y a regresar a México con tus padres, ¿no? Ibas a olvidarlo todo. Querías quemarte en ellos, eso también lo recuerdo. Pero yo no te creía capaz de dar ese salto: todavía me amabas. Jamás admitiste que ese no era el mejor momento para dejar de reverenciar esas ruinas y esos sueños. Me amabas, y si me lo hubieras preguntado entonces, te hubiera asegurado que no era el momento de rendirse. Le tenías miedo al fuego; siempre has necesitado la oscuridad, oscuridad que me sabía a una indeterminación agridulce, que en ti era una virtud, pero que en mí hubiera sido una odiosa apatía de una vida simulada. Sabes bien que en esos días yo necesitaba sentirme más viva y que no podía seguir postergando esa salida, aunque todavía te necesitaba: a ti, a tu libro, a tu piano y a mi pasado… Me pregunto qué te recordó esta vez que era mi cumpleaños. ¿Fue esa fotografía en el jardín de tu madre? ¿O fue el frío? También era noviembre cuando sucedió lo del zapato: llegué a casa con el calcetín empapado y me resfrié.
Te escribo esta carta, amiga, mientras espero que vuelva L. a recoger su cuaderno de notas; lo olvidó hace tres días en el canapé al salir corriendo de aquí porque ella le avisó que regresaría más temprano para acabar de hacer su maleta. Ni siquiera pudimos despedirnos apropiadamente: en la boca llevaba el cinturón cuando alcanzó la puerta, y allí se paró un momento para atarse los zapatos, ponerse su abrigo, arreglar su negra melena y enredarse la bufanda.
Por supuesto, se fue sin besarme. Dejó la puerta entreabierta cuando salió y ahora te escribo esta carta con una gripa insoportable que acentúa la monserga de mis manos entumidas. El papagayo también resintió la noche. Cuando L. venga por sus cosas lo obligaré a disculparse y lo haré quedarse hasta la cena; si no acepta, trabajaré en la novela —sí, te prometí que para Navidad la tendrías en tus manos, pero ya ves, estos huesos…—y en la tarde iré por cigarros y vino.
En la radio esperan que mañana caiga la primera nevada y el papagayo no ha hecho ningún ruido. Tal vez lo lleve al veterinario. ¿Recuerdas cuando llegó a casa? Tratamos de enseñarle a hablar español. Creo que por fin averigüé por qué nunca pudo pronunciar ese nombre: le aterraba la posibilidad de que fuera un conjuro para atraer a un verdadero león bajo su jaula. Aunque no lo sé; quiero suponerlo. Aprendió muy rápido que decir el tuyo te llevaría a su lado con una bolsa de semillas, y quién sabe cómo se enteró de que el de tu hermano… Pero no lo sé, no lo sé. Por fortuna. Nunca he tenido talento para los símiles poéticos. Lo mío es el cinismo; si yo no fuera novelista, sería filósofa. ¿Sabes qué sería de ti si no fueras tú? Si no fueras tan tosca ni atrabancada, serías hacedora de historias como yo, pero entonces jamás lo habrías conocido ni me habrías conocido a mí. Eso es lo único que conservo de él: tu vida. Pero ya lo sabes: las nuestras nunca han sido metáforas; son reproches. Siempre han sido reproches. Reproches del zapato, de la fotografía, de la puerta abierta, de la guerra, del ajedrez: todo es un gran reproche de lo mismo. De mí misma. Es una voz que se niega a abandonar su vieja tradición de culpas milenarias: por tu culpa perdí mi zapato, por tu culpa me enfermé, por su culpa me siento sola. No sé cómo voy a acabar nuestro libro si me tardé tanto para atreverme a llorarles y a escribirles…
Anoche, L. me entregó el primer cheque del alquiler y con ese dinero compré unas botellas de vino. Bebimos por horas, él y yo a solas. Después de un rato, él se levantó y se sentó en tu viejo piano, improvisó una melodía para una canción que tenía garabateada en su libreta, y entonces me llevó a la habitación que compartíamos cuando estabas aquí. Luego recibió la llamada. Con el frío no se le entumen las manos como a mí. Pero no escribe. Creo que si él no fuera músico no sería nada.
