Odeth Osorio

Soy de la ciudad, tengo treinta años y vivo en la miseria. He tomado las peores decisiones que puede tomar una persona, cada una de ellas me ha llevado a cavar un pozo tan profundo que ni siquiera puedo suicidarme para enterrarme en él. Tengo pocas posibilidades de salir libre de esta situación, a estas alturas sólo me queda una opción; seguir cavando hasta terminar de hundirme, enterrarme en vida como muchos otros.
No sé en qué momento todo empezó a colapsar, cuando me di cuenta ya tenía la pala en las manos. Quién diría que una cosa tan pequeña pueda hacernos pagar tanto. Esa frase “estoy hasta el cuello de deudas” no es para sondear mi situación, sino una sentencia, porque así estamos todos, hasta el cuello de deudas. Ni siquiera la crisis de identidad había abrumado tanto como la crisis económica, la deuda pues. Sólo en esa condición de morosidad uno adquiere verdadera identidad, aquí no hay crisis del yo; cuando debes, debes, te conviertes en moroso, en deudor y no hay manera de dejar de serlo más que pagando lo que uno debe. El problema es cuando uno no tiene dinero para pagar o cuando los intereses son aún más altos que lo que nos prestaron o cuando uno es tonto y no sabe cómo manejar el dinero. Cualquiera de las tres opciones sirve para la definición certera de moroso y entonces sí, nada ni nadie nos saca de esa zanja.
Se vuelve difícil conseguir trabajo, los cobradores se vuelven cada vez más violentos cuando uno intenta decirles que no tenemos dinero, ni familiares a quienes pedir ayuda. Las intimidaciones son constantes; amenazan con allanar tu casa, con una visita a tu trabajo, o simplemente amenazan con llevarte preso. Y ciertamente ésta es la opción que uno termina considerando más viable. Llegué a prisión hace un mes y ya siento que he pasado siglos aquí. Creo que he adelgazado todo lo que mi madre se esfuerza por bajar en años tan sólo en cuatro semanas. El juez dijo que debía pagar con doce meses de prisión. —Sólo resista doce meses y será libre otra vez—. Ya un mes y estoy desapareciendo.
No tengo dinero, arrésteme —creí verme estoico. La verdad es que me temblaban las manos cuando las ofrecí para que me esposaran. Creo que el juez quería ayudarme. Expresé mi buena voluntad cuando extendí esos cheques para liquidar mi deuda, pero el prestamista estaba convencido de que mi intención era cometer fraude. No tenía dinero, no pude pagar a un abogado, y el que me asignaron llegó tarde.
Ahora que estoy aquí, puedo decir que esto es menos que una pocilga. Es un hervidero de humanidad pudriéndose con el paso de los días. Nada aquí se puede regenerar nunca. Dije que no tenía dinero y no lo tengo, pero aquí adentro es importante contar con algo, de otro modo uno no puede ni dormir, incluso ni vivir. Así se les trata a los recién llegados, no duermen si no tienen dinero y ¿qué puede hacer un moroso cuando va a prisión por no pagar las deudas porque no tiene dinero? Quedarse de pie o dormir cerca del váter, al menos ahí se puede recargar la cabeza, eso hacían muchos. Yo decidí no dormir, otra mala decisión.
Los que dormían junto a la taza del baño no los molestaban; al contrario, parecía que los respetaban por aguantar el olor, si no lo hacían en paz, al menos podían cerrar los ojos. Los que nos quedamos despiertos, amenazaban con picarnos. A mí me amenazaron tres veces. —Hijo de tu puta madre, quítate —decían y me movía. A uno junto a mí le bajaron los pantalones y ahí lo empinaron. Me agarró de las piernas para no caerse. Tenía los ojos inflados. Debe ser el dolor, me pensé. No dije nada, me quedé quieto con la espalda recta mirando al frente y haciendo cómo que veía dormir a los que estaban cerca del excusado.
