La pequeña rata

Irene Reyes-Noguerol

Arte: Mariana González

A las hermanas van Goethem.
A todas las petit rat de la Ópera de París.
París, 1878.

Tic, tic, tic, tic, cuatro patitas a ras del suelo, apenas puntos, mínimas esferas dibujadas por un niño con prisa, por un esfuerzo atropellado, con el temblor de una mano blanda. Cuatro patitas de rata, cuatro huellas como cabezas de cerillo que mamá enciende por las noches, cuando hay miedo a lo oscuro. Mamá apura el paquete que estalla en incendios del tamaño del meñique, en chispas reflejadas sobre los muros, los techos, el suelo; agudas las sombras en las esquinas, huidizo el chillido de los ratones que se esconden —tic, tic, tic, tic— en los huecos de los muebles. La lluvia llama a la ventana como una vecina insistente y mamá te abraza, te acaricia el pelo sobre el regazo que huele a humo, a calle, a frío, te dejas hundir en los perfumes del trabajo y de quién sabe qué clientes, quién sabe nada, mamá te mece lento como cuando eras pequeñita y aún no te dabas cuenta, y aún no formabas parte, te arropa con su aliento de jornada larga. Pero qué día tan cansado, mi niña, hasta ahora no entré en calor, apriétame fuerte.

En clase hay un piano. El piano de la princesa que querías ser con siete años. Negro, grande, con la boca abierta y los dientes amarillos. La maestra enseña el ejercicio y el moño le tira, le tira el cuello, los ojos, como si quisiera arrancarle el cabello. Dice cinco, seis, siete, ocho, y quince alumnas en la barra como muñequitas al unísono, tan lindas, tan espigadas, tan sin curvas ni promesas de cuerpos maduros. Dice plié, dice relevé, dice soutenu, palabras que flotan por encima de la música y te impiden disfrutarla —hay que seguir atenta—, palabras que tararea la señorita dando correcciones mientras se pasea por el aula —su nuca tan al borde de la asfixia—, palabras que se detienen a tu lado y dicen ese empeine, el torso, proyecta hacia delante, pero qué importa si sólo quieres escuchar la melodía y dejar de lado aquel murmullo —tic, tic, tic, tic—, qué más dan los cuchicheos de las niñas como una risa conjunta. La maestra eleva la voz que termina por tapar al pianista y entonces de nuevo el martilleo de siempre, cuatro patitas de rata que se escabullen por las paredes y que oyes a tu lado, junto a la cama, sobre la cabeza, golpeteo minúsculo que no te deja descansar al llegar a casa, cuatro pasos y uno tras otro, uno tras otro. Ojalá se los tragara la boca hambrienta del piano, ojalá supieran la señorita y las niñas y el mundo entero, pero nadie sabe o nadie quiere saber. Silencio sobre las miradas entre bambalinas, sobre las madres que no aprendieron a tensar un moño, sobre el destino de las niñas de barrio sin nombre.

Mamá regresa tarde. Tú también. Enciende una cerilla y pregunta por qué has llorado, quién te pegó, qué hiciste. Pregunta siempre como si no supiera, como temiendo afrontar alguna vez tu respuesta, como avergonzada de tener algo que ver. Mamá es lista. Te recoge la ropa sucia, te recrimina las medias rasgadas, te da un beso de buenas noches. Mañana las arreglaremos.

Los domingos no hay clase. A las diez, a las once, a las doce y media, la ciudad repica llamando a misa. El canto de las campanas parece una tormenta doméstica, su garganta henchida oculta unos minutos el siseo del piso. Desearías que durase para siempre. Imaginas cómo el párroco se fija en los asientos vacíos —y ya son dos meses—, tocas el brazo de mamá con un guiño cómplice. Por la mañana te sientes una fugitiva de novela, al margen de la justicia y las leyes, bien juntas las dos como compañeras de una aventura prohibida. Mamá sonríe con los ojos y continúa remendándote las medias, puntada arriba, puntada abajo —mira, por si algún día no estoy—, va cerrando los huecos rebeldes con la aguja que le enhebraste desde temprano, ajusta la tela con el hilo rosa que se esconde y chapotea de un lado a otro, y en esos momentos es la mujer más hermosa del mundo. A pesar de los sabañones, de las grietas que el frío y el agua dibujaron en su cuerpo de lavandera, sus manos bailan sobre el tejido, gráciles, etéreas, bailarinas.

Olvidados el miedo y el rencor de los otros días, dejáis atrás la semana y el secreto del que nunca habláis pero que se sienta siempre a vuestra mesa, Mamá brilla las mañanas de domingo en que no se esconde y permite que la luz la ilumine por completo; parece entonces un ángel, queda revestida de una pureza que a veces te asusta, podrías ponerte a rezarle las oraciones que nunca llegaste a aprender pero que inventarías con fervor inigualable —mamá querida, gracias por la belleza que le regalas al mundo—, termina de arreglar las medias y corta el hilo con los dientes —chasquido experto—-, hace dos nuditos apretados para rematar la tarea y sonríe cuando te la cede.

