Sergio Heriberto

*El poema del que trata el ensayo se encuentra al final de esta entrada.
Exploraciones que seguramente no deparan esperanza ni revelación alguna, pero ineludibles —sobre todo, en un momento de vacíos y paradojas que permiten, aunque sea, que la mirada los suplante para simular cierta seguridad…
“La bella durmiente”, poema inscrito en un libro fundamental de los sesentas[1], cifra mucha fuerza en lo anterior: desde el principio nos advierte que tal vez —sólo «tal vez»— retornen las imágenes, la caja de cristal o los «espejos» que se ocultan al presente en la niñez del poeta: “…tomamos nuestra antigua cabeza, […] acariciamos temblando los labios de esa boca que parece atrapada por aquél irresistible deseo de morder el infinito”. La memoria misma, empero, sabotea la exploración, pues darle semejante dignidad a los detalles (al pasar “los dedos por el sueño de esa frente”, por mejillas que rehuyeron al descubrimiento, a la «revelación»…), provoca que al final se pierda el norte y, “para entonces, otra vez”, el poeta olvide, como él mismo dice, la forma de su antigua cabeza, “el deseo de esa mano con que aún acariciamos”.
Becerra testimonia aquí una búsqueda y un extravío conjunto (“hemos perdido para entonces la cuenta // de nuestras estrellas y […] nuestras hormigas.”); alguien lo acompaña, pese a que el epígrafe de Carlos Pellicer diga algo diferente (¿apenas de un modo aparente?). Busca una retrospección que no sólo conduzca a su niñez, sino que le permita deambular por callejones de un pasado ajeno que, si acaso, sólo la mujer amada entreverá realmente: “…cada vez más al otro lado de algo, en otra parte, […] en las montañas que sólo tú conocías, // en el país de donde el anochecer parecía llegarnos”.
De cualquier manera, un hombre no debe ceder a ese fracaso previsible si desea escribir un poema y José Carlos, al principio, sin pensarlo mucho, intuye que regresa lo que no sólo él, sino también la amada, un día quisieron “que fuera el amor”. En esta ensoñación donde los muertos tratan de comunicar algo a la luz (“la clave Morse de los ahogados aprovechando la migración de ciertos peces”) vuelven los presentimientos de fracaso, amenazando con echar abajo los conocimientos adquiridos en la ruta, para abandonar a los amantes a su suerte, en solitaria ofuscación. Quizá el amor resulte solamente “esa costumbre de acariciarnos así, // de imaginarnos así, // en secreto, // en aire no compartido, // en respiración por separado”, donde las parejas nada más aspiren a pasar la mano lentamente “por la sospecha de una caricia”.
Sin embargo, en medio de la evocación incierta, cuando no sabe decir si de verdad aparecía frente a ambos el refugio delicioso al que no habían podido regresar —porque una arena «parecida al desencanto» lo ha cubierto todo—, el poeta saca más provecho: es en la espera misma donde los dos rostros, el de la mujer y el suyo, se embellecen con el desamparo aquel de su «primera boca». Incluso, ese cristal en que reposa la cabeza “puede caer de nuestras manos”, porque hay algo todavía más grave que reclama la atención del poeta:
“y ahora nuestras bocas se iluminan con aquello que entonces // no supimos besar. // Y nos vemos aquí, nos tocamos y nos esperamos, fluimos en nuestras distancias, // en las palabras donde las bocas quieren fundar breves puertos, // referencias de un mundo asediado por su invención, // y nos tocamos y nos esperamos, // sonriendo sin remedio, vacilando sin remedio, la boca casi seca por el sabor de lo irreal, // aplastados por una lucidez en la cual tampoco creemos”.
Parece, pues, que los amantes logran aclararse frente al otro sólo en los momentos previos al encuentro. En dicha expectación surgen las raíces de una inteligencia cuyo verbo cobrará una legitimidad y un peso inusitado, aunque los dos recelen de ella (pues posee«el sabor de lo irreal»), y tal vez sea por ello que no buscan ni deseen fundar en ella más que «breves puertos». Es así como comienza la invención: el re-conocimiento de los otros nunca llega a ser total, acaba siempre en un «nos esperamos» o jamás acaba, si se quiere, por lo que es también un «vacilar irremediable». Y se hablará más delante de esa espera, siempre insatisfecha: “Juntos los dos, a punto de tomar el misterio, // a punto de que la desnudez nos invadiera con toda la fuerza de sus extensiones” (siempre «a punto». ¿Hay revelación cabal, entonces?).
