
Por Miguel Ángel Zapata
Había llegado a Ciudad de México unos meses después del terremoto que la azotó en septiembre de 1985. Estaba hospedado en un hotelito (ahora desaparecido) en la Calle Madero del centro. Aún se sentían los estragos del violento sismo, y caminando observaba edificios derruidos, casas por caerse, iglesias desoladas, y las grietas del dolor por el aire y los ojos de la gente. Siempre la esperanza es la poesía. Llegaba a conocer a los poetas mexicanos y a los poetas de otros países que residían ahí desde hacía mucho tiempo. México siempre ha sido un país hospitalario, de gente generosa, y el reconocible ambiente de calidez que brota de sus calles y los corazones de las personas.
Una de mis metas principales era conocer al poeta colombiano Álvaro Mutis, que ya residía, desde varias décadas antes, en esa ciudad, pero tenía temor de que no atendiese a un jovencito aprendiz de poeta, ya que él era una figura importante en las letras hispánicas, y una presencia fundamental en México. Primero conocí a Francisco Cervantes y de inmediato nos hicimos amigos; después conocí a José Luis Rivas y Rafael Vargas, que trabajaban en La Gaceta del F.C.E. También saludé al poeta y ensayista Adolfo Castañón en su oficina del FCE. Hablé por teléfono varias veces con el poeta Marco Antonio Campos, pero en esa ocasión no nos pudimos conocer en persona.
Finalmente, me armé de valor y llamé a la casa de Álvaro Mutis. Le dije que me habían animado los poetas peruanos Javier Sologuren, Carlos Germán Belli y Antonio Cisneros, como para que me escuchara. Le expliqué que quería entrevistarlo y me preguntó dónde estaba quedándome. Le conté que en un hotelito de la calle Madero. De inmediato, me dijo: “¡ese es un hotel de putas …saca tus cosas y vente a mi casa”. Me dio la dirección: (Hidalgo 13, San Jerónimo) cerca del cine La Linterna Mágica. “Toma un taxi, que aquí te lo pago”. Salí volando de ese gran hotel, y me fui a visitarlo a su casa. Él estaba en la puerta, esperando con una sonrisa en el rostro. Ahí ocurrió esta conversación entre el buen wiski que tomaba el gran poeta colombiano, y los vinos que me invitó de su envidiable cava.
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Miguel Ángel Zapata: García Márquez dijo en una entrevista que necesita una flor amarilla en su escritorio para poder escribir, digamos, como una especie de estímulo que facilite la creación, el momento culminante del autor. ¿Necesita el poeta Álvaro Mutis algún estímulo para escribir el poema?, ¿cómo se le ocurren las ideas?
Álvaro Mutis: Nunca he necesitado de ninguna clase de estímulos determinados para escribir, para crear, pues la creación en mi caso es un proceso muy lento, un proceso mental donde trabajo durante meses o años una idea todos los días, y voy dándole vueltas en la cabeza, voy completándola sin tomar apuntes. Después tomo algunos apuntes rápidos a lápiz que son como las claves, como el esqueleto del poema que voy a escribir. Cuando me siento a la máquina de escribir, lo que estoy haciendo es un trabajo casi esencialmente mecánico, aunque el escribir en máquina me impulsa y me da ese último toque de energía, para darle forma al poema que hasta entonces ha sido bastante gaseoso. No necesito de ninguna flor amarilla para escribir, no recuerdo dónde Gabo dijo esto[1], y creo que lo de la flor amarilla es nuevo en él, porque yo lo he visto escribir en las condiciones más precarias y más difíciles, sin flor amarilla. Yo creo que la flor amarilla él la lleva en el corazón, que me parece más bello.
MAZ: Hábleme del papel en blanco, cómo éste se llena de palabras. ¿Pone Álvaro Mutis título al poema, o deja que el poema lo ponga por usted?
