Eder Elber Fabián Pérez

Entonces el negro viejo, que no se había movido, hizo gestos extraños…
Alejo Carpentier
I kiss my wailing child and press it to my breast,
and heard the narrow graves calling my child and me.
William Butler Yeats
Según el sagrado libro, aquel hombre había sido creado por cuenta de uno de los cuatro poderosos nigromantes, quienes eran conocidos como “Los Constructores” o “Los Procreadores”. El responsable de tal prodigio era el Mago del alba. Para la gestación de su obra, el mago tomó un poco barro que yacía en los remotos mares de la costa, acabó por unirlo con las nubes del ocaso y terminó por brindarle el soplo de vida que toda creación necesita.De esta forma, el mago concibió un ser perfecto. El resto de la noche meditó cuál dádiva le ofrecería.
A todas sus creaciones anteriores las dotaba con cualidades excepcionales (como al Kuyata, el gran toro de mil ojos y cuatrocientas patas o al Mantícora, un gigantesco león rojo, con rostro humano y tres filas de dientes). En esta ocasión necesitaba que su obra fungiera como la más bella de sus creaciones. Al final de la noche, a su fruto le entregó la única dadiva que nunca le otorgaría a ninguna otra criatura: la inmortalidad.
Los alquimistas han deseado obtener una creación igual a la del alquimista, sin obtener los mismos resultados. Se dice que los monjes budistas del Tíbet pueden crear seres vivos a partir de su pensamiento, sometidos a un acto de éxtasis profundo. La mística hebrea ha seguido los pasos del mago, creando un Maggidim con el simple soplo de la voz de los acólitos. Pero todos estos intentos han quedado situados en la historia como simples actos fallidos, siendo el Mago del alba el único que ha podido crear un ser perenne.
Ante sus ojos, este ser era su hijo,a quien podría amar de manera eterna. Sin embargo, en este derroche de alegría y de vanidad, había olvidado una cosa;dotándolo de esa capacidad excepcional, olvidó consagrarlo ante el gran Maestro del Día (y según llegó a conocerse en algunas leyendas antiguas, es sacrílego competir contra los grandes maestros, quienes crearon la primera raza humana). Los dioses montaron en cólera y justo cuando el mago estaba por concluir su obra, el gran maestro maldijo al hombre en el lenguaje que sólo los dioses conocen.
Susurrándole al viento, llevó su veneno ante los ojos de la creación del mago. Estupefacto, el nigromante cayó de rodillas llevando sus desdichadas manos a la cara, tratando de cubrir su congoja[1]. Muy a su pesar, el mago no tuvo más opción que dejar con vida a su creación.El amor que había sentido la primera vez que lo miró se había convertido en un eterno desprecio. El mago desterró a su creación del imperio de los dioses, y fue entonces cuando el hijo del mago apareció entre los mortales.
Herem (nombre que en árabe llegó a significar “el olvidado” o “el maldito”) creció con los hombres de carne y hueso, aprendió el cultivo de la tierra y el arte de la casería. La creación del mago resultaba perfecta ante los mortales. Pero cuando la noche caía y cubría el cielo con miles de estrellas, Herem nunca cerraba los ojos; el hombre miraba atónito cómo sus compañeros lo hacían. Vacío y desolado, miraba la luna, contemplando el bello paisaje que los Maestros habían creado. Tuvo envidia de los hombres, pues estos, al despertar, le narraban sus sueños.
Herem intuía que podía hacer la sencilla operación, pero algo dentro de sí se lo impedía.Sin más que perder, de forma súbita cerró sus ojos y, al abrirlos, encontró que sus manos ya no eran las mismas; su cabello, antes largo y rizado, se volvió corto y cenizo.Anonadado, gritó, pero, sorprendido, escuchó que su voz ya no le pertenecía. Repitiendo el proceso, su cara volvió a metamorfosearse: esta vez era un joven guerrero de piel dorada, de pupilas marrón, y manos gruesas y largas.
Ante sus ojos aparecieron varios hombres altos y corpulentos. Herem corrió hacia ellos vociferando palabras incomprensibles.Ante este acto, uno de los hombres lo recibió incrustando su lanza en su corazón. De manera instantánea, el hijo del mago cerró los ojos de forma lerda. Al abrirlos se había convertido en un hombre de baja estatura, de piel blanca como el nácar, y con ojos del color de las esmeraldas.
Herem anduvo por todas las épocas y por distintos lugares. Viajero errante, peregrino de tierras desérticas, observó la caída de los hombres, el derrocamiento de los reyes, la crucifixión de Cristo, la masacre entre hermanos, el exterminio en Treblinka;cansado, descubrió el tedio de la vida, conoció la desesperanza de los humanos, el hambre en tiempo de guerra, la desolación de una vida sin amor. Su padre, alguna que otra ocasión, miraba a Herem, más para repudiar contra su primogénito que para protegerlo.