Sólo durante mi vida en la universidad me quedaba despierto para terminar las tareas, las más perras, y al otro día llegaba en vivo a clases. No pasaba nada, tenía veinte años, era joven y no era moroso. Ahora lo era y amanecí con los ojos abiertos agarrándome los pantalones para que no me los bajaran.
Nadie preguntó por mí, de dónde venía o por qué estaba aquí. Si alguien llegaba a preguntarme diría la verdad, que soy moroso y que me dejaran dormir cerca del váter. Pero nadie preguntó, así como nadie preguntó por el cadáver del lado izquierdo de la celda. Estaba amarrado a los barrotes. Amaneció picado. Me quedé mirando al que me amenazó tres veces con el picahielos y luego vi al muerto amarrado; tenía un hoyo en el cuello.
Metí las manos en la bolsa derecha del pantalón y sentí lo frio del cadáver, hurgué mirando el hoyo en el cuello. Uno que le abría la boca para buscar dientes de oro dijo que alguien metiera las manos a los calzones. Yo fingí no escucharlo y seguí buscando en la bolsa del pantalón y seguí mirando también el hoyo en el cuello. Era un círculo perfecto, aunque era mucho más grande que el picahielos. Debió insertar el pincho de un golpe para después hacerlo girar con mucha fuerza y conseguir esa circunferencia tan grande. Era un trabajo impecable. Lo que me extrañó fue que no gritara, debió doler mucho.
Tal vez pasé demasiado tiempo pensando en mi casa, por ello no me di cuenta de cuándo lo picaron y aún con todo, me pareció un extraño trabajo impecable. Noté que muchos recién llegados miraban horrorizados el hoyo. Quise hacer lo mismo, pero no podía dejar de admirar la circunferencia. Supongo que muchos pensaron que lo mismo podía pasarles si dormían así. Un hombre que también se había amarrado a los barrotes se desató lo más rápido que pudo cuando vio al muerto. El que le abrió la boca para buscar dientes de oro me dijo después que eso había pasado porque debía el pago de una noche por el lugar.
—Aquí todo se paga.
Entendí que tarde o temprano me habrían de cobrar por pasar la noche. Por lo que pensé en un plan para solventar las rentas, ya que no tenía dinero; así que decidí evitar al del picahielos y dormir cada tres noches cerca del váter. De esta manera, mal dormía una y pasaba en vela dos.
El problema vino después, a la hora de la comida. No tenía con qué comprar comida ni tampoco tenía alguien de afuera que me la trajera. Ese día caminé largo rato por el patio pensando qué hacer, pero nada se me ocurría así que decidí sentarme junto a un grupo que estaba comiendo tacos de chiles. No se fijaron en mí o si lo hicieron me ignoraron. Había pensado en pedirles una tortilla nada más, apenas platicaban entre ellos, se me figuró que eran tranquilos. Ideaba muchas frases en mi cabeza para pedirles comida. Ninguna me convencía y me quedaba ahí sentado, quieto, mirando de vez en cuando los tacos que comían hasta que terminaron, se levantaron y se fueron. Dejaron tres latas en el piso. Jalé la que estaba más cerca y tragué todo el vinagre que quedaba. Me parecieron los chiles más ricos que hubiera probado y ni siquiera había comido uno.
No podía quejarme, era mi primer día en la cárcel y aún seguía vivo. Sobrevivir el primer día e en la cárcel es fundamental. Muchos de los que ingresaron conmigo no lo lograron. Al que empinaron junto a mí, lo encontraron colgado dos días después. Había llegado un día antes que yo. A otro lo picaron en el ano, esa mañana amaneció un gran charco de sangre que casi tocaba mis zapatos. Aquella noche, cuando lo mataron, dormí cerca del váter y él se quedó parado donde yo había pasado la primera noche. Llegó el mismo día que yo y para las primeras horas lo dejaron sin pantalones. Sus familiares pagaron unos nuevos, pero no duraron. Pienso que debió quedarse sin ellos el resto de su condena o al menos esperar unos días más antes de usar otros nuevos.
