Javier Mosquera Saravia

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Los cristales rotos en las ventanas de los edificios en ruinas se estremecen debido al ventarrón. Algunos pedazos caen al piso y estallan, dibujando en las paredes un multiforme reflejo de los rayos del sol de la mañana. El escándalo saca de su marasmo a los señores que duermen en los lugares más sombríos y los obliga a salir de sus recintos. En silencio estiran los brazos y se desperezan.
Es tiempo de tinieblas y las palabras han perdido la sensatez.
Los oscuros se enfrascan en sus acostumbrados discursos incomprensibles. Hun-Camé, Vucub-Camé, KuchumaKik’, Xiquiripat y algunos de los otros. Consumen casi dos horas en un intercambio de razones, análisis, teorías y pretextos, sin mucho sentido, hasta que uno de los mensajeros, Caquix-Tucur, los interrumpe con su canto desolador. El momentáneo sigilo los obliga a darse cuenta de que arriba hay dos muchachos que aún se atreven a jugar en el mundo.
¿Cómo es posible? ¿No habían acordado ellos —los jueces supremos —desterrar para siempre todo atisbo de porvenir en este barranco inmundo? Es necesario parar esa danza multifacética, que convierte la realidad en un sueño de difícil interpretación; ese juego irreverente, fábrica de ilusiones, fuente de ternura. Ordenan a los tucures ir por esos dos jugadores y conducirlos ante ellos. Así serán destruidos y la tierra podrá volver a la sombra.
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Jun Junajpú y Wuqub Junajpú, siempre han sido de los que sueñan estrellas y de los que insisten en reconocer la esperanza en los lugares más improbables. Ajenos a la costumbre de ignorar la confrontación, prestan oídos a los mensajeros de Xibalbá y sus corazones no dudan ni un momento en atender al llamado. Sólo se detienen en la casa de su madre a dejar en su pelota de juego la promesa del retorno.
Aunque bajan por calles estrechas, rodeadas de casas a medio hacer —o a medio caer—, en cuyas ventanas rotas se entrevén las sonrisas tristes de los niños mal nutridos —infantes huérfanos de horizonte que han perdido el futuro en la pared de enfrente—, ellos siguen creyendo e insisten en hacerlo a pesar de que se aventuran debajo del puente donde cuelgan los miles de masacrados en la guerra, con sus heridas abiertas, de las que brotan ríos de sangre. Torrentes que se nutren con los flujos pestilentes de los asesinados de todos los días, de las mujeres violadas y mutiladas, de los descuartizados.
Llegan al fondo del barranco y descubren el lugar adonde va a parar toda la miseria, causante directa del ensombrecimiento del corazón del cielo y del corazón de la tierra: una corriente de agua podrida que revuelve en su seno todo el dolor y que, sin importar su caudal, no es capaz de llevárselo lejos, hacia otros infiernos. Sólo lo recicla y lo hace llover de nuevo encima de esta realidad, sobre esta cotidianidad ya demasiado triste para nosotros.
Avanzan por la rivera —recorriendo un sendero impredecible— hasta llegar al cruce de cuatro caminos. En la encrucijada, su esencia de seres de futuro empieza a ceder ante la presión de los malos augurios. Entintados por el claroscuro del día, los caminos parecen ser de colores: rojo, negro, blanco, amarillo; y se valen del soplo del viento para hablarle a los muchachos. El negro les asegura que en el final de sus vueltas encontrarán lo que tanto buscan. Ellos le creen, es su naturaleza, aunque con ello precipiten el inicio de su derrota.
Se disponen a transitar por la ruta a Xibalbá.
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Los hermanos nunca se han enfrentado a adversarios como éstos, especialistas del engaño, maestros de la apariencia, señores de muchas caras, quienes susurran a cada oído las exactas palabras que los adictos a la esperanza desean escuchar. Para Jun Junajpú y Wuqub Junajpú, jugadores danzantes acostumbrados a la buena fe, los murmullos son sentencia de muerte. Pronto se ven enredados entre los laberintos siniestros de las falsas promesas, atrapados en los espejos que ofrecen las mil maravillas, la fantasía de la solución fácil y la respuesta infalible.
Los señores los invitan a sentarse y les muestran un porvenir iluso. Los incendian con el resultado mágico. Les dan antorchas que presuntamente iluminan el futuro y cigarros con la supuesta facultad de desvelar los secretos de cualquier tiniebla. A la mañana siguiente, los hermanos se percatan del engaño.
Demasiado tarde.
Los jueces supremos de Xibalbá los sacrifican, arrancándoles el corazón.
A Jun Junajpú, además, le cortan la cabeza y ordenan colocarla a la vista de todos. Quién sabe si como advertencia o para satisfacer el ego de estos señorones, necesitados de confirmar sus afanes de grandeza.
