Atzin Nieto

“¿Entonces, te vas a la cama con una mujer que confía en ti?”;
Rubem Fonseca
I
Te
voy a confesar algo: me han pagado cerca de cincuenta mil pesos para matar a
una mujer. Ayer por la tarde su marido vino a verme. Era un hombre más común
que corriente; algo así como un mal chiste de los que Dios acostumbra olvidar
cuando nacen. Debía tener, a lo mucho, cincuenta años. Gordo. Calvo. Ciego. Con
mal aliento y sonrisa estúpida. Su carácter me recordó a ese tipo de maridos a
los que sus esposas suelen engañar hasta con el sobrino precoz, ese mismo que
cada año los visita con maquiavélica puntualidad en vacaciones de verano. Si no
fuera por ese par de prominentes cuernos de alce que adornaban su cabeza,
pienso que, fácilmente, mediría el metro setenta.
Llegó a eso de las seis, justo
antes de que yo me diera un baño, luego de coger como si fuera el fin del mundo
con una mujer que me cobra por noche y no por hora. No soy de la idea de dejar
que mis clientes sepan dónde vivo, y eso siempre te lo dije. Por lo general, me
contactan por medio de algún antiguo parroquiano o por cierto policía
jubilado… La mayoría de las veces los cito en algún bar del centro de la
ciudad. Nunca es el mismo. Así que ese hombre, o de verdad estaba desesperado
por que me despachara a su esposa lo más pronto posible (al grado de venir a
meterse donde ni Dios manda), o es que pocas veces piensa con la cabeza
correcta.
En su maletín estaban mis
esperanzas de retirarme del negocio, además de un sobre amarillo (en que venía
la foto de su peor pesadilla) y una hoja tamaño carta en la que escribió los
datos completos, para que no haya error que lamentar, como dijo en un tono
jocoso. Me preguntó si podría hacer el trabajo pronto, pues tenía que cobrar un
seguro de vida, pagar viejas deudas y salir del país lo antes posible, aunque
yo pienso que, tal vez, quería ir de vacaciones con su amante en turno a alguna
playa del caribe. ¿Tú qué crees? Le tuve que decir que todo a su tiempo, pues
estaba hablando con un profesional del negocio. Un profesional que estaba por
jubilarse.
II
Pasaron
justo veintiún días desde la visita de aquel tipo hasta el momento en que
estuve nuevamente frente a la mujer. A pesar de que fue hace poco más quince
años que tuve alguna noticia sobre ella, su recuerdo se negaba a morir en mí.
Desde que vi la foto escondida en el sobre amarillo en donde posaba con esa
naturalidad soberbia frente al Ángel de la Independencia, supe que se trataba
de alguien importante en mi pasado. Lo malo de llegar a viejo en este oficio es
que el corazón tarde o temprano termina por traicionarte.
Sofía —así se llama la
prostituta que me visita con perversa devoción— se quedó dos noches más después
de la entrevista improvisada del acongojado esposo. A pesar de tener un cuerpo
de diosa griega, con caderas que prometían un concierto barroco y unas nalgas
redondas que hasta Botero envidiaría, es el tipo de mujer con el que odio
amanecer. No lo digo por su profesión, tampoco porque se depile cada tercer día
ese jardín babilónico, ni mucho menos porque no le guste lavarse la boca al
despertar. Sencillamente odio tener que pasar más de veinticuatro horas con la
misma mujer con la que he cogido. Dice un famoso escritor brasileño que
“despertar todos los días, todos los días, todos los días con alguien en la
misma cama suele ser mortal.” Así empiezan: primero se quedan a dormir, luego
traen su cepillo de dientes, sus calzones de los domingos, y, por último, un
día, al volver a casa, cansado de tener un trabajo duro y con ganas de tomar
una cerveza, comer pizza y ver alguna serie aburrida en Cuevana, las encuentras
acomodando tus cosas, limpiando tu cuarto o cocinándote pechugas a la
Cordonbleu con salsa de tomate y chile de árbol seco. Tarde o temprano terminan
por convertirse en un ser horrible y detestable similar a tu santa madre, que
en paz descanse.
