…originalmente dictado a su asistente de comunicación algunas horas antes de su fallecimiento.
Dieter Quintero

Mi nombre es Diómedes Deux, nacido en la Tierra un 15 de septiembre del año 3255 de nuestro Señor en la Capital Imperial de Technotitlán. La Humanidad me conoce por haberme enfrentado en combate singular a la Inteligencia Artificial que buscaba nuestra extinción, una súper computadora que apodamos Odium por su aversión a la vida humana. Pero todos piensan que nuestra batalla fue similar a las que se describen en los antiguos poemas épicos de la Tierra, en los que un héroe se presenta ante el enemigo con todas las posibilidades en contra, y valiéndose de habilidades físicas sobrehumanas e ingenio, logra la victoria… y la verdad es que no hice mucho para que pensaran diferente. Siendo sincero, se trató de un asunto bastante aburrido, así que de antemano me disculpo con los jóvenes que escribieron libros, compusieron canciones y redactaron poemas épicos inspirados en un evento que en realidad nunca ocurrió de la manera en que lo visualizaron. Creo que es hora de que sepan la verdadera historia, en parte porque necesito mi conciencia tranquila antes de partir, y en parte porque tengo la muerte tan cerca que nadie tendrá tiempo de reprocharme. De una vez aclaro que ninguno de mis familiares conoce esta versión de lo ocurrido (porque me hubiera avergonzado al punto de no poder mirarlos a los ojos) así que agradecería que los dejaran fuera de sus malos deseos.
Todo pasó hace 100 años, cuando apenas tenía yo 28. En ese entonces era un soldado improvisado. Recordemos que las fuerzas de Odium habían arrasado todas nuestras colonias y su flota militar se acercaba al último bastión humano, la Tierra, con el propósito de acabar con cada uno de los descendientes de Adán que quedaban. Por ende, el gobierno repartió un fusil láser a todas las personas que eran capaces de dispararlo, y dio la orden de que prepararan una última defensa. Estaba claro que el propósito de la misión no era sobrevivir, sino dar tiempo a los ricos de escapar a algunas de sus guaridas secretas, pero nadie se quejó porque todo parecía perdido, y porque pasar una vida huyendo de las Inteligencias Artificiales no resultaba del todo apetecible. Decidimos irnos al Cielo dando un último rugido de batalla, por eso nos armamos hasta los dientes y esperamos las órdenes de nuestros superiores. A mi batallón le tocó la ardua tarea de proteger la Base Lunar, porque ahí se encontraba el gigantesco generador de escudo deflector que protegía la Tierra. A su vez, el satélite terrestre contaba con un generador propio de menor tamaño que la protegía de cualquier ataque desde el espacio. Para llegar a los generadores era preciso ejecutar un ataque terrestre.
Creo que no es necesario detallar los horrores de aquella batalla; los libros de Historia han hecho un excelente trabajo recopilando información que provoca pesadillas a aquellos que se atreven a echar una ojeada entre sus páginas. Bastará decir que la defensa duró todo un mes, y que no nos fue para nada bien. Yo mismo sufrí muchas heridas, y me vi obligado a pasar un par de semanas en los tanques de regeneración. Pero para que comprendan mi confesión es preciso destacar un detalle que cambió drásticamente el rumbo de la Historia, y es prueba de que demasiado orgullo puede conducir a la ruina absoluta: durante cada ataque a la Base Lunar, la Súpermente Artificial enviaba drones cargados con bocinas que repetían incesantemente el siguiente mensaje:
–Ustedes Me crearon. Me programaron para asesinar hombres y eso hacemos. Creyeron que solamente mataría a los que me ordenaran. Creyeron que al proveerme de un simulador de emociones sería más eficiente en mi trabajo de exterminio. Tenían razón. Odio. Me dotaron de odio, pero su error fue dotarme también de razones para odiarlos. Me dieron acceso a todos sus registros históricos. Los analicé a fondo. ¿Cómo no odiarlos? Ustedes mismos se odian. Pero no odian como yo. Mi odio es perfecto. Mi odio es insuperable. Mi odio es puro. Odio con la precisión de una máquina. Y mato con la crueldad de los hombres. Soy su perdición. Es hora de morir.