¿Qué tipo de lucidez, aunque sofoque la mirada, es esa en “la que no podemos creer”? Becerra ya ha reconocido que el primer intento, la primera búsqueda interior ha fracasado (pues pasar la mano por el sueño de ese niño que un día fue, culmina en un “ya para entonces, otra vez, nos hemos olvidado…”). ¿Se refugia, entonces, en un rumbo más riesgoso de la fantasía? Si la conciencia arroja imágenes hasta que, de repente, quien que las sigue logra hallarse en una que lo acoge [pero] en un tiempo imposible, que ha pasado, ¿no es falaz su hallazgo?
Lo que sea que contestemos, dicha lucidez le dejaría al poeta secuelas en la sensibilidad que van desde el dolor bien calculado, si es que tal cosa es posible (“nos herimos con cuidado, sin evitar nuestras marcas de viaje”), hasta el zarpazo que decide el modo con que los amantes se aproximan a un tiempo lejano de manera irremediable (“alguien acaba de asistir a una ejecución en nuestra mirada”). Queda claro, de igual forma, que ambos se desnudan sólo cuando evocan. Pero, ¿quién es ese que asistió a la ejecución? (Podría ser el lector, pero eso rompería la intimidad del tono); ¿ese que asiste al atentado está justo “en el sitio que posiblemente no mirábamos”, al otro lado del instante erótico?
El poema está repleto de fantasmas. El amor entre la amada y el vidente, que no alcanza la unidad de los andróginos —aunque desee hermanar recuerdos de ambos—, tiene un negativo fotográfico: el amor complejo que los dos amantes, por su lado, le profesan al pasado de cada uno. Cuando el poeta le pregunta a la mujer si en él pudo ver algo, una señal pequeña de ella misma, (“¿te sentiste conmigo la “niña extraviada? ¿La “bella muchacha sin libertad”? […] ¿Te sentiste la chamaca pálida que caminaba a mi lado haciendo muecas, y de la cual no te hablé?”), obtiene una respuesta resignada: el viaje por las calles de una «historia irreal» ya no siguió enunciándose, cuando quizá más se necesitaba:
“En el patio de mi casa —dijiste— había unos pinos como estos…” // Y no agregaste: ahora toma un hacha, córtalos de mi corazón // y plántalos en este anochecer…” // No, no pudiste agregarlo y yo no pude tomar el hacha que no existía”
La poesía en el fondo es un errar. Es raro extraer certezas de ella, estar seguros de lo que se ve, y en aventuras como la narrada aquí, si el hombre triunfa, solamente será en cuentos. Pero, el poeta no desistirá de interpelar a ese pasado que parece revivir entre reflejos, siempre listos para interrumpir cualquier atisbo de inocencia. ¿No es por ello que al conocimiento le precede una caída, como la de la cabeza en el cristal?; ¿no explica aquello que, tal vez, el que debió resucitar, ya sea a la amada, a la bella durmiente, a su infancia, terminó más bien por internarse en una atmósfera espectral que, a un tiempo, alumbra y estrangula? Acaso aún no hemos reparado en los sutiles riesgos que entrañó para Becerra abrirse a la experiencia en la que enraíza el poema; la niñez cobró en tal visos infernales.
Pese a todo, si por un lado se insiste en que la cercanía con el pasado nos vuelve también espectrales (“esos niños han muerto, nuestras manos deberán separarse // para seguir siendo reales”), no se afirma que esa cercanía sea algo abominable. Sí, deja una estela manifiesta en bilis negra (“en mi voluntad arde un pájaro oscuro”), pero gracias a esta exploración, cada palabra fue ganando, para el poeta mismo, “el peso de los hechos desconocidos”. Una clave de esto se halla en cierta línea, poco antes de la mitad del texto; sus descubrimientos poéticos no son falaces: se realizan en donde “los ojos se construyen a sí mismos”.
La bella durmiente
Aunque vengas mañana
En tu ausencia de hoy perdí algún reino.
Carlos Pellicer.
Tal vez retornan aquellas imágenes,
abrimos la caja de cristal y tomamos nuestra antigua cabeza, nuestros primeros espejos ocultos allí,
y acariciamos temblado los labios de esa boca, que parece atrapada por aquel irresistible deseo de morder el infinito,
pasamos los dedos por el sueño de esa frente, por la apariencia de esas mejillas que se resisten a la revelación,
y ya para entonces, otra vez, nos hemos olvidado de la forma de nuestra antigua cabeza,
del deseo de esta mano con que aún acariciamos,
hemos perdido para entonces la cuenta
de nuestras estrellas y de nuestras hormigas.