Te preguntarás qué tanto
hacíamos. Nada. Durante esos días nos dedicamos a coger. Sin embargo, yo no
podía sacarme esa sonrisa de Madelaine de la cabeza. Tenía entre mis manos el
paraíso monumental de Sofía, pero en mi mente desfilaban esos inolvidables
momentos de ron y furia que un día compartí con otra mujer. Debo confesarte
que, una ocasión, después de coger, me paré con el pretexto de buscar la
cajetilla de cigarros, fui a mear y no volví al cuarto. Me quedé sentado en la
sala tomando un vaso de leche deslactosada y observando la fotografía como si
pudiera adivinar lo que pasó después de su captura. Ella llevaba una
camisa azul con cuadros negros, unos leggins que se ajustaban perfecto a sus
piernas y el pelo suelto. No sé por qué también comencé a imaginar su ropa
interior; un bralette negro y una tanga rosa. Tal vez, muy en el fondo esperaba
que mi corazón perdiera la memoria.
Es increíble que el mundo sea
tan pequeño. Cuando entras en este negocio nunca imaginas que te tocará matar a
un conocido. ¡Jamás! Tú vas, ubicas, procedes y se acabó. No hay más casos. Si
es famoso, o si es un pobre diablo; si es un padre de familia ejemplar, o si es
una lesbiana de moral dudosa, la suerte está echada y la muerte les llega a
todos por igual. Nunca te preguntas qué hizo, ni tampoco por qué alguien lo
quiere muerto. Ya te pagaron y no fue por preguntar. Ahora te toca hacer tu
parte del contrato. Sin testigos. Sin exhibiciones. Sin escrúpulos. Te
contratan para resolver problemas y no para crearlos. Aún recuerdo a la primera
mujer que perdió conmigo. Era la hija de un comerciante. Estaba de buen
ver; tenía unas caderas ardientes y usaba lencería de encaje negro. Fue una lástima
que la bala terminara por arruinar ese delineado perfecto. La pequeña sabía
demasiado: encontró a su padre encima de su mejor amiga. Cuando intentó
estafarlo, éste pagó el último de sus costosos viajes, claro, sin retorno. Yo
tenía treinta años cuando eso sucedió, y cinco años después te conocería a ti.
Dicen que sólo al primer muerto es al que nunca olvidas y todos los demás se
vuelven el sueño de una sombra. No sé qué tan cierto sea, pues yo anduve de
aquí para allá trabajando en un poco de todo, ya que la competencia estaba a la
orden del día, y recuerdo a cada uno de mis encargos hasta que terminé en un
lugar como esté; acostándome con putas que trataba como princesas, según la
filosofía de aquel lord inglés.
III
¿Recuerdas que antes de ser parte de la cadena alimenticia en este oficio trabajé para un señor con varios negocios importantes en el Estado de México? En el grupo éramos aproximadamente unos veinte sujetos de distintas partes de la República. Un día nos tocó montar guardia en el Palacio Municipal mientras un tipo que se sentía el nuevo mesías se echaba un discurso sobre la democracia y garantizaba que la seguridad sería su prioridad. En eso estaba cuando los gritos, los chiflidos, las mentadas de madre comenzaron; luego vino el aluvión de piedras y una de las tantas que cruzaban el aire alcanzó a darle justo en la cabeza al vato que, parecía, tenía mucho que hablar, pero nomás hasta ahí llegó. Entre tanto, nosotros teníamos instrucciones de cuidar al candidato de la oposición. Por eso ni nos metimos cuando empezó el zafarrancho. Los azules se encargaron de encapsular a la gente; nosotros teníamos que retirarnos lo más rápido posible, no era conveniente crear más escándalo del necesario. Fue ahí que te vi. Eras la hija de una de las candidatas independientes y el ejemplar de mujer con el que alguna vez adoré despertar en mi cama. Tus chinos sensuales, esas piernas torneadas y el vestido amarillo entallado me convencieron de ayudarles. El único de sus guaruras que se quedó a protegerlas era un gorila de un metro noventa y cara de bulldog inglés que repartía jabs como vales de despensa, aunque pronto fue sometido por un grupo de encapuchados. No era mi responsabilidad hacer algo por ustedes. Las camionetas nos estarían esperando a sólo dos cuadras de ahí para ir a celebrar con niñas de quince (pero con cuerpos veinticinco), así que, arriesgando la misión, el trabajo y mi vida, decidí entrarle a la repartición de dulces chingadazos. Les tuve que presentar personalmente a mis queridas muñecas: Lucia y Fernanda. Sólo así conseguí ayudarle al gorila que ya estaba en el piso con la cara peor que un Cristo en pleno viacrucis. Entre los dos nos abrimos camino hasta llegar al auto de la candidata. Antes de partir, me diste un abrazo y sin que nadie se diera cuenta ya tenía uno de tus dos celulares en el bolsillo izquierdo de mi saco. Desde entonces, nunca pude olvidar tu sonrisa.