AM: Vale la pena recordar algo que decía Emilio García Rieda, escritor talentosísimo y extraordinario crítico de cine español radicado en México; decía que no hay acto de valor más grande que el sentarse frente a una página en blanco. En mi caso, realmente cuando me voy a sentar ante la página en blanco ya he tomado apuntes, como le dije antes, y ya he trabajado y masticado tanto el material del poema que no lo puedo considerar como un acto de valor tan definitivo. Respecto al título, sí le puedo contestar qué es lo que se me ocurre, que generalmente es una de dos cosas: un título o un epígrafe. Por ejemplo, en mi libro Los emisarios, publicado por el Fondo de Cultura Económica (en México, 1984), hay un epígrafe que fue lo primero que se me ocurrió, y se lo atribuyo a un supuesto poeta arábigo-andaluz, que dice: los emisarios que se asoman a tu puerta / tú los llamaste y no lo sabes. De ese falso epígrafe de un poeta falso salió la totalidad del libro, o sea, alrededor de él se fueron creando como madréporas, esos corales que se van formando en el fondo del mar, los poemas del libro que se hicieron alrededor de este núcleo, pero el título es muy importante para mí.
MAZ: ¿Corrige cuando escribe, o alardea de que no lo hace?
AM: Yo contestaría que prácticamente no hago sino corregir. Decía Paul Valéry que un poema jamás se termina, sino que sencillamente se suspende, y este caso es el mío hasta la exacerbación. Yo corrijo infinitamente y, cuando el poema ya aparece en letra impresa, considero recién que el poema ya ha quedado hecho (porque cuando aún está escrito a máquina hay algo todavía precario, previo, que todavía no es para mí el poema). El poema tengo que verlo en letras de imprenta, si no, lo seguiría corrigiendo hasta el infinito, y generalmente cuando lo leo, pasado el tiempo, me deja una profunda sensación de frustración, siempre siento que hay un abismo grande entre lo que yo quería hacer y eso que quedó escrito. Entonces, realmente para mí, ya sin intentar hacer paradojas, escribir es un continuo corregir.
MAZ: ¿Qué hace con los borradores que no serán poemas nunca más y con los que serán?
AM: Bien, cuando yo me resuelvo sentarme a la máquina de escribir a escribir el poema, hasta ahora todo lo que he sometido a este proceso se ha publicado. Guardo los borradores durante un tiempo como referencia. En la primera escritura a máquina queda, más o menos, la estructura definitiva del poema, pero después, también a máquina, habrá seis, siete, diez versiones, porque el proceso mismo de la mecanografía me ayuda mucho, como si pensara con los dedos, con las manos. Guardo estos borradores hasta que llega el momento de entregar el poema a la imprenta; luego los destruyo, ya que nunca he guardado borradores de poemas que no han salido. Cuando estos borradores no salen no me siento a la máquina; siento que algo se ha muerto, que algo no ha funcionado, que el poema no tiene esa secreta energía hasta llevarme frente a ella. Entonces no existen sino unas líneas borroneadas con lápiz que yo destruyo, pero no son borradores, son apenas notas superficiales.
MAZ: ¿Se arrepiente de algunas publicaciones hechas años atrás, desde la publicación de La balanza hasta Crónica Regia, en 1985?
AM: En verdad podría decirle que no me arrepiento de ninguna de las publicaciones que he hecho de mis poemas, pero también podría decirle lo contrario: que me arrepiento de todas, en el sentido, como antes decía, de que los poemas para mí (lo dije en un poema de Los elementos del desastre) son la constatación de un largo fracaso. Pero como publicación, como trabajo, como testimonio de lo que tenga o crea tener que decir, realmente ninguno de los libros que he publicado me pesa ni hubiera querido no escribirlos.
MAZ: Se suele decir que después de terminada la obra del poeta, ésta ya no le pertenece, el cuerpo del poema ya no es suyo, y que su opinión ya no es valedera con respecto al mismo (he ahí el caso de Octavio Paz, que considera Blanco como lo mejor que ha escrito, pero la crítica escoge Piedra de sol como el más trascendente).