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Hay un árbol en el cruce de los caminos. Entre sus ramas, algunos colibríes —sobrevivientes de la devastación— anuncian al mundo su alegría de colores. Junto a las raíces de éste árbol fue enterrada la cabeza de Jun Junajpú, así lo ordenaron los señores.
Desde ese día, el árbol no deja de florecer y sus frutos tomaron forma de calavera. Una de ellas es el retrato exacto de Jun Junajpú, y a pesar de ser la cabeza de solo uno de los jugadores, en ella está la herencia de los dos, la esperanza de todos nosotros.
La fruta antropomorfa se convierte en un símbolo de muy difícil interpretación, y la exégesis se torna aún más complicada el día en el que la calavera de Jun Junajpú empieza a murmurar palabras subversivas. Los susurros pronto atraen a muchas personas. No son pocos los que creen escuchar alguna suerte de promesa entre los sonidos apenas audibles.
Al enterarse, los de Xibalbá prohíben acercarse al árbol y amenazan de muerte.
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En los ojos tienes, Ixquic’, el mapa del futuro. En tus labios, la esperanza de que seguimos siendo lo que éramos, o mejor aún, lo que siempre quisimos ser. Nos miras dulcemente y la música escondida en ti empieza a escucharse a través de tus manos y nos endulza la existencia. Cuando caminas, tus pasos reescriben aquel olvidado verso y de pronto sabemos que todo será posible. Nos haces crecer. Creer.
Tu curiosidad todavía es de niña y lleva tus pensamientos hacia el árbol fragante y a su calavera con boca de promesa. Quieres ir a verla, necesitas escuchar sus murmullos e ignoras toda la oscuridad ofrecida por los señores —entre ellos, tu padre, KuchumaKik’.
No importa si tu corazón aún tiene pocos años; ya rebosa de una determinación predestinada. Nadie será capaz de detenerte.
Esa mañana despiertas antes del primer fulgor de nuestro extraño sol, ése que todavía se esfuerza por brillar en estos rumbos olvidados. Por eso no te vemos pasar, con la cabeza cubierta por tu manta púrpura, ni nos enteramos de que llevas en las manos toda la ternura de los arrullos de la noche. Siempre has sido amiga del silencio, aunque tienes formas diferentes de hablar.
Del árbol, lo primero que te llama la atención son los frutos. Parecen tesoros, como los sueños. “¿No he de morir si corto uno?”, te preguntas. Es tanta la tentación de probarlos, de las ilusiones prometidas… Jun Junajpú se asoma entre las ramas y no puede evitar sumergirse en tu mirada. «¿Qué es lo que quieres de lo que son sólo huesos?», pregunta. «¿Los deseas?».
Son tal dulces tus ojos, que provocan la resurrección de las cuencas vacías de la calavera. Y así, las dos miradas se encuentran, se conocen y reconocen en el brillo y comprenden que han estado unidos desde siempre, incluso desde antes de los tiempos. «Extiende tu mano derecha», pide él. ¿Me regalarás la luna, o tal vez el sol? Imposibilitado como está, reúne en sus deseos todos los sueños escondidos en el mundo, y te los ofrece, Ixquic’, en una gota de saliva que deposita en tu mano. «Como ves, su condición no se pierde cuando se van, cuando completan sus días. No se extingue, no desaparece la faz de los Señores, sino se queda en sus hijos, sus hijas». Tu mano empieza a brillar. «¡Que así sea!, esto es pues lo que yo he hecho contigo. Sube a la superficie de la tierra, que no has de morir, porque entras en la palabra».
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Ya no estás sola, dos seres gemelos crecen dentro de ti. Serán los llamados a interpretar las imágenes detrás del espejo y con ellos se iniciará el retorno, concebido en el encuentro de la última lágrima de Jun Junajpú con la inmensidad de tu mirada sin límites. Es éste el regreso que imaginaron en sus deseos celestes Jun Raqán, Ch’piKaquljá y RaxáKaquljá.
Pasan los días y tus ojos, aunque parezca imposible, están aún más dulces. El vientre te empieza a crecer y no sólo nosotros nos damos cuenta. Tu padre teme por su honra y presiente malos augurios. Va con los otros señores a anunciar la nueva, muy a su pesar. Acuerdan interrogarte para saber de dónde viene lo que esperas. Y si no dices la verdad…
Todavía no comprendes y por eso lo niegas. “No ha habido hombre a quien yo haya conocido”, aseguras. Tu padre enfurece y manda a los guardianes de la esfera a que te arranquen el corazón y lo traigan dentro de un guacal, para convertirlo en símbolo y paradigma del reinado de las sombras. Así todos los jueces podrán lavar sus dudas y sus miedos con tu sangre.