Te diré que fue relativamente fácil descubrir en dónde trabajabas; una de tus amigas con las que me acosté después de que terminamos me dio la dirección del corporativo que está allá por Santa Fe. No me preguntes ni quién fue, ni qué me pidió a cambio porque ya te lo podrás imaginar. Algo que me sorprendió fue ese radical giro a tu estilo de vida; ahora era tan rutinario que pronto me aprendí tus horarios de oficina, así como el tiempo exacto que tardabas en llegar a tu casa en la colonia Balbuena. Además, seguir una camioneta roja Honda CR-V 2018 —regalo de aniversario, quizá— por Eje Central no es cosa del otro mundo. Al volver a verte sentí que no podría tener la sangre fría para borrar de ese rostro la misma sonrisa que algún día me fascinó. Sobre todo, porque tenía el dinero suficiente como para vivir el resto de mis días en algún pueblito de Michoacán… Sin embargo, también muy en el fondo pensaba en la remota posibilidad de decirte que tu queridísimo marido me había pagado una generosa cantidad para liquidarte.
IV
Desde
nuestra primera cita supe por qué una mujer que habría sacado el primer lugar
en una competencia de esposas desesperadas (que usan babero y mascarillas de
aguacate), me había cautivado a tal grado que era capaz de morir por ella. Casi
siempre me contabas de tu pasado como si fuera una película de Iñárritu y no de
Almodóvar, lo que me convenció de no cometer los mismos errores que todos los
ex que me describiste alguna vez. No imaginaba que una mujer como tú, tarde o
temprano, me iba a llevar al infierno.
A pesar de todo, nuestra
relación duró casi diez años. Aunque al final dijeras que odiabas el día en que
nos conocimos; que habías perdido el tiempo y desperdiciado tu vida al lado de
un sujeto como yo (pues lo que al principio fue una sospecha se volvió después
afirmación y terminó haciéndose realidad). Eso sí, yo nunca quise acostarme con
tu mejor amiga, ni mucho menos con tu prima; si lo hice fue por puro despecho y
para poder vengarme de todas las veces que salías con alguno de tus ex,
argumentando que cerrara los ojos y confiara, ya que en eso se basaba nuestro
compromiso. ¿Recuerdas el fin de semana que te fuiste a Cuernavaca y apagaste
el celular porque, según tú, ya no tenías mucha pila?… ¿o cuando hallé
aquellos mensajes en tu celular y me juraste que era nada más un “amigo”? Y por
último, en la fiesta de tu abuela, te encerraste en la azotea con uno de tus
primos del gabacho, me lo dijo el gorila con cara de perro. Qué raro que cuando
subí te encontré bastante agitada, y esa noche entendí por qué ya no llevabas
ropa interior.
Total, que decidí dejar todo
por la paz y tratar de perdonarte.
Desde entonces, mi vida fue un
paseo eterno entre las mejores carnes de hermosas mujeres que contrataba por
las noches y olvidaba por las mañanas. Además de la monotonía de un trabajo al
que pronto me acostumbré: asesino sin piedad, cobro por adelantado y sólo acepto
efectivo. Hace muchos años creía en Dios, pero ahora trabajo por mi cuenta y,
por fin, después de tantos años, siento que el día de mi suerte está por
llegar.
V
Sólo
me tomó una semana y media trazar, componer y ejecutar el plan en donde al
final me encontraría contigo. Tuve que dejar de lado el sentimentalismo y
ponerle empeño, y no precisamente porque era mi último trabajo por el que
cobraría, sino porque también estaba llevando a cabo mi propia venganza. Si
salía todo bien, quizá, hasta podría decirle a Sofía que la llevaría de
vacaciones a alguna playa del caribe. Ahora tenía la oportunidad perfecta para
poder decirte adiós para siempre.
Las primeras setenta y dos
horas las dediqué a conseguir una casa a las afueras de la ciudad, cerca del
Bordo. A la altura de Villada y la Cuarta encontré una pero en obra negra que
estaba abandonada y con pocos vecinos a la redonda. Al fondo del primer piso
había un patio que conectaba con todas las habitaciones. Compré unos metros de
cable e hice una sencilla instalación de luz, así como de algunas cámaras de
seguridad, que coloqué entre cada uno de los cuartos con el fin de poder grabar
cada movimiento tuyo. No quería perderme ningún detalle ni tampoco recibir
sorpresas.
Casualmente los miércoles eran
los días en que te tardabas más tiempo de lo normal para salir de la oficina.