AM: Tengo mis mayores dudas sobre todo juicio que un poeta haga de su propia obra. En verdad me parece muy válido —y yo sí lo digo así— que, una vez convertido en libro, una vez entregado al público, una vez que comience a hacer su propia vida el libro, yo lo sienta muy ajeno, lo sienta ya completamente despegado. Y puedo decirle que, generalmente, no lo vuelvo a leer ni vuelvo a páginas ya impresas ni a libros míos ya publicados, porque sencillamente siento que han comenzado a vivir su propia vida y su propio destino, y me cuesta muchísimo trabajo juzgarlos. Yo no puedo decirle si Los elementos del desastre es un libro más logrado, que va más lejos, que me satisface más que Los emisarios, que Caravansary o que La Mansión de Araucaíma; lo que podría decirle es que el único libro que he concebido en su totalidad como tal, como un todo orgánico es Los emisarios, pero esto desde luego no hace al libro ni más valioso ni menos valioso, únicamente lo anoto como anécdota para la crítica.
MAZ: ¿Qué críticos han acertado —según su criterio— en el análisis de su obra, y quiénes posiblemente han errado en sus puntos de vista?
AM: Hay un grupo de críticos que han acompañado mi obra y que han tratado a mi poesía con una certeza, con una cercanía que me parece muy válida, hasta donde un poeta y un autor pueden juzgar el juicio de los demás sobre su propia obra (porque ahí vuelvo a ser bastante escéptico: ¿cómo podemos juzgar a un crítico que ya está juzgando algo que se ha desprendido de nosotros y que no nos pertenece?).
“Aun así, quiero citar de memoria (y desde luego van a faltar nombres, y tal vez voy a ser injusto y algún amigo va a quedar al margen de esta lista de críticos que, considero, han tratado mi obra con certeza y con buen juicio) a Ernesto Volkening, que escribió en Colombia excelentes notas sobre mis primeros libros; después, ya aquí en México, Ramón Xirau escribió una espléndida nota que considero de las más afortunadas en la revista Vuelta, sobre Summa de Maqroll el Gaviero; tampoco puedo olvidar un largo artículo muy trabajado, que se acerca a cosas que yo creía muy escondidas en mí, de José Miguel Oviedo, sobre Caravansary y Crónica Regia, que es mi último libro de poemas; Eduardo García Aguilar, un joven ensayista y escritor colombiano, poeta también, que acaba de sacar un libro de poemas con cosas muy bellas, escribió una crónica que considero muy afortunada en el suplemento “Uno más Uno” (Marzo 1986). También recuerdo al gran historiador húngaro y profesor de Oxford y de la Universidad de Río Piedras en Puerto Rico, Miguel de Ferdinandi, que escribiera una crónica afortunada sobre el relato «La muerte del estratega» (se encuentra en La mansión de Araucaíma); y desde luego —the last but not least— a Octavio Paz, quien escribiera un ensayo sobre «Los hospitales de ultramar», incluido en su libro Puertas al campo. Este ensayo contiene —obviamente, en el caso de Octavio— aciertos, adivinaciones de una fuerza imaginativa y creadora extraordinaria, de verdaderos paisajes interiores míos vistos con una luminosidad admirable.
“Respecto a los críticos que no han sido afortunados, no quiero caer otra vez en la paradoja, pero en verdad, si no fueron afortunados, no recuerdo sus nombres. Ha habido un crítico últimamente en el Diario El País (Madrid), donde yo escribo en las páginas editoriales de vez en cuando, que escribió una nota sobre Crónica Regia, largo homenaje mío en forma de poema al rey Felipe II, donde evidentemente se pone en claro que no entendió uno solo de los poemas ni la más mínima intención que yo tenía al escribir esa poesía, pero no recuerdo su nombre (probablemente no viene en la nota). En verdad, no recuerdo el nombre de los críticos que hayan escrito notas sobre mi obra que me parecen equivocadas; las he leído, recuerdo, pero el nombre de la persona lo olvidé. Tal vez sea esto una muestra de vanidad, pero, en fin, como estamos en un juego…
MAZ: ¿Qué opinión le merece el criterio de otros poetas sobre su obra?