Cuando lo registramos, el del picahielos dijo que ahora habría más espacio para dormir a gusto. Noté cómo guiñaba el ojo al que estaba junto a mí quitándole los zapatos al muerto.
Sé que debí sentirme aliviado de no haber sido yo a quien guiñaron el ojo, pero más bien me sentí intrigado. ¿Por qué lo hizo? Supuse que era su cómplice. Armé hasta tres escenarios posibles en los que el sujeto junto a mí, quitando los zapatos al muerto, ayudaba al del picahielos a hacer espacio en nuestra celda. Imaginé que mientras él hundía el gancho el otro metía un trapo por la boca para que no hicieran ruido. También pensé que el que estaba junto a mí era el arrendatario y el del picahielos era el cobrador o verdugo en todo caso. También pensé que sólo eran amigos y me estaba imaginando demasiadas cosas. Lo cierto es que me equivoqué en los tres posibles escenarios. Esa noche pude comprobar que habían encontrado a otro para empinar. Éste gritó. Yo estaba del otro lado cuando vi que del pantalón caía lo que había tomado del muerto.
El que estaba al otro lado de mí dijo lamentar no estar a un lado para recoger los billetes. En ese momento metí la mano en la bolsa y sentí la moneda de diez pesos que había encontrado entre la ropa del muerto. Pasé el resto de la noche pensando qué podría comprar con la moneda a la hora de la comida. Y la verdad es que no compré nada, escondí la moneda y volví a chupar el vinagre de las latas de chile que dejaban cerca de mí.
Había al menos un muerto durante la noche, casi ninguno durante el día, había varios que se colgaban. Siempre me preguntaba cómo conseguían las agujetas con las que se ahorcaban. Seguro las compraban y tal vez por eso decidí guardar la moneda de diez pesos, por si algún día requería de agujetas.
En una ocasión, caminando por el patio, se me acercó el que abrió la boca al primer muerto que vi en la cárcel, para enseñarme lo que había agarrado de un colgado. Me dijo que corriera para ver si alcanzaba algo.
—La celda junto a nosotros, Farolito.
No corrí, como él dijo, pero caminé lo más aprisa posible. Cuando llegué ya no había mucho por registrar. Los guardias ya habían llegado para bajarlo. Uno de ellos nos pidió, a mí y a otro, ayuda para descolgarlo. El guardia dio instrucciones, al de junto le dijo que agarrara las piernas, que las abrazara con fuerza y a mí me dijo que desatara las agujetas.
Me dieron una escalera, de esas que usan en las bibliotecas y desaté al muertito. Los policías ya se habían desesperado, cuando cayó. A mí ya no me dijeron nada. Hice bolita las agujetas y las escondí entre el dobladillo del pantalón. Regresé, después, al patio pensando qué podría comprar para comer al día siguiente con la moneda de diez pesos.
—¿Qué te encontraste, Farolito?
Me sorprendió oír al que abrió la boca al primer muerto. Sentí un escalofrío luego de escuchar su pregunta. Nunca se había detenido para platicar conmigo. Quise lucir tranquilo, como cuando dije al juez “arrésteme”, y contesté que nada.
—Ya habían llegado para descolgarlo.
Hizo un chasquido con su boca y siguió caminando junto a mí. Me puse nervioso, no caminé mucho más. Fui a sentarme al lado contrario de donde me siento a chupar el vinagre de las latas. Se sentó junto a mí y empezó a hablar de lo difícil que se vuelve encontrar un lugar para dormir. Pensó en volverse farolito como yo pero contó que le faltaban fuerzas para resistir el lamparazo del otro día y no tenía dinero para conseguir lentes oscuros. Comprendí hasta ese momento el apodo. No comenté nada al respecto, sólo sonreí lo más amistoso que pude. En los días siguientes empezó a buscarme para caminar un rato conmigo.