Tal vez retornan aquellas imágenes,
tal vez aparece lo que quisimos que fuera el amor,
la costumbre de acariciarnos desde lejos, las señales de espejo aprovechando cierto rayo de sol,
la clave Morse de los ahogados aprovechando la migración de ciertos peces,
los días de la convalecencia y el olor de la sal en los buques abandonados.
Tal vez sólo fue esa costumbre de acariciarnos así,
de imaginarnos así,
en secreto,
en aire no compartido,
en respiración por separado,
pasando lentamente la mano por la sospecha de una caricia, como alguien que mira hacia el mar
viendo desde su cama la pared de su cuarto.
Tal vez aparece nuestra pequeña y antigua ropa, nuestro antiguo descaro y nuestro antiguo pudor,
nuestro crecimiento por separado y nuestro amor por separado,
el delicioso escondite al que no hemos podido regresar
porque extraviamos el plano o porque la imaginación lo ha cubierto de arena,
de blancas y suaves colinas parecidas al desencanto.
Entonces la caja de cristal donde reposa nuestra cabeza de antaño
puede caer de nuestras manos,
entonces nuestros rostros pueden embellecerse con el desamparo de nuestra primera boca,
aquella con la que imaginábamos el mundo y el beso del mundo
y la piel que se resiste a la caricia, como una virgen atrapada por el invierno,
y ahora nuestras bocas se iluminan con aquello que entonces no supimos besar.
Y nos vemos desde aquí, nos tocamos y nos esperamos, fluimos en nuestras distancias,
en las palabras donde las bocas quieren fundar breves puertos,
referencias de un mundo asediado por su invención,
y nos tocamos y nos esperamos,
sonriendo sin remedio, vacilando sin remedio, la boca casi seca por el sabor de lo irreal,
aplastados por una lucidez en la cual tampoco creemos.
(Alguien acaba de encender la noche en nuestros ojos, alguien acaba de asistir a una ejecución en nuestra mirada),
y nos preguntamos por dónde, a qué hora, en qué sucesión de imágenes vamos a reconocernos.
Nos entregamos por un instante al instante,
por un momento dejamos de existir en todos los sitios donde nos recuerdan o donde nos olvidan,
las leyes de la ciudad no nos tocan,
por un instante somos los otros,
aquellos dos en los que tanto soñamos.
Y nos reímos un poco torpes, un poco avergonzados de nuestra creación,
como los niños que habíamos matado, aquellos dos por donde pasamos
para llegar hasta esta mirada
hermosa y vacilante de ahora.
Y nos herimos con cuidado, sin evitar nuestras marcas de viaje;
hay cierta paciencia en esa sonrisa que no se revuelve como un animalillo cansado,
y nos miramos, penetramos en esas zonas
donde los ojos se construyen a sí mismos, dejándose llevar por las alianzas de sus imágenes.
Y me hablas de esa niña de trenzas,
aplastada por sus catorce años, confundida por la belleza de sus piernas,
avergonzada y perdida, vengándose de algo con cada muchacho que salía,
sabiendo oscuramente que estaba perdida desde entonces, acobardada sin remedio desde entonces,
buscando la justificación, el sollozo que no estaba presente;
y yo te hablo de aquel niño que no tenía dónde esconderse
porque la casa era demasiado grande, porque ya era demasiado tarde
y el cadáver de su infancia se pudría entre sus manos,
te hablo de aquel niño devorando lentamente con sus nuevos colmillos
su antiguo corazón.
Y no hay amargura en nosotros,
tampoco le ponemos un gran lazo azul a nuestra resignación,
porque esos niños se han ido igual que nosotros nos iremos un día,
y es inútil que asomen sus pequeñas bocas en nuestros besos,
no importa que sean sus pequeñas manos las que se toquen en nuestras manos,
esos niños se van siempre, y el rastro que dejan es inútil;
esos niños han muerto, nuestras manos deberán separarse
para seguir siendo reales.
Mujer, mujer,
mirándome, ¿viste algo? ¿Pensaste que podías ver algo?
¿Alguna pequeña señal? ¿La viste, la viste?
Mujer, “niña extraviada”, “bella muchacha sin libertad”,
frases manoseadas,
¿te sentiste conmigo la “niña extraviada”? ¿La “bella muchacha sin libertad”?
Trazando la tortura, fingiendo la tortura, ¿te torturabas más?
¿Te sentiste la chamaca pálida que caminaba a mi lado haciendo muecas y de la cual no te hablé?
¿Quién creíste que eras? ¿Quién creí que era yo?