En uno de sus tantos éxodos, Herem se amparó bajo el calor de una fogata. Fue una noche fría, como ninguna otra en la que hubiera estado. Imaginaba cuándo acabaría su aciaga vida, y mientras reflexionaba esto frente al albor de la fogata, cerró sus ojos.Al abrirlos se encontró anegado en una trifulca en un pequeño pueblo.El hombre notaba las caras llenas de odio e ira de los habitantes. Entonces, al unísono, el vulgo bramó:
—¡Mátenlo…mátenlo… córtenle los pies! ¡Arránquenle la piel!
Otros gritaban extasiados:
—¡Sin piedad para el violador!
Herem creyó en su escape cerrando los ojos y despertando en un nuevo huésped, pero esto no ocurrió. De un momento a otro, un sujeto lo tomó por la espalda y le dijo:
—Esta vez no será tan fácil.[2]
El griterío y el hombre atisbándolo con su frenética mirada y con esa sonrisa sádica, lo petrificaron. No tuvo otra opción que posar sus ojos en las estrellas.Después de tantos años, las volvía a ver. En contraste con ese paisaje calmo, la muchedumbre gritaba excitada:
—¡Viva el regidor! ¡Por fin desolló al violador! ¡Bendito sea, Dios le otorgue muchos años de vida!
Ante todos los presentes yacía aquel hombre, alguna vez hecho de barro, esta vez desmembrado, abierto por la columna de un extremo al otro, con la boca llena de crúor, con los ojos abiertos mirando de forma fija al cielo, como pidiendo amparo. Herem, al sentir el dolor que sólo los mártires pueden llegar a conocer, intentó cerrar de nueva cuenta los ojos y escapar de esa pesadilla, sin tener éxito.Lo intentó en distintas ocasiones, sin mejores resultados. El Regidor se dirigió ante uno de sus compañeros indicándole:
—¡Corre y trae un espejo para que este hombre pueda verse!
De inmediato, aquel hombre le llevó un espejo de forma rectangular con bordes de plata.Acercándolo ante aquel bulto, el regidor exclamó:
—Anda, mírate de nuevo como antes lo hacías… Ja, ja, ja… ¿Acaso no te reconoces?
Herem fijó su atención en aquel pedazo de carne, el cual colgaba de un viejo gancho. Sus miembros estaban esparcidos a lo largo de la tierra infecunda, donde los perros competían por llevarse el pedazo más grande y sus ojos, aquellos que tantas veces le habían socorrido en otros tiempos, se encontraban, uno colgando como una araña tendida en su tela,y el otro aplastado por el zapato poluto del regidor.
El mago, impávido ante el dolor del hombre, volvió la mirada hacia un punto muerto dentro del gran cosmos. Lo último que supo el padre de Herem fue que su hijo por fin había conseguido librarse del perpetuo dolor. Ese mismo día, reposó en su palacio, terminando por reflexionar sobre la nueva creación que realizaría; sin embargo, el mago se vio invadido por un profundo sueño donde pudo sentir el mismo dolor de su hijo, tuvo los recuerdos de los viajes hechos por Herem, las múltiples batallas acaecidas, los amores nostálgicos del hijo…
El mago despertó de su letargo asfixiado por ese mal sueño, esperando encontrarse junto a sus libros.Pero todo en su entorno había cambiado. De un momento a otro, supo lo que estaba ocurriendo: ahora todo había vuelto a su ciclo: el Mago del alba ocuparía el lugar del hijo, y éste, el del padre. Ahora el mago se había convertido en aquel pedazo de carne, reconociendo a quienes esperaban engullirlo.
En el capítulo V de Dioses y hombres (libro III), se narra la congoja del mago al verse reflejado en el espejo.Su imagen lo aterrorizaba. Según las leyendas quechuas, Herem regresa cada dos lustros para contemplar el cadáver putrefacto del padre, que yace en el centro de las montañas Kúpua.El hijo se compadece ante la imagen del mago y procede a sollozar veinte noches seguidas para calmar el dolor de su padre.

Eder Elber Fabián Pérez. (Ciudad de México,1992). Estudia la licenciatura de
Letras Hispánicas en la Universidad Autónoma Metropolitana (Iztapalapa). Ha
publicado poesía en revista Tlacuache
y en revista De-lirio, además de
ensayos en la revista El Comité 1973.
[1] En una vieja página del pergamino de Alejandría se indica que, cuando esto aconteció, una lluvia inundó la tierra durante cinco días.Esto dio origen a los altos mares del planeta.
[2] Algunas versiones orales han inferido que tal hombre era su padre, el Mago del alba;otros afirman que nunca se pronunció tal frase.