Noviembre en poniente

Philip Potdevin

Arte: Juan Carlos Mejía

1.

NOVIEMBRE Y SUS tripas no se saciarán jamás

Hermanados en esta comarca hace tres meses… ¿o cuatro?

Como el huésped que rehúsa marchar a pesar de la escasez

Como la dolencia que se acomoda para un largo viaje.

No hay cabida para más cruces en este almanaque

Como víctimas propagadas sin fin en la Pandemia.   

Estos setos no se riegan con líquidos vestigios

Estos parques no se cierran con rejas de la noche

Estos bosques no se talan con hachazos al alma

Estos jardines no se podan con granizo al mediodía  

Noviembre se detuvo en el camino de los vientos

En el lodazal de la cordillera que escurre por desfiladeros

Como un largo suicidio que no termina de triunfar.     

El ancho agosto pairó noviembre,

                                        monstruoso, acéfalo, ruin…

hay sospecha de que diciembre no germinará, mientras

enero aguarda agazapado en cuevas de conspiradores.

2.

El cielo tiende el manto de nubes en su patio trasero

El cielo represa la catarata para llenar la

                                        alberca con el solsticio

El cielo: inmóvil, pesado, plomizo, obstinado e indiferente.

Las encías del cielo supuran la sanguaza

                                        dulzona de la garúa

Que se cuela por entre los pañolones y las

                                        franelas y las conciencias

Y frutecen en el licor que nos embriaga

                                        de coléricas evocaciones.       

Se respira la borrasca que asfixia el sendero

Y amenaza fulminar el aleteo de las ideas.

Las raíces del sol se pudren en el pantano

                                        de aquellas Victorias Regias

A la espera de un resquicio de luz filtrado

                                        por la fisura del Verbo Divino.

Un manojo de rosas marchita el pergamino

                                        de la frente resquebrajada

Sin siquiera enterarse del rocío del Aleluya.    

Y el sol claudica su canícula

                                                                  al ultrajado ciego que

                                          preconiza la Era de las Tempestades.

Estos años…

Estos años de frenesí y dolor crecieron a la

                                        sombra de un alcaparro dorado.

Estos años vieron cosechar la vida avinagrada de

                                        verdes hojas manchadas de orín.

3.

Alguien dijo, a tu lado, y casi en murmullo:

                                        El amor,

                                        El amor, duro y reseco como las hebras

                                        de una picadura deshidratada.

                                        El amor de los arreboles de octubre quedó

                                        olvidado en el silencio de la casa.      

Y… ¿qué fue de octubre y septiembre?

¡Siguieron de largo sin advertir la estación!

Solo noviembre se aclimata en los Anales de este hogar

Con sus madrugadas de jaquecas y agrieras. 

Cuarenta, cincuenta, sesenta y tantos carnavales

Y sus Miércoles de Ceniza y Cuaresmas y

                                        Domingos de Resurrección

Con su gusto a aceitunas rancias en un

                                        platillo sobre la mesa.   

Los astros chupan con avidez la colilla de las luciérnagas

Para impedir que invicta la noche derrumbe el techo de la casa

En inútil esfuerzo pues el cielorraso desfondado

                                        Ya concibió la Vía Láctea

4.

¿Viste?

Tu pareja se ha ausentado para refugiarse

                                        en las antípodas de la casa.

Marchó por un café que hierve desde el amanecer,

Marchó por una revista sin carátula leída

                                         mil y cien veces en el retrete.

Pregunta antes de izarse en la mecedora: ¿Llamaron?

Escribieron, dices, pero desde que llegó

                                          noviembre no abro el correo.

Diles, dice, que de tanto extrañarlos reinventamos

                                         sus caras, sus manos, sus voces.

Las imágenes de infancia perdieron su color y

                                        evolucionaron a daguerrotipos.          

Escucha:

Dos almas conversan sin palabras.

Se adivinan en sus gestos

Reclaman con la mirada

E insultan sin hablar.         

Calla:

Una doble fila de lagartijas y sapos

                                          entonan en cantata profana

Juntos orquestan los versos de Safo y Catulo y los goliardos

Para reclamar a la noche el contrapunto

                                        del amor desenfrenado.

El cascarón baboso de la cigarra cae del

                                        tronco lavado por la lluvia

Sin revelar donde solfeó en pretéritos equinoccios.   

¿Es eso el sol detenido quince grados sobre el horizonte?

¿Se levanta o se pone?

                                                        Se pone, la rosa de los

                                   vientos marca el poniente,

Siempre el poniente.         

Aguarda:

El amor revindica la posesión del cuerpo

Ese cuerpo extenso ha prescrito a tu favor

tras años de uso, con ánimo de señor y dueño

… posesión tranquila e ininterrumpida.

¿Acaso olvidaste, hermano mío?

¿A caso niegas el silbido, el ulular el clímax,

                                         las cumbres y los valles?

Portas como medallas las manchas de sábanas

                                         apergaminadas tras cada batalla.     

El placer hipotecado a los salmos de los

                                         acreedores nocturnos

El placer enmohecido como un filme erótico silente

En busca inútil de dos cuerpos fofos, foscos, flácidos

Como el cuello de una tortuga que registró el

                                       paso de invasores extremeños

Y que mide un tiempo sin tiempo, que

                                       espera un día sin esperanza.

5.

¡Ay! de los madroños en los años mozos

¡Ay! del fragor de los cuerpos lacerados a mordiscos

Resaca de invidentes que brindan en la Última Cena

Olvido del caníbal saciado de vísceras de su prójimo

Deseo de anciano tras el efebo que se

                                       escurre en la multitud.

Apenas subsisten postales, retratos mutilados,

                                       reclamos de infidelidades.

Los juramentos y promesas murieron

               enmarañados en atrapasueños.          

La casa se deshoja en el deslío de noviembre.

Cada hijo marchó con un catre, un libro una taza.

Ya no hay libros.

Cada amigo se llevó tres, cuatro.

El último huésped tomo ayer prestados siete que quedaban.

No queda vida más allá de las revistas.

                                                  de poesía que agonizan.

Y el esqueleto de las bibliotecas bailotea

                                                  en las sombras de candil

Y ya no importa,

                                                     a los casi ciegos nos estorban los libros.    

Hace dos noches encendí fuego con cajas

                                                  Colmadas de obra inédita

Si bien es cierto que todo valía la pena… para el fuego.

El fuego celebró y brincó hasta el amanecer

Los versos eróticos crepitan mejor en las brasas.

Los versos épicos se niegan a arder,

Los versos a los amigos abrazan llamas azuladas.    

Noviembre desdentado masca su papilla

                                        De recuerdos y sollozos.

Quizá alcance a escucharse tras su rumiar

                                        el clamor de mi bramido:

¡Yo amé!

6.

La llanura del muera alguna vez vestido de

                                        blanco ostenta una puntilla

Una cintica tricolor da fe que de allí colgó un triple

Entonaba guabinas y pasillos y la contradanza y el bunde.

Ya no existe la vitrola donde Luis A. Calvo interpretó

                                        incansable su Intermezzo No. 3

Yo, sentado en las rodillas del abuelo Manuel Antonio

Aunque él murió de tifus un Jueves Santo del

                                        treinta y tres a los treinta y tres

Y yo nací tal vez en el cincuenta y algo…

Recuerdo cada nota del Intermezzo y la mejilla

                                        del abuelo contra mi frente.     

Abro la ventana y ha cesado de llover.

Cada charco espejea una luna diferente.

Cada charco atrapa una tonada lejana

Cada cristal añora la gota repiqueteando.        

El abrazo, el gesto, la prenda, el beso, la caricia, el gemido

Salen a celebrar con su canturreo el fin de noviembre.

Noviembre partió y dejó sus lodos secos y pestilentes

Como pescado atrapado en el congelador descompuesto.  

Estas llagas no cicatrizan con caricias.

Estas arrugas no se bruñen con sol venidero,

Estas lágrimas no se enjugan con la risa de infantes.

Estas manos se deshacen en tristezas y desapego.  

¡Yo amé!

Philip Potdevin (Cali, 1958). Narrador, poeta, editor, periodista y traductor. Autor siempre crítico, cuenta con más de una docena de libros publicados, entre los que se encuentran Metatrón (Seix Barral, Colcultura, 1995), con el que ganó el Premio Nacional de Novela de Colcultura (hoy Ministerio de Cultura de Colombia), Los juegos del retorno. Quinteto (Editorial Universidad de Antioquia, 2017) y poemarios como Cantos de Saxo (1994) y Salto desde el acantilado (2001), ambas publicadas por la editorial Opus Magnum. Es magister en Historia por la Universidad Javeriana, y en Filosofía Contemporánea, por la Universidad de San Buenaventura, de la que es abogado.