Trinos

Pablo Montes

Arte: Canek Leyva

La mujer, de pie, guardaba el cuchillo en un cajón mientras su madre la hablaba, nerviosa, sentada frente a la mesa de la cocina, con las manos cerca de la boca, luego en la cabeza, en la barbilla, los dedos gruesos, muy gruesos, como tallos de jengibre. La mujer no terminaba de guardar el cuchillo, parecía que podía tomarse horas, días, para hacerlo, como si esa fuera su única tarea el resto del año.

La madre le hablaba de los hombres que habían ido a buscarla, preguntando por ella: los hombres de camisas blancas y grises, de gafas oscuras. Los del interrogatorio. Los de la patrulla. La madre, sorprendida, luego asustada, les dijo que su hija no estaba en casa, aunque ni ella misma sabría decir a dónde había ido. Los hombres dijeron que regresarían más tarde. Aguardarían cerca.

La mujer decía no saber nada de lo que preguntaban esos hombres. No sabía nada, pero hubiera querido saberlo todo…

(Arrugas como grietas infelices a fuerza de tanta sonrisa fingida en su rostro, cierto temblor en las manos pálidas. Pequeñas y taimadas heridas en los brazos. El olor dulce de su perfume de los sábados por la tarde. Esa era la mujer interrogada por la madre, no por los de la patrulla, aunque debido a la visita de ellos por la mañana).

No sé nada, repetía sin cansarse. Y luego, sin disimular la curiosidad, le preguntaba a su madre qué le habían dicho aquellos hombres. Curiosidad, nada más, ante la noticia de la muerte del hombre del cabello gris. Alguien con quien ella había estado saliendo durante casi un año, hasta que desapareció. (Esto quiere decir que parecía que se lo tragó la tierra, pues era como si la tierra debajo de los pies de la mujer se hubiera sacudido por capricho o voluntad de ella y el hombre ¡zas!, desapareció).

Pero de eso hacía no menos de un par de años. Y ahora la mujer se enteraba de que el hombre estaba muerto. Que lo habían encontrado muerto en la carretera.

La madre, como si quisiera convencerse de algo, repetía que aquel hombre, ya difunto, no era bueno para su hija; que no la merecía, que no bastaba ningún cortejo; ella necesitaba un techo y la seguridad de una vida mejor, una segunda nueva vida, con los hijos incluidos, por supuesto. Nada de eso le ofrecía ese tipo, como le insistiera tantas veces, mientras él vivía.

La mujer cerró el cajón, dio vuelta despacio y se sentó frente a la madre. La miraba esperando que le platicara todo lo que los de la patrulla le habían dicho. Pero la madre no hablaba de eso, sino de lo desagradable que siempre le pareció el hombre de cabello gris. Soltó una carcajada y aún con la boca abierta, se santiguó y rogó por el descanso eterno, eterno, de aquel hombre. Amén. De nuevo la risa y luego los dedos como tallos de jengibre se posaron en la mesa e intentaron alcanzar las manos de la hija que sonreía. Ambas mujeres sonreían.

El silencio en la cocina. Los rostros ahora severos de madre e hija. No podría precisarse el momento en que cambiaron de expresión: parecía que les había caído la tarde ahora, tan parecidos entre sí. Entonces la madre salió de sus pensamientos y le preguntó a la hija qué sabía de la muerte del hombre. La mujer no sabía nada, y no mentía, pero al decirlo su rostro se iluminaba, como si la noticia de esa muerte le devolviera la tranquilidad, como si fuera un triunfo, una revancha o la ansiada justicia superior. La mujer volvió a sonreír. La madre, espantada, le tomó con fuerza las manos, rogándole que le dijera todo lo que sabía. No te delataré, hijita.

La mujer no dijo nada. Permaneció mirando hacia una ventana, tomando las manos de su madre. La sonrisa le crecía hasta formar una mueca grotesca y despreciable: sus dientes disparejos asomaron entre los labios delgados y resecos. Recordaba cuando ella y el hombre de cabello gris habían pasado por la carretera, la misma donde lo encontraron muerto: la mañana de un viernes o un sábado, en el viejo auto rojo de él. Iban abrazados. El auto salió del camino y el hombre la arrastró a los asientos traseros. Le besó el cuello y sin más entró en su cuerpo delgado y frío mientras ella miraba por una ventana el cielo brillante y sentía las embestidas de él, pero no estaba excitada. Sabía que no podían estar más unidos por ahora, pero eso apenas calmaba un poco su ansiedad, acaso llenaba un palmo del enorme vacío dentro de ella. Sus jadeos eran una simple reacción física bajo el peso de su amante. Ella le miró el cabello gris antes de cerrar los ojos y abandonarse a un sueño ligero, insultante para él.

La madre temía que en cualquier momento sonara el timbre de la casa, que afuera hubieran permanecido los hombres esperando. Los dedos como tallos de jengibre le temblaban sobre las manos frías de su hija. El gesto de la madre se fue crispando y luego pareció marchitarse durante los instantes que la hija estuvo callada.

Mientras hervía el agua para el té, la madre le acariciaba el cabello a la mujer. Comenzó a peinarla, a formarle una trenza, aunque lo hacía con una rara delicadeza, como si evitara no sólo jalarle el cabello, sino molestarla, como si de pronto le temiera. ¿Había alguna razón para tenerle miedo? La madre, en ese momento, no podría decirlo. Intuía, qué horror. Pero no podía ser.