AM: Bien, depende de dos condiciones: si el poeta ha dado muestras de ser un crítico agudo e inteligente, de tener un sentido crítico muy valioso, me interesará muchísimo su concepto; si no es así, pero es un gran poeta, por el solo hecho de serlo, desde luego lo que diga de mi poesía también me interesa, y más que me interese, me da muchísima curiosidad. Por ejemplo, lo que pudiera decir un Luis Cardoza y Aragón, o lo que hubiera podido decir un Pablo Neruda o un Luis Cernuda, poeta que admiro por su condición de poeta, siendo el suyo el caso de un crítico que igualmente admiro. Concretando la pregunta, es decir, para responderla en forma más escueta, diría que, si el poeta es un gran crítico, me interesa fundamentalmente, y si el poeta es un gran poeta, me da una inmensa curiosidad.
MAZ: Creo que en estos tiempos algunos críticos crean un lenguaje oscuro e inapropiado para analizar los textos poéticos y, en lugar de aclarárnoslos, los oscurecen hondamente (y hasta algunos se atreven a decir que están creando otro lenguaje); ¿qué me dice usted al respecto?
AM: Antes de contestarle concretamente la última parte de la pregunta, yo quisiera aludir a esta nueva crítica —¿nueva?, ya no tan nueva, por Dios— que, a través de las investigaciones y los descubrimientos o elaboraciones del estructuralismo, ha caído en una esterilidad, en una vacuidad, en una verbalización, en un vacío absolutos; yo encuentro de una aburrición, de una esterilidad y de una pobreza los resultados de este sistema y este método aplicado con esta forma tan ingenua y, al mismo tiempo, de una devoción hacia el sistema, tan dogmática como estéril. Absolutamente, no creo que se pueda recorrer mucho por este camino, al hablar de un poeta o al hablar de una determinada poesía o época de poesía.
“Ahora, con respecto a si un determinado ensayo sobre un poeta crea un lenguaje, me parece que sí es evidente, es obvio, es una notación casi innecesaria de hacer, pero no avanza nada y no estamos ganando con esto mayor cosa. Lo que es importante es que un crítico con imaginación, con poder creador y adivinatorio, entre a campos, a extensiones de un determinado poeta, y les ilumine con relámpagos de visión rigurosa, inteligente, pero que necesitan este especial fuego, esta especie de instantáneo genio que vemos por ejemplo en los ensayos de Eliot sobre el Dante, en los ensayos de Cernuda sobre la poesía de sus contemporáneos. El crítico debe tener algo de visionario, o mucho de visionario, pero si se cae en esa especie de chinchín verbal en que ha caído el estructuralismo, es lo que los franceses llaman un pietinement sur place, un patinar sobre el mismo lugar; no me dice nada y no he visto todavía ahí, en los jóvenes que se dedican a esta tarea (con mucho de vicio solitario), una página que me convenza.
MAZ: ¿A quiénes admira el poeta Álvaro Mutis en el mundo literario? ¿Cuáles son sus lecturas favoritas?
AM: Estas listas, desde luego, son siempre injustas y siempre denotan, acusan ausencias que nos van a pesar muchísimo. He tratado de reunir y voy a empezar a enumerar los poetas vivos actualmente, cuya obra tiene, según considero, una permanencia en el idioma y representa una continuación del maravilloso acervo del idioma español en la poesía lírica. No los voy a enumerar en orden de importancia sino como me han venido a la memoria: Jorge Luis Borges, Octavio Paz, Eliseo Diego, Carlos Drummond de Andrade, Emilio Adolfo Westphalen, Carlos Martínez Rivas, Luis Cardoza y Aragón, Eugenio Montejo, Juan Sánchez Peláez, Gastón Baquero, Jaime Gil de Biedma. Estos son los poetas que, estando vivos, considero que más me acompañan, y cuya lectura es para mí un continuado ejercicio y un inagotable placer.
MAZ: ¿Influencias?