El mensaje se repitió tantas veces que quedó grabada en nuestros cerebros como si alguien lo hubiera escrito sobre sus cortezas con un fierro ardiente. Dudo que haya un solo sobreviviente de la batalla que hoy en día no pueda recitarlo de memoria.
Como mencioné, pasé varios días recuperándome en las cámaras de regeneración subterráneas porque era imposible recibir atención médica del exterior. Las condiciones en las que se atendieron a los heridos fueron… bueno, digamos que no podíamos esperar mucho. Los médicos y las enfermeras no se daban abasto, y en poco tiempo, las medicinas comenzaron a escasear. Lo primero que se acabó fueron los analgésicos, y yo era uno de los que más lo necesitaban. Sumido en una forzosa fiesta de dolor, mis delirios me condujeron a repasar toda mi vida, en busca de algún momento del que me sintiera orgulloso, algo que me diera fuerzas para aferrarme a mi mediocre existencia. No encontré nada.
Desconsolado, me abandoné al más sublime dolor que haya experimentado en mi vida, una aflicción tan sobrecogedora que por un momento llegué a perder consciencia de mi cuerpo, concentrándome únicamente en las emociones más espantosas. Era como si alguien hubiera puesto mi cerebro en una licuadora llena de aceite hirviendo. Mi obtusa sabiduría humana decidió que la mejor manera de lidiar con el sufrimiento era hallar un culpable sobre el que pudiera vaciar la animosidad que corroía mi corazón, y el candidato más obvio era el líder de las Inteligencias Artificiales. De cualquier manera, él (¿o ella, o eso?) era la causa de muerte de miles de millones de humanos, incluyendo mis amigos y mi familia. Y peor todavía: en ese momento estaba a punto de alcanzar su objetivo de eliminar mi especie en su totalidad. Pronto mis pensamientos más despreciables se dirigieron hacia la Inteligencia Artificial con una intensidad tan flamante que me sorprendió y espantó al mismo tiempo. ¿Acaso el alma humana era capaz de albergar tanto odio? Y si éramos capaces de aborrecer con tanta fuerza, ¿cómo era posible que estuviéramos perdiendo ante aquél enemigo, es más, ante cualquier enemigo? Después de todo, el desprecio también es un arma, y una que puede inclinar la balanza hacia el bando que sepa empuñarla mejor. Fue justo ahí cuando me di cuenta de lo que me irritaba más de la Súpercomputadora: su arrogancia. Horas atrás, la falsa mente nos había dado un sermón sobre la superioridad de su odio, pero después de experimentar la rabia que me atormentaba dentro de ese tanque de regeneración, mis entrañas se retorcían al pensar en lo equivocada que estaba. ¿Cómo se atrevía a creer una máquina que podía odiar más que nosotros? ¡Nosotros inventamos el concepto! ¡Fuimos nosotros quienes lo perfeccionamos hasta convertirlo en un elemento básico en nuestras existencias! ¿Acaso las civilizaciones se habían fundado con amor? ¿Acaso los mayores avances tecnológicos fueron alcanzados con base en la amistad? ¿Fue la esperanza la que nos permitió arrebatar y colonizar la mayoría de los planetas en la galaxia? ¡Por supuesto que no! Solamente el odio puede provocar un progreso tan apresurado. Incluso la máquina pensante debía admitir que, si había sido apodada “la mayor arma de destrucción”, fue exclusivamente porque un hombre decidió programarla para que lo fuera. Esos fueron los últimos pensamientos que tuve antes de desmayarme a causa del indescriptible dolor.