Tú lo sabes mejor que nadie: para mí todo esto es mejor que cuando estaba él. Que cuando tenía que soportar esa máscara. Como al papagayo, también a mí me aterraba ese nombre. Me daba miedo terminar de convertirme disolverme en él. Entonces yo no era valiente como tú y no soportaba la idea de que en mi propia jaula apareciera el verdadero felino: el de la ira, los dientes rotos y la torpe sensibilidad. ¿Yo soy la única que cargaba ese miedo y que temía quedarse a solas con sus horrores atávicos? ¿Tú fuiste la única que huyó por el miedo y por el frío? A veces creo que no, que el miedo era la única razón por la que llegué amarlo, como tú: que mi calor amaba el encanto helado de esa idea, del invierno de mi alma en el que te llamaba «amor».
Aunque la verdad es que no lo nos amaba más que por familiaridad, por un hábito secreto; y aun a sabiendas de que nunca ha de regresar, de vez en cuando pienso en la geografía de su cólera y de sus prisas. Y pienso en ti como la hechicera de todo ese huracán. Lo amaba porque tu amor reemplazaba en mi vida ese frío por un calor primitivo, más antiguo que el instante prístino en el que decidí nacer de nuevo, para celebrar mi cumpleaños en la soledad más profunda, esa que me va a matar de frío.
Yo sé que no estás de acuerdo, y sé que piensas que ya no lo extraño. De verdad me gusta esta nueva forma de ser yo, pero te extraño a ti; extraño todo lo que me trajo ese nombre. ¿Por qué nunca terminaste ese libro? ¿Por la misma razón que me impide terminar el mío? Los tengo aquí, junto a mí, mientras te escribo esta carta y vuelvo a arrojar pan a la tostadora y el hombre de la guerra no deja de hablar de sus falsos heroísmos.
Amiga, ayer fue la primera vez que usé mi verdadero nombre con él. Qué raro: L. fue el primero que lo pronunció; él terminó de darme aliento en sus labios. Y yo fui la última en llamarme así. Me llamé así, como me llamo de verdad, y nadie llegó a mí con una bolsa de semillas bajo mi jaula. Pero llegó tu carta, y tu carta también llama ese nombre, y yo respondo esa carta y firmo mi respuesta con mi propio nombre, con el nombre que me llama para inventarme en la rúbrica de la nostalgia y en el anhelo de ti, de la vuelta a mi cumpleaños solitario.
Pero hace tres horas tenía que haber llegado. Lo más seguro es que ella sospeche algo; a lo mejor discutieron anoche…
Amiga, acaso siempre fui igual a ti en ciertas cosas, igual al mundo que soñamos juntas. Creo que siempre fui igual al sueño que te llevó lejos de mis zapatos, de tus libros y nuestro piano. Amiga mía: la nada de ti miente, porque sin ti, para mí todo ha sido nada de algún modo. Sin ti, que ya no eres nada, el mundo no es nada más que un largo invierno de la memoria, y yo no soy yo en esta espantosa sumisión a las embestidas de tu ausencia. Tierna amiga, siempre lo supe: a fin de cuentas, para mí fuiste sólo un poco más que la vida misma. Que toda mi vida. En tu ausencia piadosa pude ser yo, al fin, sin ti, resignándome con valentía a tu silencio soberano… Pero ve lo que acabas de hacer, pequeña amiga: ya volviste a hacerme llorar.
Amiga, ¿en qué momento se ocultó el sol? Este sol que ya no me calienta. Sol de noviembre; sol para escribirlo todo. El mío se ocultó hace una semana. ¿El tuyo sigue brillando en México? Ahora ella está tocando la puerta. Tal vez me dirá que él no llegó anoche, o quizás admitirá que lo sabe todo. Espero que solo venga por el cuadernillo y a decirme que ella también está enferma y que lo lamenta de verdad. Creo que olvidó entregarme las llaves de la casa. Mañana mismo cambiaré la chapa y las sábanas. Tal vez llegó la hora de salir a buscarlo. Afuera, la nieve ha empezado a blanquear las aceras y no encuentro mi abrigo por ninguna parte.
Te escribo en un año.
Con amor,

Gerardo Alquicira Zariñán (Ciudad de México, 1994). Tesista en la carrera de Filosofía en la UNAM. En 2016 asistió al taller de narrativa que Pascale Roze impartido en Sciences Po. Formó parte del XV Diplomado de Creación Literaria del Centro Xavier Villaurrutia y desde 2018 es editor y colaborador de la revista Página Salmón.