AM: Respecto a las influencias le puedo decir que muy seguramente las que más me han marcado no han sido todas de poetas. Por ejemplo, la lectura de Dickens ha sido para mí una influencia inagotable; hay algo en él, un mundo de una fantasía, tan rico y con la posibilidad de ser palpado, de ser visto y ser vivido; unas atmósferas y unos momentos, en tardes de diligencias o tempestades con huérfanos que tocan en las puertas de los ricos… en fin, todos esos lugares comunes maravillosos y sabios de Dickens, que son para mí un motivo extraordinario de inspiración y también una influencia muy grande. Tienen la misma importancia la lectura continuada de Marcel Proust, Conrad, y una que es para mí más que eso, porque se convierte en una especie de frecuentación de amistad: la de don Antonio Machado. Leo, por supuesto, con admiración creciente, con placer inmenso inagotable a Cervantes…
“Ahora bien, poetas que me hayan influido, que yo sienta que me abrieron campos en la poesía, y que me permitieron darme esa seguridad de escribir mi primer poema publicable, son Robert Desnos, Jack Prevert, Peret, Neruda… Aunque hablo del Neruda de «Alturas de Machu Picchu», el de la Residencia en la tierra (los dos primeros tomos, el de las furias y de las penas), ya que con él hay que tener mucho cuidado, porque de repente saltan en sus más lamentables y demagógicos poemas versos y momentos maravillosos. En el Canto General, que es para mí un libro completamente deleznable, hay momentos de una grandeza extraordinaria (por ejemplo, esa larga cadena de poemas al océano, todos de una belleza deslumbrante). Con esa reserva hablo del Neruda que me influyó. También mencionaré a Saint-John Perse, y a Laforgue, Cobière, y finalmente, más que como influencia, como necesidad de certificar y asegurarme cada día en la supuesta vocación poética (sobre la cual siempre me entran dudas aterradoras, entre las que vivo y me debato), a Charles Baudelaire, (quien me salva de ellas siempre que regreso a él). Ahora, la lista es mucho más larga: me saltan en este momento a la memoria un poeta inglés, Phillip Larkin, que acaba de morir, y desde luego La Martine, un poeta que leo con mucho placer… Pero ya estoy hablando de poetas que me causan placer, de poetas que frecuento y que visito, pero las grandes influencias van por el lado que antes estuve enumerando.
MAZ: Volviendo al poema, a su núcleo, ¿cuál considera que es su mejor poema?, ¿dónde ha logrado expresar lo que quería expresar?
AM: La primera duda que le expreso es sobre la palabra «mejor». No siento tener yo en mi obra un poema «mejor». Podría decirle de dos poemas en donde siento que el abismo que separa lo que yo quise decir de lo que quedó escrito es menos impresionante, menos grande: uno es el poema «Sonata», que está en mi libro Los trabajos perdidos, y otro, el poema «Funeral en Viana», en Los emisarios. Estos poemas coinciden en tratar asuntos que, desde mi niñez, desde mi juventud, me han preocupado y ocupado mucho. Nunca había tenido hasta años posteriores la decisión de escribir sobre esas situaciones, poco a poco fueron haciéndose estos poemas ya en la madurez. «Sonata» es un poema que escribí a los 30 años, y «Funeral en Viana» hace 3 años[2]. Pero, de todas maneras, vuelvo a aclarar que sin sentir que sean poemas mejores o mejores que otros poemas míos. Los siento los más eficaces, en el sentido de que lo que quise decir está allí casi completo, casi rotundo, casi inobjetable (la palabra es un tanto pedante, pero en este momento no se me viene a la cabeza otra que la reemplace).
MAZ: ¿Estos poemas, por llegar a sopesar, a palpar casi la luz inobjetable, los escribió usando el mismo sistema que el resto?
AM: Estos poemas los escribí exactamente con el mismo sistema, con la misma rutina con que escribí todos los otros poemas de mis demás libros: una larga espera, un largo trabajo de silencio, un largo trabajo interior, notas que eran casi como señales muy vagas de lo que quería decir, en papeles, hechas con lápiz, y después, la elaboración en la máquina de escribir. O sea que no tuvieron un proceso diferente de ninguno de los otros poemas míos.