—¿Qué tranza, Farolito? —me decía.
Yo levantaba la mano como un saludo respetuoso. Pienso que él también lo creía porque levantaba más la cara cuando veía mi mano arriba. Siempre hacíamos lo mismo, caminábamos un rato en el patio y se sentaba conmigo para platicarme sobre a quién le tocaba piquete esa noche, o a cuál de los presos se iban a empinar porque al de siempre ya estaba muy flojo.
Me pareció un tipo extraño. Más de una vez pensé en preguntar su nombre o su apodo, pero siempre me perdía entre sus historias. Cierta ocasión me platicó de cómo consiguió embarazar a sus tres novias, casi al mismo tiempo. Fue una historia muy burda, pero me entretuvo el esfuerzo que hizo para contarla de manera emocionante. Cuando no había tema de conversación o colgados y muertos, hablaba de su casa. De su mamá que se llamaba Guadalupe y que ya mero era su santo, de su hermana que también estaba panzona de su segundo hijo como una de sus novias, y de su cuñado que tenía un taller mecánico que abría incluso los fines de semana, hasta domingos.
Por alguna razón supuse que su familia vivía cerca del penal, pero en algún momento después me contó que era de la sierra de Hidalgo y que había migrado a la ciudad para trabajar de albañil. Todo iba bien hasta que tuvo la mala suerte de que el esposo de una de sus novias lo fue a buscar para reclamarle. Me contó que sólo quería darle un sustito, pero se le pasó la mano.
—Biera sido con mis puños, alego defensa propia, pero me le dejé caer con el pico de la constructora y, pos pa’ qué te cuento, Farolito, si ya aquí me ves.
Cuando terminó de contarme pensé que me preguntaría qué hice o a quién maté. Inmediatamente pensé lo que iba a contestar cuando me preguntara. Diría: soy moroso, aunque me acusaron de fraude. No tengo dinero. Después pensé en decir que sólo soy moroso y explicaría más tarde el por qué, cuando volviera a preguntar. Luego dejé de pensar en la respuesta porque nunca llegó llego ese momento. Se quedó callado largo rato hasta que se levantó sin decirme nada y se fue.
Esa noche me tocaba dormir en el váter. A unas horas de haberme quedado dormido me despertó un gimoteo del otro lado de la celda. Me fijé que era él; lo habían empinado. Por más que quise volver a dormir ya no pude.
Al otro día me tomé el vinagre de las latas y caminé por el patio yo solo. No supe nada del que abrió la boca al primer muerto, hasta esa noche en que lo volvieron a empinar, aunque esta vez no me hubiera dado por enterado sino fuera por el gimoteo. Ya con el sueño atrasado y aún con el váter tapado pude dormir bien unas dos horas.
—Esta no es vida farolito, pa’ qué, si así no se puede vivir.
Ese día no se sentó. Decía que le dolía mucho y así debió ser, andaba con una gran mancha de sangre en el pantalón. Mencionó que deseaba conseguir unas agujetas, y sabía con quién comprarlas. Recuerdo haber preguntado cuánto querían. Me dijo que pedían una moneda de diez. Me pareció que mentía, pero nunca pude confirmar si lo hacía o no. Sentí otra vez la moneda de diez pesos en la bolsa de mi pantalón y me imaginé las agujetas escondidas en el dobladillo. Pensé en ofrecerlas, pero me contó que la entrega de estas ya se había acordado.
Por la noche lo volvieron a empinar y también la noche siguiente. La tercera noche lo picaron en los pulmones. Otra vez había hecho un charco de sangre. Todos fueron a registrarlo, yo acudí algo tarde. No obtuve nada más que una foto de un bebé tamaño infantil en blanco y negro. Seguro uno de sus hijos. Atrás tenía escrito el nombre Octavio.