Sirvió dos tazas. La hija se miraba las uñas de las manos. Seguía sin decir palabra. Ahora recordaba el día que el hombre de cabello gris le dijo que pronto tendría que irse a trabajar a otra ciudad. Ella no lo cuestionó; sin embargo, en su cabeza comenzaron a surgir muchas preguntas. Durante los días siguientes la mujer creyó encontrar las respuestas: el hombre de cabello gris tendría otra mujer, como su madre siempre se lo había advertido: un hombre de esa edad, con esa forma disipada de vivir, seguramente tenía un hijo por ahí, alguien más por allá, que ella no era más que una aventura o un gusto caprichoso para el hombre.

Cuando la mujer creyó tener todas las respuestas a sus dudas, cuando todas sus ideas encajaban unas en otras, sintió un profundo miedo de ser abandonada. Lo peor era que ella no podría tomar la delantera y acabar con esa relación, pues de cualquier manera el final se había anunciado en el momento en que el tipo le dijo que se iría a trabajar a otra ciudad. Entonces quiso sepultar su miedo y se imaginó odiándolo. Deseaba que algo sucediera, algo súbito y contundente, ya no para que él se quedara, sino para que sencillamente no pudiera irse, y que entonces ella le gritara que había decidido, en todo caso, terminar la relación.

Madre e hija tomaban el té. Ya la hija había comenzado a hablar, pero de cosas de la casa: las cortinas, las plantas de sombra, el periquito azul. La madre no hizo más preguntas. Terminaron el té. La madre dijo que se iba a la siesta.

A solas, la mujer comenzó a recordar cuando, una tarde, el hombre le dijo que el asunto del trabajo se había pospuesto. ¿Qué? ¿Se arrepentía de abandonarla? ¿No le estaban resultando sus planes? La mujer dejó pasar unos días, las noches en las que pensaba cómo decirle que no quería volver a verlo jamás.

Una tarde quedaron de verse en el café de siempre. La mujer llegó antes de la cita y habló con uno de los meseros, uno que la conocía de vista, como a su eterno acompañante. Logró convencerlo de que le entregara a éste un sobre. Apenas se deshizo de la carta, salió corriendo del café.      

En el sobre, la despedida, una brutal y grosera, llena de coraje, escrita a mano con letra apresurada, con rayones y tachaduras. Sin explicaciones. La hoja impregnada del olor dulce de su perfume de los sábados. El hombre debió haberla leído. Entonces habría sido como si la tierra bajo sus pies se sacudiera. Jamás volvió a buscar a la mujer.

Alivio, al principio. Alivio para la mujer: ella había roto la relación, ella había ganado, el hombre no había conseguido abandonarla.

Pero aquel alivio se volvió, pronto, coraje: aunque la mujer no quería volver a estar con él, había esperado, ¡claro está!, que el hombre la buscara, que la esperara tarde tras tarde afuera de su casa o la espiara en el parque o la vigilara desde alguna mesa del café. Pero no volvió a verlo. Y fue cuando comenzó a odiarlo. Al fin el odio. Y no quiso ocultárselo a su madre. Le decía a veces que deseaba que él estuviera muerto, no saber que andaba por ahí quién sabe con quién. Decía que si lo tuviera enfrente lo mataría… La mujer había terminado por creer todas las advertencias de la madre: de seguro el hombre tenía otra mujer y por eso nunca volvió a buscarla. Ambas platicaban de lo despreciables que son los hombres y reían, como habían reído esa tarde y se tomaban de las manos y reforzaban su alianza y miraban con desprecio hacia todos los rincones de la casa. Siempre sonrientes.

Pero no, la mujer no lo había matado, jamás había vuelto a verlo, no lo había matado y no lo había vuelto a ver y por eso su odio era de un tamaño descomunal y temible. Una punzante sensación comenzó a invadirla.

¿Por qué mataron al hombre? Se trataba de un crimen, si no, ¿para qué se hacían investigaciones? La mujer no comprendía cómo habían dado con ella, por qué la consideraban sospechosa, si ella no había dejado rastro en la vida de él. ¿Quién sabía de su existencia? Pensó en el mesero. Lo recordó y le pareció despreciable y traidor.

La mujer se decía:  
Lo mató la otra, la que lo descubrió con otra más, ¿cuántas somos, cuántas lo odiamos, cuántas queríamos verlo muerto?  
¿Ves que no fuiste la única? ¡Y tampoco fuiste la que consiguió acabar con él! ¡Se te adelantó aquella por quien él te iba a dejar! ¡No fuiste capaz de ser tú la única, la última!

Nieve espesa, negra, tapizando la mirada de la mujer, como si fuera invierno sobre los muebles de la cocina, sobre el cajón donde guardó la mujer el cuchillo. Eclipses. Quiebres.

Madre, ¿no es que ella quería verlo muerto también? ¿Ella, ella pudo haber hecho esa deseada cosa horrenda que yo no fui capaz de hacer?

Ruido de pájaros. Trinos. Ruido. Fuertes latidos de un corazón adolorido, afrentado. Por allá, debajo de la negra nieve espesa, la salida… Y luego el silencio. La silla, las nalgas redondas, flácidas, sobre la silla. La calma parcial: el hombre ya estaba muerto. Pero una nueva tormenta asomaba detrás de las montañas de recuerdos.

Cuando la madre salió de su habitación luego de la siesta, encontró a la hija en la cocina, de pie, sacando de nuevo el cuchillo del cajón: miraba a su madre y le sonrió pero la madre no pudo sonreír a la vez.

Pablo Montes (Ciudad de México, 1980). Autor del libro de cuentos Prototipo, (Editorial Ink, 2017), ha publicado cuentos en la revista Crítica de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y en la Antología Cuentos del Sótano (Endora Ediciones, 2011). Fue Segundo lugar en el concurso de cuento “Eduardo Casar” en 2008 y alumno del escritor Daniel Sada en Casa Refugio Citlaltépetl entre octubre de 2009 y marzo de 2011.