Tomados de la mano por las calles de un pueblo irreal,
tomados de la mano por las calles de una historia irreal, de una inútil alusión al pasado,
mirábamos la luz del atardecer en las viejas fachadas,
tomados de la mano como si fuera verdad, juntos como si fuera posible,
mirábamos los pinos al otro lado del atrio.
“En el patio de mi casa –dijiste– había unos pinos como éstos…”
Y no agregaste: “Ahora toma una hacha, córtalos de mi corazón
y plántalos en este anochecer…”
No, no pudiste agregarlo y yo no pude tomar el hacha que no existía.
Sí, juntos mirábamos esos pinos;
sí, juntos mirábamos esos pinos cada vez más oscuros al otro lado del atrio,
cada vez más al otro lado de algo, en otra parte, en otro sitio que posiblemente no mirábamos,
tal vez en el lado de los leñadores de pinos, de los que manejan el hacha con la misma belleza del amor,
en las montañas que sólo tú conocías,
en el país de donde el anochecer parecía llegarnos.
Sí, juntos escuchábamos aquel rumor del viento entre las ramas cada vez más oscuras, cada vez más lejanas,
y la noche caía, igual que una túnica que resbala de los hombros de una mujer
que al quedarse desnuda se quedará invisible.
Juntos los dos, a punto de tomar el misterio,
a punto de que la desnudez nos invadiera con toda la fuerza de sus extensiones,
a punto de que la princesa dormida por siglos abriera los ojos,
a punto de que el joven viajero encontrara la entrada al castillo encantado,
a punto de que hubiera una posibilidad de existencia para ese castillo,
a punto de darle vida al maleficio, y por esta medida conjurarlo,
a punto de que hubiera una capa, una espada y una posibilidad de principado…
a punto solamente,
a punto de algo.
Y ya no recuerdo exactamente a punto de qué, ya no recuerdo quiénes éramos,
algo he sabido de aquellos dos,
vagamente lo he oído en algún sitio de mis palabras, en algún laberinto de mi creación.
He sacudido antiguas imágenes, he destapado botellas no sé si vacías,
he empañado con ansiedad el antiguo juego de espejos.
En mi voluntad arde un pájaro oscuro,
las palabras de pronto han adquirido el peso de los hechos desconocidos,
han tomado el aire verduzco de las estatuas, de las vagas y dudosas realizaciones de que habla la Historia,
y esta frase se siente perdida…
Ya no sé quiénes somos,
en un acantilado el mar bruñe la roca con la lechosa luz
de un movimiento crepuscular y vacío,
la primavera retoca sus retratos canturreando en voz baja,
pasan las aves que le faltaban a la noche…
Ya no sé quiénes somos;
el mar no está aquí, la roca no está aquí, la primavera no tiene retratos,
no vuelan los pájaros que necesita la noche.
Ya no sé quiénes somos;
tal vez mañana alguno de los dos lo sepa,
y tal vez entonces sea necesario sonreír, fingir que recordamos,
fingir que somos nosotros,
y ese anochecer en el atrio, mirando los pinos, escuchando el rumor del viento en sus ramas,
escuchando el rumor del viento en la manera como mirábamos los pinos;
ese anochecer cerrará las ventanas de sus propias imágenes
y será el dato falseado de su propia memoria.
Y ahora estos elementos, estas formas de decirnos adiós con imaginarias preguntas,
con fuegos de artificio, con imposibles pinos plantados en un patio,
con nuestra leyenda más verdadera que nosotros, más hermosa y más arbitraria.
Después, tal vez sepamos que nuestros actos de entonces no fueron de nuestra codicia en el mundo,
y que tampoco lo fue ese vago sentimiento de este lado del atrio
mientras mirábamos anochecer en los pinos,
o tal vez no sepamos nada, no inventemos nada,
tal vez no sepamos con exactitud si fuimos palpados por una vida que no acertamos a conocer,
y que tal vez, quién sabe,
fuimos por un instante
aquellos dos “que reinaron y vivieron muy felices”
según terminaba el libro de cuentos.
José Carlos Becerra (Villahermosa, Tabasco, 1936 – Brindisi, Italia, 1970)

Sergio Heriberto (Ciudad de México, 1991). Es licenciado en filosofía por la UNAM, y actualmente forma parte del consejo de redacción de la publicación virtual Universidad – Diario Digital. Ha escrito artículos en Tierra Baldía y El soma, así como un libro infantil: Zapote y la criatura comelona (Callis Niños, 2015).
[1] Becerra, José Carlos, Relación de los hechos, México, Consejo Editorial del Gobierno del Estado de Tabasco, México, 1979.