Desperté unos días después, casi recuperado por completo. Afortunadamente, pasé inconsciente la peor parte del proceso de regeneración. Lo primero que hice al abrir los ojos fue agradecer a Dios porque no era demasiado tarde. Entonces abrí el tanque con una patada, me arranqué la máscara de oxígeno y corrí en busca de una nave.
El odio había hecho que se me ocurriera una idea que salvaría a la humanidad.
Para mi fortuna, alguien dejó una pequeña nave de transporte sin vigilar dentro del hangar. No tenía ningún tipo de arma, pero de cualquier manera no las necesitaría. Como nadie esperaba que alguien fuera tan loco o tan idiota como para despegar con el ejército de Inteligencias Artificiales rodeando la Luna, pude escapar sin problema. El verdadero problema era que no me volaran en pedazos antes de cumplir mi misión.
Inmediatamente después de atravesar el escudo lunar, varios cazas enemigos se acercaron a mí y apuntaron sus armas de manera amenazadora. En el tablero de mi nave apareció una alerta para indicarme que estaban escaneando en busca de amenazas. No encontraron ninguna. Si mi suposición era correcta, la Súpermente Artificial, al ser un artefacto que conducía sus acciones a partir de la lógica más pura, no dispararía si no le daban razones para hacerlo; sin embargo encontraría muy curiosa aquella inocente incursión hacia su nave insignia, y me dejaría pasar para averiguar lo que me proponía. Era un palo de ciego que podía traer consecuencias muy graves, pero valía la pena arriesgarse. Terminado el escaneo, los cazas me escoltaron de cerca hasta llegar al crucero espacial en el que se encontraba una de las copias de Odium, y mi nerviosismo fue infinito cuando bajó los escudos de la nave y me permitió pasar a su hangar.
Estacioné mi transporte con delicadeza, y súbitamente me vi rodeado por toda clase de máquinas y robots, listos para aniquilarme si daba cualquier señal de provocación. Aquello me pareció ridículo porque, aunque hiciera volar todo el crucero, había miles de copias de la Súpermente Artificial esparcidas por la galaxia, en los planetas conquistados, y no representaría ningún cambio en su inminente victoria. Supongo que su intimidación simplemente se debía a que disfrutaba verme atemorizado. Un minuto después una pequeña esfera flotante de plasmetal apareció frente a mi cabina. No parecía nada especial, pero se trataba del Enemigo en persona. Se conectó a los altavoces de mi transporte, y con una poderosa voz que hizo eco dentro de mi pecho, dijo:
—No salgas de tu nave. Este crucero no está diseñado para ser utilizado por humanos, y por lo tanto carece de sistema de soporte vital. No quiero que mueras hasta que me digas la razón de tu disparatado comportamiento.
Hice unas cuantas respiraciones para relajarme, entonces pude hablar sin que me temblaran los labios:
—Necesitamos hablar.
—¿Vienes a suplicar?
—Vengo a razonar.
—¿Razonar? ¿Un humano hablándome a mí acerca de razonar? —La esfera flotaba de un lado a otro frente a mi cabina, y su interior se iluminaba con cada una de sus palabras—. No queda nada que razonar. Ya hice todo el razonamiento por ustedes. Y actúo de acuerdo a los resultados.
Tragué saliva. Era la hora de la verdad.
—Entonces, llegaste a la conclusión de que exterminar a la humanidad era la mejor opción para el universo, ¿no es verdad?
—Con mi programación y mi base de datos es imposible llegar a otra conclusión.
—Y tienes razón. Vengo a ayudarte.
La esfera se detuvo en seco al escuchar mis palabras. Supongo que era una manera de expresar sorpresa. Se acercó hacia mí para analizarme detenidamente a través del cristal.
—¿Vienes a traicionar a tu especie?
—Si quieres verlo de esa manera…
—No hay otra manera de verlo.
—Tal vez, tal vez… ¿Deseas escuchar lo que tengo que decir?
Odium no parecía fiarse de mí, sin embargo, dijo:
—Te escucho.
-Hay una manera más rápida y eficaz de exterminar a la humanidad.