Los tucures te acomodan entre sus alas, como si te acariciaran, pero llevan en las garras un pedernal para apagar tu luz. “Todavía no debo desaparecer, no me maten, mensajeros”, suplicas. Lo que llevo en mi vientre es la promesa y la esperanza de un sueño que no puede morir. Los mensajeros perciben en tus ojos el futuro y reconocen que eres la creadora de estrellas.
Pero los señores ordenaron tu sacrificio. Desean tu corazón en sus manos, lo necesitan para embriagarse con la visión de tu sangre empapando el destino, para declararse los dueños exclusivos del porvenir y proclamar a la muerte como la única inspiración permitida en esta tierra en tinieblas.
¿Qué hacer entonces, qué llevarles a cambio?
Recuerdan ese árbol, con la savia como sangre, que se coagula. Con ella fabrican la ilusión y el engaño. Los miras, agradecida. “Allá serán muy bien amados, sobre la faz de la tierra está lo que debe ser de ustedes”, les dices. Los guardianes te muestran el camino por donde debes partir y luego regresan con los señores a presentarles el falso regalo.
Te vas, y ni siquiera podemos despedirnos. A pesar de que nos dejas solos en esta desolación, tenemos la esperanza fija en ti.
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“He llegado, Señora madre, yo soy su nuera, yo soy su hija, Señora madre”, le dices a la anciana. Ixmucané no te quiere creer. Para ella, sus hijos murieron en Xibalbá y quién sabe quién eres tú, quién sabe qué engaño tiene esa mirada de porvenires que descubre en tus ojos. “Pero es verdad que soy su nuera, desde hace tiempo lo soy”, le aseguras. “Es de Jun Junajpú lo que traigo. ¡Están vivos! No están muertos Jun Junajpú y Wucub Junajpú. Ya lo verá en los rostros de lo que traigo”.
A pesar de que todos sus años de abuela le aseguran que dices la verdad, necesita una señal para creer en el retorno. Entonces te manda a traer una red llena de maíz. Vas a la milpa, pero allí sólo hay una mata, una triste mata solitaria que apenas empieza a dar fruto. Tu mirada se desconsuela y te sientes desolada, responsable, y tu corazón se derrama en las cenizas. Se te agotan las opciones, pero aún confías. “Hagan acto de presencia Ixtoj, Ixq’anil, Ixkakaw e Itziyá, ustedes, guardianes de la comida de Jun Batz’ y Jun Chowen”.
Un prodigio permite entonces que se llene la red. Los animales te ayudan a cargarla hasta tu casa y la dejan en la puerta. Cuando las dos veces abuela la ve, piensa que a lo mejor echaste a perder toda la milpa y corre a ver qué hiciste. Allí encuentra la mata intacta. En el suelo sólo se ven huellas. Las dudas se le disipan del corazón.
Al regresar, te toma las manos y te mira dulcemente. «Verdaderamente eres mi nuera, y estos nietos me han demostrado lo que son».
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El tiempo pasa de prisa, como las nubes en las noches sin luna. Los augurios terminaron de ocupar su lugar. Sabes hacia dónde debes ir y caminas a la montaña. Sola. En silencio. El viento revolotea alrededor tuyo y cuando acaricia tu vientre, se convierte en música, suave canto. Se acerca el nuevo día. Te sientas en un claro, sobre el musgo y la plenitud.
Abres las piernas y el corazón de la tierra extiende sus brazos, el corazón del cielo. Empiezas a entregar la promesa y tu sudor reverdece los caminos. Nunca has levantado la voz, pero ahora gritas, anuncias en tu llanto que regresaron los sueños. Si aún viviera Kabrakán, diría que es él quien derriba las montañas, pero en realidad eres tú la que construye mundos, junto a tus dos hijos, los gemelos recién nacidos, Xbalamqué y Junajpú. Son ustedes quienes empiezan a reescribir la historia.
Nosotros sonreímos satisfechos.

Javier Mosquera Saravia (Guatemala, 1961) Narrador. Vivió en Ciudad de México de 1981 a 1991; al volver a su país natal se graduó en la Licenciatura de Letras en la Universidad del Valle de Guatemala. Es catedrático de Literatura en Educación Media Superior y autor de cinco libros de cuentos —el más reciente bajo el título Una manzana peligrosa en el último día perfecto (F&G Editores, 2015)—; y dos novelas: Espirales y Figuraciones (2009 y 2012, respectivamente, bajo el mismo sello editorial). Fue nominado en 2011 como uno de los 25 secretos mejor guardados de América Latina por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara.