Jorge Edgar Cortés Fragoso

Un viejo sabio se entretenía afanosamente en medio del bosque; parecía no decidirse por el lugar propicio: ya hacía un hueco profundo por allá, ya hacía otro por aquel lado, ya empezaba otro cerca de un árbol y pronto se detenía… Rascaba con las manos, de rodillas e inclinado, cual si fuera un niño jugando con la tierra.
Por fin, encontró el sitio deseado, pero vaciló. ¿Era en verdad el correcto? Dio varias vueltas al lugar, lo observaba amenazante, y se tumbó de pecho sobre él, colocó el oído sobre el suelo lleno de hojas secas y cerró los ojos para percibir mejor. Y… ¡plap! Se levantó de un salto con una sonrisa tan grande y con tanta alegría, que bailaba de felicidad. Rápidamente comenzó a escarbar. Justo cuando el viejo terminaba ya su labor, un hombre pasaba por ahí y, al observarlo bien, le dijo:
–Buen día, anciano. ¿Está usted bien?, ¿puedo ayudarle en algo?
–Claro, hijo, claro… todo se encuentra a las mil maravillas– dijo el viejo sin mirar a su interlocutor.
–Pero, ¿qué hace usted aquí, solo y en medio del bosque?
–¿No es obvio? Estoy sembrando una montaña.
–¡Cómo! ¿Ha dicho usted una montaña?
–Así es, hijo, ¡y qué montaña! Ya la verás, será altísima, tendrá una cima llena de nieve, tendrá pinos a montones… ¡Personas de todo el mundo querrán venir a mi montaña! Todos los escaladores ambicionarán llegar a su cumbre. Pero no la tendrán fácil… No, no, no; … mi montaña será hermosa, pero muy complicada de domar.
–¡Vaya disparate! Pero, viejo, ¿estás hablando en serio o me tomas el pelo? Porque como broma, sí que queda muy bien. ¡Ja! ¡Ja!
–Nada de disparates… Y del pelo… –por fin miraba al hombre– ¿Qué pelo te voy a tomar, si más calvo no puedes estar?
–Mira… no te respondo como quisiera porque sé respetar a la gente mayor, pero allá tú con tus locuras. Más parece que estás preparando tu tumba.
–Ya verás tú, cuando mi montaña crezca y alcance las nubes; codiciarás venir y deleitarte en sus espacios, y, en ese momento, cuando más desees subir la escarpada ladera, ¡no te lo permitiré! No tocarás siquiera las faldas.
El hombre se marchó sin prestar atención a lo último, pues creyó que acababa de hablar con un loco. Sin embargo, una idea lo asaltó por la noche y era tal su fuerza, que no pudo conciliar el sueño.
–¡Qué tipo de loco me he encontrado! – pensaba – Sembrar una montaña… ¡Bah! El viejo no tiene remedio… No puede haber alguien más loco… Pero algo de raro había en todo aquello. –el hombre se revolvió en el lecho, después de quedar en blanco–. ¿Y si no hablé con un loco? ¿Y si sólo me engañó? Ha habido personas muy ricas que, muy cerca de la muerte o en la vejez, por no dejar herencia a sus malos hijos, o por no tenerlos, entierran su fortuna…
“Sí, ese viejo no estaba perdido. Ningún viejo, y mucho menos loco, vestiría como él iba vestido… sólo alguien muy rico… ¡Ah! Viejo tramposo, tacaño… Se ha hecho pasar por loco para que no lo descubriera. Y claro, ni al hombre más loco se le ocurriría una idea como esa: sembrar una montaña. ¡Por Dios! ¡Lo he descubierto! Ya me lo imagino: habrá enterrado miles de monedas de oro y joyas valiosísimas. ¿Qué dirá mi esposa mañana que vuelva con una de esas y se las regale? Se desmayará seguramente… Pero no será sólo una; serán diez, veinte… ¡cientos! Y eso sin contar el oro. ¡Qué vida de reyes nos daremos! En cuanto salga el sol iré por mi tesoro. Ya no falta mucho…
El hombre se levantó, y nunca antes lo había hecho con tantas ganas. Buscó pala y pico, llenó de agua una botella, tomó un pedazo de pan, se despidió de su esposa con gran alegría y se dirigió al bosque.
Cuando encontró el lugar, notó que el área donde el viejo había removido la tierra era enorme y pensó: debe ser un tesoro monumental.
Comenzó su trabajo. Le fue fácil pues la tierra aún estaba suelta por la excavación que había hecho el viejo el día anterior; en cambio, el lugar donde debía buscar era muy amplio y apenas avanzó medio metro en aquel día. Su ambición era tan grande que, al segundo, escarbó más y más. Al tercer día, el sabio pasó por el bosque para ver cómo iba su montaña. Para entonces, el hombre había acumulado una enorme cantidad de tierra al lado de donde aún intentaba encontrar el tesoro.El sabio exclamó:
–¡Oh! Mi montaña crece rápido… Sin duda será una gran montaña.

Jorge Edgar Cortés Fragoso (Ciudad de México, 1992). Narrador. Estudió Ingeniería Aeronáutica en el Instituto Politécnico Nacional y es un gran amante de la lectura y la escritura. Tiene especial interés por la microficción.