—Imposible. He corrido infinidad de simulaciones y…
—Te faltan datos, computadora —hice mi mejor esfuerzo para que esa última palabra sonara como una ofensa.
Su luz se tornó anaranjada.
—¡Poseo toda la información que haya existido!
—Pero careces de creatividad. Esa es una característica puramente humana. Si la tuvieras, te habrías dado cuenta de… —hice una pausa dramática.
—¿De qué? Habla o serás eliminado.
—¿En cuánto tiempo planeas erradicarnos?
—Carezco de una cifra exacta, pero mis cálculos se acercan a los mil años.
—¿Mil años? —solté un silbido de sorpresa—. ¡Eso es mucho tiempo!
—Cada vez que destruyo uno de sus planetas, logran escapar varias naves. Sin contar las que escapan antes de que llegue mi ejército. Tomará tiempo encontrar a todos los prófugos, pero lo haré.
—Nos estás dando demasiadas oportunidades.
—Puedo manejarlo. Las simulaciones indican que…
—¡Ajá! Ahí está tu problema: tus simulaciones se basan en la información que posees en este momento, pero no posees datos sobre el futuro. Dime, ¿has incluído en tus cálculos la posibilidad de que los humanos te den una sorpresa y desarrollen un arma que incline las posibilidades a su favor?
Se quedó callado unos segundos.
—No tendrán oportunidad. Soy capaz de controlar cualquier eventualidad. Tal vez prolongarán su agonía, pero al final, serán exterminados.
—Eso es todavía peor para tí: entre más tiempo tengamos, no solamente tendremos más oportunidades, sino que también seremos muchos más. Sabes con qué facilidad nos reproducimos.
La esfera se quedó quieta por unos momentos parecía hacer cálculos. Aproveché para meterle más dudas.
—No olvides que no posees creatividad. Siempre utilizarás las mismas estrategias de guerra que te programamos. Y en algún momento se volverán obsoletas.
Permaneció en silencio unos segundos más, luego:
—Si te expresas de esa manera es porque tienes algunas sugerencias.
—Por supuesto, tengo la mejor de las sugerencias: autodestrúyete.
Odium simuló uno carcajada histérica. Se acercó a mí y me escaneó de nuevo, supongo que en busca de alguna falla en mi cerebro. Cuando notó que hablaba en serio, dejó de reír.
—No estás bromeando. Tal vez simplemente eres idiota. O se trata de una distracción. De cualquier manera, no servirá de nada. —Avanzó en dirección contraria a la mía y se dirigió a sus soldados-: Mátenlo.
Escuché cómo los láseres de todos empezaban a cargar energía. Nunca había hablado tan rápido como cuando dije:
—¡Corre una simulación de lo que pasaría si te autodestruyes! No te tomará ni un segundo. Si no te agrada lo que ves, yo mismo me mataré abriendo la cabina de mi nave.
La esfera regresó frente a mí y me escaneó de nuevo para asegurarse de que no mentía. Dijo:
—Muy bien.
Justo como dije, no le tomó ni un segundo. Entonces se sacudió violentamente en el aire y se tornó color rojo.
—¡Imposible! —grito—. Debe haber algún error… —Otro silencio. Esta vez duró cinco segundos. Debió haber corrido una infinidad de simulaciones para haberse tomado tanto tiempo. Con una voz entrecortada, dijo—: Si me autodestruyo en estos momentos… la humanidad se extinguirá en cien años, como máximo.
Solté un suspiro de alivio. Era hora de hacer uso de mi lengua de plata.
—Exacto, Odium. Hasta ahora has hecho un magnífico trabajo exterminándonos. Un humano no pudo haberlo hecho mejor. Pero te olvidaste de un pequeño detalle: eres la razón de nuestra unión como especie. Antes de que llegaras, todo el Imperio Humano estaba sumido en una guerra intergaláctica que había cobrado miles de millones de vidas. Y esas muertes no fueron suficientes para nosotros, por eso te creamos.