Fui a chupar el vinagre de las latas de chile y caminé por el patio después de comer. Me senté, como ya era costumbre y saqué la foto del niño Octavio. Me pregunté cuántos Octavios habría en la sierra de Hidalgo, no me parecía un nombre muy común para la sierra, tampoco para la ciudad. No me parecía un nombre muy común en general, no más que Miguel o José.
Sólo recuerdo haber conocido a un Octavio en la universidad. Era malo para algunas clases, fue uno de los primeros en graduarse. Nunca pude explicarme por qué había conseguido una mención honorífica con una tesis tan mala, aunque yo tampoco me explico cómo aprobaron la mía.
—Farolito.
Era el del picahielos. Me preguntó si sabía escribir. Escondí la foto en mi bolsa, sentí la moneda de diez pesos e imaginé las agujetas en el dobladillo antes de contestarle que sí sabía.
Me dijo que el Clo Clo, otro reo, quería que le echara la mano. No dije ni sí ni no, sólo me levanté. Él imaginó la respuesta y empezó a caminar. Fuimos a otra celda, diferente de la nuestra; más limpia, olía a pinol y había muebles, aunque me impresionó ver las dos camas que había, aún más que la pantalla gigante.
Dijo que estaba aburrido y que le gustaba leer; me pidió escribir historias porno para pasar a gusto la noche. También me dijo que me pagaría cinco pesos si la historia le gustaba. Yo no era escritor, era un moroso y los morosos no escribían historias. Tampoco mi vida antes de la morosidad me ayudaba a escribir historias. La única historia que me sabía era la historia de la manzana cayendo del árbol y no era una historia porno. Pero no dije nada. Él me explicaba sus temas favoritos. Que hablen de orgías y comer panochas. Describió sus posiciones preferidas. También quería que fuera una historia real. No pude entender esto último que pedía, ya con la hoja en blanco en frente, me seguía preguntando a qué se refería con real.
Acordó que al principio fuera una historia corta y si lo hacía venirse me pagaría los cinco pesos, además de dejarme beber agua de los bebederos y no de la manguera como todos hacíamos. Clo Clo supuso una respuesta y me entregó un paquete de quinientas hojas blancas y un lápiz con un sacapuntas. Me enseñó una celda junto a la suya con una mesita y una cubeta de pintura con un cojín morado para sentarme.
En la noche dormí profundamente. Creía que sería mi última noche porque al día siguiente Clo Clo daría la orden para que me hiciera un hoyo en el cuello o me enterrara el pincho en el ano o tal vez en los pulmones. Imaginé a todos en la celda hurgando entre mi ropa; uno encontraría la foto en blanco y negro del niño Octavio y harían suposiciones. Pensarían que es mi hijo o sobrino o hermano, no sabrían que es hijo o sobrino de quien abrió la boca al muerto. Encontrarán también mi moneda de diez pesos y con ella comprarían algo de comer. Alguien descubriría las agujetas escondidas en el dobladillo del pantalón y pensarían que las compré, ignorarán que son de un colgado y que me las quedé porque llegue tarde y no encontré nada más de valor. Ignorarán, sobre todo, que soy un moroso. Nadie lo sabría porque nadie me había preguntado quién era y qué hacía aquí.
Había dormido profundamente en la noche y tampoco hubo picados esa madrugada ni charcos de sangre. Volví a buscar la moneda de diez pesos, la foto y sentí con los dedos las agujetas en el dobladillo del pantalón. Me sentí aliviado. Fui al patio a caminar un rato, aunque faltaba mucho para la hora de la comida. Estaba ansioso de encontrar al del picahielos para que me avisara que el Clo Clo quería verme, pero esperé en vano.