MAZ: La temática de la poesía en este continente a partir del advenimiento de la revolución cubana cambió el rumbo de los versos de los distintos poetas jóvenes de esa época, unos a favor y otros en contra. Por otro lado, algunos de estos poetas no variaron su estilo, pero en cambio los temas fueron concernientes a aspectos socio-políticos, y muchos de ellos son bastante ineficaces, por no decir malos. ¿podríamos hablar de una mala influencia?
AM: De acuerdo. Yo creo que si ha habido alguna influencia de la revolución cubana en la poesía en lengua española —cosa que dudo profundamente—, la única que podría notarse sería la frecuencia de los lamentables, verborreicos y repetitivos poemas sobre el Che Guevara y los demás temas que rodean este fenómeno de Cuba. Yo estoy completamente ajeno a este tipo de actividades políticas; como Borges, creo sinceramente que la política es una de las formas más lamentables de la superficialidad. Si la revolución cubana ha influido en la poesía latinoamericana, en el idioma de los jóvenes poetas, no creo que haya sido para bien, ha sido para caer, como digo, en la verbalización y en las largas enumeraciones, en esas lamentables facilidades a que nos tuvo acostumbrados el peor Neruda, y que desde luego no creo que sirvan al auténtico propósito de la poesía.
MAZ: Gonzalo Rojas me manifestaba alguna vez por escrito: “jamás he sido panfletario, pero los poetas deben ser testigos de nuestro tiempo y fijar el mito. Poesía y conducta… ¿Cuál es su apreciación al respecto?
AM: Descreo completamente de esa condición del poeta (de testigo de su tiempo y fijador del mito); yo diría más bien que el poeta crea el mito, que el poeta tiene una fuente de posibilidades creadoras para generar toda suerte de mitos que son los que van a quedar y a permanecer. Alrededor de los mitos creados por Homero viven todavía los griegos en la memoria de los hombres, alrededor del maravilloso mito de La Eneida,cantado por Virgilio, se sostiene en vilo el Imperio Romano; alrededor de La Divina Comedia, de Dante, sigue palpitando y viviendo la Edad Media, no con Dante como testigo ni como fijador del mito sino como creador absoluto, como visionario. Respecto al actuar del poeta, yo creo que no se le debe y no se le puede exigir conducta especial ninguna. El poeta es un señor que anda por la calle como cualquiera de los hombres, sólo que tiene esa condición de escribir poesía, que es una manera de oración, de consagración y celebración de las cosas, del hombre y de su vida, de las cosas que lo rodean, pero sin intención testimonial. Esta es una cosa sobre la cual he insistido por muchísimo tiempo y de la que adolecemos en América Latina: cargar al poeta con una serie de responsabilidades sociales y cívicas que no me parecen sino profundamente lamentables.
MAZ: ¿La poesía contemporánea está tomando otros rumbos según su opinión?, Algunos poetas “innovadores” de hoy, pienso así…
AM: Yo creo que la poesía contemporánea, como toda poesía, no va a ninguna parte. Va, si se quiere decir así —si se me pone contra la pared para contestar a dónde va— a donde va la poesía de Quevedo, de Garcilaso, de Cernuda, de Jorge Guillén, de Octavio Paz. La poesía no va ni viene; la poesía es una permanencia. No posee una relación con el tiempo tan inmediata, tan lamentablemente periodística como insistimos en pensar en América Latina. La poesía no tiene tiempo; es una creación mágica que tiene mucho que ver con una demoníaca condición de ciertos seres, de dejar en las palabras el testimonio de su desgracia, de su vida, de sus pequeñas felicidades, de sus ilusiones y de su muerte. Esa es la poesía. Esto creo yo que es la poesía, que bien poco tiene que ver con el curso del tiempo, con el pasado, con el presente, o con el futuro.
MAZ: ¿Qué me dice de su obra narrativa? Poeta y narrador; ¿puede acaso existir un maridaje entre estas dos categorías literarias? ¿Dónde se va más lejos?