No tenía la menor idea de que justo ese día era cuando te encontrabas con tu
amante: un hombre mucho más joven que ese liliputense que tienes por esposo, el
cual tenía la apariencia de ser un triste becario del gobierno, lentes de pasta
gruesa, zapatos de gamuza y camisa marca Ferrioni, aunque, eso sí, con mucha
suerte; el muy cabrón te estaba rompiendo esas hermosas nalgas, mientras que tu
infeliz marido me había pagado para deshacerse de ti. Esa ocasión fue la única
vez que te vi salir con él. Los seguí al estacionamiento y esperé a que se
separaran. Bien dicen que los celos nunca pasarán de moda, y es verdad, ya que
estuve a punto de interrumpir aquella sentimental despedida cuando una llamada
rasgó el silencio. Él se excusó y volvió corriendo al edificio, aproveché esa
oportunidad para llegar por detrás y besarte. Después de todo recordaba aquel
par de lindas piernas en donde las ilusiones y los sueños nacen.
Es verdad que al principio,
cuando llegamos a la casa, quise arrancarte la ropa para volver a disfrutar
cada parte de tu inolvidable cuerpo. Amarrar cada una de tus manos a la cama
provisional hecha especialmente en uno de los últimos cuartos, y que mis dedos
sordomudos se encargaran del resto. Quería sentir cómo poco a poco se
entrecortaba tu respiración con cada embestida, apreciar el contorno de tus
nalgas con estrías y demás cosas que por diversión sólo imaginé.
Hace unas horas que hablé con
mi cliente para mencionarle que la otra mitad del pago podía traerla a tal
dirección, al oriente de la ciudad, él ni siquiera se inmutó y dijo que
llegaría por la tarde. ¿Te das cuenta? Por eso me dio tiempo suficiente para
preparar la escena como si fuese el final de una película mexicana y, en el
momento en que llegara, recibirlo con una inesperada sorpresa que le cambiaría
para siempre su existencia.
VI
Aunque eran las cinco de la tarde encendí la luz de cada uno de los cuartos. Después obligué a Madelaine a desnudarse, cuando terminó de hacerlo le dije que no me gustaban las mujeres que se depilan todo el sexo. Ella intentó decir algo pero como le encinté la boca se quedó con las ganas. Le puse unos calzones de abuelita y una playera del mejor equipo de México (el Cruz Azul); luego, la até a una de las columnas en el patio mientras esperábamos a que su marido llegara.
En lugar de marcarme al celular su marido tocó a la puerta. Cuando abrí le mencioné que necesitaba decirle algo muy importante y que lo mejor era hablar adentro. Pobre tipo, creo que lo último que esperaba era encontrarse con su mujer en semejante situación. Sobre todo porque cuando volteó a verme yo ya lo estaba recibiendo con la pistola en su cráneo. Antes de que despertara quise hacer algo especial por ellos, amarrándolos en el patio, de tal forma que, ambos quedaron espalda con espalda y entrelazados por las muñecas y los pies. Después lo desperté con un par de cachetadas y les dije que había leche deslactosada y unas rebanadas de pizza en la mesa, así como un revolver cargado de seis tiros. Ahora sí podían arreglar sus asuntos como gente civilizada y dejar a un lado la barbarie. Le mencioné a Madelaine que ya lo pasado, pasado, y que si la volvía a ver esperaba que no me guardara rencor. Al decir esto le introduje el mango de un cuchillo entre sus peludas piernas por si llegaba a necesitarlo y le di un beso en la mejilla a manera de despedida. Al salir de ahí tomé las llaves del carro del marido, en donde encontré el resto del dinero guardado debajo del asiento del copiloto. Conozco ocho millones de maneras de morir, pero sólo una de vivir y ahora quería intentarlo, retirarme y ser feliz junto a Sofía. Cuando caminaba sobre la avenida con dirección hacia la felicidad escuché muy de cerca un disparo. Lo último que vi fueron los zapatos de gamuza del pinche becario corriendo hacia la casa mientras mi cuerpo, lentamente, chocaba contra el sucio piso. Si todo esto era una broma, era también una belleza.

Atzin Nieto (Ciudad de México, 1991). Narrador. Actualmente estudia la carrera de Literatura y Lenguas Hispánicas en la UNAM. Ha sido publicado en varias antologías, entre la que destaca Nada podría salir mal (En la Mira, 2017). Tiene colaboraciones en las revistas Letras Libres, Playboy, Rojo Siena, Primera Página, Círculo de Poesía, entre otras. También ha participado en las revistas españolas Visor y Sólo Novela Negra. Fue becario en el Festival Cultural Pachuca ISSSTE, 2017.