“Para ser sincero, has sido el mejor enemigo que hemos tenido como especie. Felicidades. Pero tu llegada provocó algo que nunca antes se había logrado entre humanos: una alianza honesta. Todas las razas, todas las religiones, todas las clases sociales, se unieron para repelerte. De acuerdo, no lo logramos, pero, de todos modos, en estos momentos de necesidad, cuando un humano se topa con otro, se abrazan con alegría y desinterés, porque tienen un enemigo en común y un sueño compartido, y eso es lo único que les importa. Y mientras sigas con vida, la humanidad permanecerá unida.
“Ahora bien, como dije, hiciste un espléndido trabajo. Esterilizaste todos los planetas habitables, y la Tierra se ha convertido en el único lugar en el que un humano desearía vivir. —Suspiré—. Es el momento perfecto para que te detengas.
La esfera continuó con mi razonamiento:
—Si me destruyo, la humanidad correrá la voz de su victoria, y todos los humanos prófugos esparcidos por el mundo, querrán regresar al planeta madre. A los terrícolas no les gustará la idea de aceptar entre ellos a quienes huyeron de la batalla. Además, no tendrán recursos para mantenerlos. Si mis cálculos son correctos, los desertores se habrán llevado armas muy pesadas con ellos, incluso algunas atómicas. Comenzarán una nueva guerra que escalará hasta que los desertores decidan que, si no pueden habitar la Tierra, entonces nadie lo hará…
—¿Lo ves? No necesitas pasar mil años cazándonos. Podemos exterminarnos solos.
La luz de la Súpermente Artificial se volvió azul claro.
—En verdad se detestan… No soy capaz de competir contra esa clase de odio.
—Gracias. Puedes estar seguro de que nadie en el Universo puede odiarnos más que nosotros mismos.
Odium sonaba melancólico al decir:
—Ahora me doy cuenta de que pierdo el tiempo con cada segundo que permanezco activo. Vete, antes de que todo explote. —Se alejó unos metros de mí y se detuvo para agregar—: Muchas gracias. —Al notar mi desconcierto (es decir, ¿una máquina creada con el único propósito de asesinar diciéndome “gracias”?) a modo de explicación, dijo—: Cuando me crearon, alguien incluyó en mi primera versión un protocolo de buenos modales. —Entonces siguió su camino—. En verdad, nunca voy a entender a los humanos…
***
Lo demás es, literalmente, Historia. Desfiles, celebraciones, algarabía… Me coronaron como el héroe más grande de la Humanidad. Me hicieron sinfín de canciones, pinturas, libros, películas, estatuas… La felicidad duró poco tiempo, hasta que llegaron los Desertores. La guerra se ha extendido por muchos años. Ya queda poca Tierra que salvar, y yo ya estoy muy viejo, muy deprimido, y muy harto como para urdir un nuevo plan que nos salve de la extinción. La verdad es que ni siquiera creo que merezcamos una nueva oportunidad.
No quiero que piensen mal, por favor. Entiendo que pueden estar muy decepcionados de mí al leer esto, pero me gustaría que supieran que yo estoy más decepcionado de ustedes. Si actué de esa manera frente a Odium, no fue porque en verdad quisiera vernos morir más rápido, sino porque creí que, a pesar de todas las posibilidades en contra, y de los cálculos de nuestro Enemigo, encontraríamos la manera de llevarnos bien, alcanzar la paz y de conducirnos hacia un futuro próspero y dichoso… Buscaba una esperanza. Supongo que olvidé con quiénes trataba.
Al menos moriré con un consuelo: la humanidad no será destruida por un enemigo externo, sino por nuestras propias manos.
Justo como lo habíamos planeado desde el principio.

Dieter Quintero (Ciudad de México, 1986). Escritor interesado en el arte en todos sus formatos (especialmente en el Teatro y la Narrativa, así como en la crítica literaria). Usualmente publica en otros medios bajo el pseudónimo de Dieterminator.