AM: En mi caso, puedo decirle que no encuentro unas fronteras muy delimitadas entre lo que he escrito como narración en prosa y mi poesía. Son dos maneras de decir la misma cosa. Si escribo La muerte del estratega, o si escribo una novela, como la que ahora va a salir en España con el título de La nieve del almirante, sigo insistiendo, trabajando en los mismos temas, en las mismas obsesiones que han visitado mi poesía. Desde luego, en algunos casos he ido más lejos gracias a la prosa y en otros gracias a la poesía, y justamente ahora que releía los originales de mi última novela veía cuán cerca están muchos de los temas y su tratamiento de algunos de mis poemas. Entonces no puedo decirle con precisión en dónde se separan estos dos ríos que tienen una misma corriente.
MAZ: Es inconcebible aceptar la opinión de algunos escritores reconocidos con respecto a que la Poesía es la antesala de la Narrativa, porque tal vez no pudieron llegar a la Poesía y se desviaron hacia la prosa; recordemos nada más al seudónimo “Julio Denis”, que publicara un poemario titulado Presencia, y que luego sería el gran Cortázar que todos conocemos.
AM: Me parece un adefesio inconcebible creer que la poesía sea la antesala de la narrativa o de ninguna otra expresión literaria. La poesía no es fútbol, ni béisbol, ni hay mejores ni hay grandes ligas ni se trata de esa especie de puntuación en que se ha estado cayendo últimamente (y que me parece bastante lamentable y muy empobrecedora). Yo le pregunto, bastaría preguntarle, ¿de qué narrativa es antesala La Divina Comedia, de qué narrativa es antesala la poesía de Quevedo, acaso de Los sueños, del gran Buscón, del Buscón y gran tacaño? Sería también un adefesio el que diga que la narrativa es la antesala de la poesía, se cometería el mismo error lamentable. Se está equivocando en la apreciación realmente y en el juicio de estas dos maneras que tiene el hombre de decir su misma miseria y sus pequeñas dichas. Casi diría que no entiendo cómo se puede concebir esto. Si alguna persona que se dedicó a la narrativa en su juventud hizo poemas, pues sencillamente sus poemas no eran suficientes ni bastantes para contener lo que él quería decirles a los hombres, y se pasó a la narrativa, que le fue más eficaz; pero esto no se puede generalizar en forma tal porque se llegaría a la cosa monstruosa de preguntarse de qué clase de narrativa es antesala la poesía de Rimbaud, por ejemplo. No, realmente me niego a considerar siquiera esta posibilidad que me parece de nuevo un completo adefesio.
MAZ: Sus viajes por el mundo, posible influencia sobre su obra.
AM: Yo he sido un continuo transterrado, un continuo exilado. Cuando tenía dos años salí de Colombia y viví en Bruselas y en París, mi padre estaba en el servicio diplomático; regresé ya adolescente a Colombia. Después, por los primeros trabajos que tuve ahí, empecé a viajar por América Latina y a regresar frecuentemente a Europa. Desde 1956 vivo en México, y desde aquí sigo viajando. Cada año voy a España, estoy casado con una española (con una catalana por más señas); entonces el viajar es una especie de condición ya incluida en mi vida, como una condición inseparable de vivir, de existir, y no puedo imaginarme cómo hubiera sido si yo me hubiera quedado toda la vida en Bogotá. ¿Habría escrito?, ¿qué habría escrito? No lo sé, es realmente muy difícil decirlo. Decir que los viajes, que esta condición de exilio y de continuo desplazamiento son útiles a mi poesía sería realmente una ligereza. No sé, sigo viajando hoy día; trabajo en una compañía distribuidora de películas americanas y tengo como territorio buena parte de América Latina. Vivo prácticamente subido en un jet, pero esto no sé si me beneficia o beneficia a mi poesía. Lo que sí podría decir es que esta condición de viajero me concede mucho tiempo vacío en los aeropuertos, en los mismos aviones, en los hoteles, para escribir.