En la tarde fui a sentarme como de costumbre junto a los que comían tacos de chiles. Me llevé una gran sorpresa al no encontrarlos ahí. Decidí no sentarme solo, caminé por otros lugares buscándolos hasta que encontré a uno de ellos. Tenía tatuajes en las manos, se le notaba una virgen de Guadalupe en el dedo gordo.
Tuve la intención de hablar con él, pero decidí no hacerlo y me quedé sentado en algún poyo de la pared. No hubo nada extraordinario. Esa tarde no hubo comida, ellos no comieron ni yo lo hice, solo vi al del tatuaje de la virgen de Guadalupe comprar una tortilla a un hombre sin dientes. Pagó con una moneda de diez pesos, lo supe porque la moneda cayó, el hombre sin dientes fue por ella y sacó cambio del pantalón. Medité, después, sobre la posibilidad de comprar una tortilla con mi moneda. Observé pasear al hombre sin dientes por el patio, imaginé que ofrecía las tortillas que su familia llevaba; más de una vez se dio cuenta que lo miraba, pero nunca fue hasta donde estaba sentado y nunca lo llamé para comprarme una tortilla. Pensé en dormir esa noche otra vez cerca del váter. Sin haber comido algo no podría aguantar mis dos noches desvelado.
Fue hace tres días que recordé otra vez el motivo por el que estoy aquí. La noche anterior no había ningún picado, sólo un colgado al medio día. También al medio día llegaron unos nuevos. Algunos parecían conocerse. El del picahielos saludó a uno de los recién llegados con mucha familiaridad. Por la noche también dormiría cerca del váter, imaginé que habría algún picado y no quería convivir con los recién ingresados.
En la tarde caminé por el patio buscando a los que comen tacos de chiles. Pero de nueva cuenta no los encontré. Me sentí agobiado, tenía hambre. Hurgué en la bolsa del pantalón para sacar mi moneda de diez pesos y busqué al hombre sin dientes para comprar una tortilla, pero tampoco estaba en el patio. Un desconocido más gritó que había un colgado. Esta vez no fui reservado y corrí para alcanzar algo. Sentí que corría en un laberinto, los barrotes no me habían abrumado tanto como en ese momento; corría y corría y no dejaba de mirar barrotes y barrotes vacíos hasta que llegué donde había una muchedumbre.
El lugar apestaba a podrido, como a frijoles acedos, luego descubrí que era el váter de esa celda. El colgado era un hombre joven, tenía los pantalones abajo, ya lo habían registrado. Estaba colgado de un cinturón. No pude ni acercarme. Cuando los guardias llegaron pidieron ayuda, yo me ofrecí voluntario. Me pidieron cargarlo de las piernas; subí los pantalones y esperé hasta que lo descolgaron.
Después me arrepentí de haber prestado ayuda. El colgado pesaba hasta el triple que yo. Los guardias se quedaron con el cinturón y me pidieron cargar al colgado hasta las planchas. Uno de los policías dijo que nos perdonarían el pago por cruzar. Ahí supe que para cruzar a otros patios había que pagar cinco pesos por cada cruce y desde quinientos para un guardaespaldas por algunas horas. Pensé en mi moneda de diez pesos en el pantalón y acomodé mis manos entre la ropa del colgado para agarrarlo mejor. En el dobladillo del pantalón del muerto descubrí un billete de doscientos, lo hice bolita y me lo metí a la boca. Dejamos al colgado sobre una plancha; ya no supe ni por donde llegamos. Ese día tampoco comí. Metí el billete en el dobladillo del otro lado de dónde estaban las agujetas y me quedé dormido. El del picahielos me despertó. Entré en pánico nada más verlo, pero no vi el gancho. Me dijo que el Clo Clo quería verme. Metí mi mano en la bolsa para cerciorarme de que aún tenía la moneda junto con la foto y me levanté.
El Clo Clo estaba desayunando. Me invitó un totopo con frijoles, dije que no y le agradecí. Me llamó también Farolito y me contó lo mucho que le había gustado la historia. Me preguntó si me había pasado eso. Dije que no, pero sí a un amigo. Quiso saber quién era ese amigo.