“Realmente, me he acostumbrado a escribir en los países más diversos, y siempre en condición de viajero. Si se vieran los papeles que guardo mientras estoy haciendo el poema, se verá que son papeles de cartas de hoteles de Tegucigalpa o de Santiago de Chile, de São Paulo o de Bogotá, de Bruselas o de Los Ángeles, de Nueva York o de Puerto Rico, París, Nueva Orleans… Me he acostumbrado a trabajar mi poesía en los más diversos climas y siempre en ese ambiente de desplazamiento. Ya dejo a un crítico el papel de determinar y de buscar hasta dónde esa condición de movimiento da un determinado carácter a mi poesía; yo no lo puedo ver, ni es mi papel ni tengo las posibilidades de desentrañarlo, pero sí sería interesante que un crítico algún día buscara allí las huellas de mi condición de viajero.
MAZ: Cuéntenos de sus amigos inolvidables por el mundo.
AM: Tengo muchos amigos por todas partes, amigos inolvidables, amigos que confundo, amigos que para mí son las ciudades mismas. Para mí, Puerto Rico es estar con Miguel de Ferdinandi, tratando de jugar con la historia. (Por ejemplo ¿qué hubiera pasado si María de Borgoña no se hubiera casado con Maximiliano de Austria?; ¿qué hubiera pasado si Hungría hubiera continuado siendo el mismo reino que fue hasta el Renacimiento?). Para mí, como le digo, las playas y la luz de Puerto Rico son la compañía de Miguel de Ferdinandi. Lima es hablar largamente con Abelardo Oquendo, estar en su casa y también dialogar con Pupi, su mujer; Colombia es estar con mis viejos compañeros de generación que aún viven… y así podría seguir. Las ciudades están sembradas de amigos, de colegas, de gente que admiro. Ir a Nicaragua es estar con Carlos Martínez Rivas y volver a hablar de la poesía inglesa y la que escriben los católicos desde comienzos de siglo. Ese eterno diálogo con Carlos para mí es Nicaragua. En esto podría yo afirmar que el viajar me ha dado ese obsequio, esa especie de premio marginal que es tener estos amigos en cada ciudad con los cuales continúo, ya a través de esta última etapa de mi vida, de veinte años de continuo viajar por América Latina, el mismo diálogo.
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Álvaro Mutis (Bogotá, 1923-Ciudad de México, 2013). Poeta y narrador colombiano que publicó en vida más de una treintena de libros, entre los que destacan los poemarios Caravansary (FCE, 1981), y la Summa de Maqroll el Gaviero: poesía reunida (Ediciones de la Universidad de Alcalá de Henares / FCE, 2002) o novelas como Ilona llega con la lluvia (Mondadori, 1987) y Un bel morir (La oveja negra, 1988). Su obra ha sido traducida a varias lenguas e, igualmente, le hizo recibir diversos reconocimientos de importancia hasta llegar al Cervantes, en 2001; siempre expresó un cuidado y un ritmo verbal en búsqueda de lo esencial, aunque con la conciencia de que el vacío también ronda la voz de los poetas.
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Miguel Ángel Zapata (Perú, 1955). Poeta, ensayista y traductor. Su poesía ha sido traducida a varias lenguas y actualmente es Catedrático de Literatura Latinoamericana y Artes Visuales en la Universidad de Hofstra (Nueva York). De su obra se destacan La ventana y once poemas (Cuadrivio, México, 2014), Ensayo sobre la rosa. Poesía selecta 1983-2008 (Universidad de San Martín de Porres, Lima, 2010) e Iguana (FCE, 2005). Recientemente publicó su libro de poemas Un árbol cruza la ciudad (Máquina Purísima, Lima, 2019) y la antología Con Dylan Thomas Volando por Manhattan (Poesía selecta 1997-2018) (Buenos Aires Poetry, 2019). Ha traducido a poetas de habla inglesa como Theodore Roethke, Mark Strand, Charles Wright, Louise Gluck, William Carlos Williams y Dylan Thomas.
[1] Véase: Plinio Apuleyo Mendoza: El olor de la guayaba, Conversaciones con Gabriel García Márquez. (México: La oveja Negra, 1982), p. 119.
[2] Alrededor de los 60. Nota editorial.