—Le dicen “El Marqués”.
Me preguntó si por carita. Contesté que sí. Algo comentó sobre los apodos que no se eligen y que a él le hubiera gustado tener ese apodo. Se limpió la mano llena de salsa de chilaquiles con el pantalón y sacó una moneda de cinco pesos. Dijo que quería otra historia igual de buena para mañana. Guardé la moneda de cinco pesos junto a la de diez y la foto. Fui a la celda de junto y me senté en el bote de pintura para escribir otra historia del marqués, la dejé a la mitad, para terminarla después; si le gustaba, pediría la continuación.
La noche me la pasé en vela, jugando con las monedas en la bolsa de mi pantalón y pensando en qué compraría para comer al día siguiente. Tal vez compraría dos tortillas con el hombre sin dientes. O tal vez buscaría en el patio a los que comen tacos de chiles.
Recordé la foto de Octavio y la saqué para verla. Antes me parecía una foto cualquiera, pero ahora me entretenía mucho. Empecé a buscar en el niño algún parecido con el que abrió la boca al primer muerto. Las cejas, no, los labios sí, son delgados. La nariz no podía distinguirse, era chato como todos los bebés.
Sentí cómo mi estómago gruñía por hambre. Pensé que todos lo habían escuchado porque se removieron, pero como siempre, me equivocaba; el del picahielos se había levantado para pinchar a uno que dormía cerca del váter. Hizo una trepanación, luego me miró y guiñó el ojo. Volví a guardar la foto de Octavio y pensé en la historia que debía escribir para el Clo Clo.
Hoy por la mañana decidí salir al patio. No quise registrar al muerto, ya no había necesidad. Por la tarde me encontré con los que comen tacos de chiles y me senté junto a ellos. El del tatuaje de la virgen de Guadalupe en el dedo gordo me ofreció un taco. Yo lo acepté. Me preguntaron cómo me llamaba. Dije que Farolito. Otro con la cabeza rapada me preguntó cuánto tiempo llevaba aquí.
—Un mes.
Me llamaron “bebé”. Supe que tres de ellos llevaban varios años, Nacho, Tacho y Gumas; el del tatuaje, Hueso, llevaba un año. Él me dijo que era guardaespaldas. Cobraba quinientos, para lo que gustara. Agradecí la oferta y el taco. Caminé a la celda vacía con una mesa y un bote de pintura para escribir la historia para el Clo Clo, pero no se me ocurrió nada.
Contemplé la pared gris y sentí el ácido olor de los orines de las otras celdas, ya no me daban asco como antes. Decidí cambiar la historia:
“Me llaman Farolito, tengo un mes en prisión. Soy moroso, pero me acusaron de fraude. Esta noche piensan empinarme. No tengo dinero, sólo cuento con una moneda de diez y una de cinco pesos en la bolsa del pantalón. Un billete de doscientos pesos y unas agujetas. La foto del bebé, quien la encuentre cuando me registren, no es mía. Pienso que el bebé se llama Octavio y puede ser hijo o sobrino del hombre que abrió la boca al primer muerto para buscar dientes de oro y que es de la sierra de Hidalgo. He tomado las peores decisiones en mi vida, pero esta, pienso que es la mejor de todas”.

Odeth Osorio Orduña (Puebla, 1988). Egresada de la maestría en Literatura mexicana contemporánea de la Universidad Autónoma Metropolitana. Fue ganadora del III Premio Nacional de Poesía Germán List Arzubide y ha colaborado en varias revistas como la presente, El Camaleón y Reflexiones Marginales. Participó en el Memorial por las voces apagadas de Lisérgico Films y el Centro Cultura de México Contemporáneo. Es, también, tallerista de escritura creativa y voluntaria en la correccional de menores de la Ciudad de México, donde imparte cursos de redacción.