Pero el resto de los días que no son domingo no hay luces ni sonrisas ni campanas. Se viste rápida; al calzarse los zapatos y despedirte hasta la noche, algo le tiembla en el rostro, algo titila en su gesto, se le estremece un párpado cuando afirmas, juras, confiesas

Mamá, de mayor quiero ser como tú.

Te encanta el teatro. A veces, después de las clases, si no hay más trabajo, esperas a que se vacíe para acomodarte en las alas del escenario. No en el centro. No bajo el foco que apunta y ciega. Basta menos, te conformas con menos, es suficiente una mirada lateral de ese universo, un observar la vida de costado, un recrearse en segunda, tercera, cuarta fila. Vale más un vistazo desde el cuerpo de ballet que la exposición, el riesgo, la angustia de estar sola frente al monstruo de mil ojos, frente al público que se sienta acalorado, se abanica, se sacude los deberes de la mañana. Imaginas los collares sobre el pecho rebosante de las señoras, las perlas que zigzaguean bajo sus lóbulos, esa sonrisa de rigor que blanden como defensa sus colecciones de hijas casaderas, niñas bonitas poco mayores que tú, niñas preciosas que podrían ser tus amigas, niñas impolutas con las mejillas empolvadas de pánico. Pobres niñas blanquísimas con la infancia aún sobre los hombros, con los juguetes al borde de la mano, con la vergüenza de ser exhibidas como se exhibe una vaca; niñas de pestañas grandes que pastan en campos yermos, en senderos ya fijados, que menean la cola, que asienten y asienten y asienten del brazo de sus padres. De algún modo escuchas su mugido lastimero, el miedo en su elegancia de condenadas por los acuerdos de esos señores respetables de traje y pajarita, caballeros de pocas palabras y respuesta firme, tan bien vestidos, con ropas que esconden la barriga y aprieta el cinturón, las carnes blandas, casi líquidas, como recién amasadas. Así arreglados no se les nota lo contrahecho de las caderas, esos defectos de fábrica que comparten a solas en casa o tras las funciones, en los entreactos, esos fallos de diseño en sus carcasas que desvelan en lo oscuro —tic, tic, tic, tic—, cuando no mira nadie o la noche vuelve los ojos. Pero las niñas como tú saben —cómo saben, cómo sabes—, las niñas como tú miran desde las alas y aceptan y cierran la boca, se quedan calladas como esfinges, asomadas al laberinto, el Minotauro las atrapa, las devora. Ellas guardan su secreto. Vuelven a casa y no dicen nada.

Te gusta, te encanta. Adoras el teatro.

Mamá regresa tarde. Tú también. Enciende una cerilla y pregunta cómo fue el ensayo, cuándo es la próxima función. Lo siente, pero no podrá ir. Hay trabajo, siempre hay trabajo. Mamá llega cansada cada día y no oye o simula no oír las cuatro patitas taladrando el salón de arriba abajo; quizás no le importa, se ha acostumbrado a ellas, cuatro patitas que husmean en la cocina y de vez en cuando mordisquean mendrugos secos, hacen agujeritos pequeños y hasta simpáticos, como de duende. A lo mejor por eso mamá las tolera y se conforma con el susurro que recorre las habitaciones cuando sólo debería haber silencio, en las madrugadas de las ratas insomnes que jamás duermen y que amenazan desde los techos con lo afilado de sus voces, aguardan tras los muros y los atraviesan como si fueran de paja, canturrean grises en el refugio de las sombras, y mamá no oye, mamá no oye, te deja sola esperando que amanezca, encogida bajo las sábanas, sin saber cómo ni cuándo notarás los cuerpos mínimos que se suben a la cama en busca de calor. Pobres ratas, pobres ratas que se te acercan como a una hermana, tú también tan flaca, tan parda, tan a la intemperie. Pobres ratas que se te cuelan en los sueños y te arrullan como un coro; a veces todo se parece a aquel cuento que escuchabas de pequeña, cómo era, cómo se llamaba, había una niña buena y guapa y rica y un cascanueces que luchaba contra los ratones y era un príncipe y la llevaba a un palacio de mazapán en un carruaje de oro tirado por caballos de plata, y qué hermoso era, un mundo lleno de juguetes y de dulces, y siempre era Navidad y la gente era buena y guapa y rica y el príncipe acababa con los ratones y mamá lo contaba tan bien, tan bien que se te saltaban las lágrimas cuando prometía que cuando fueras grande te llevaría a vivir al País de las golosinas, y cómo te entusiasmabas —recuerda mamá cuando no está muy cansada que al sorprenderte te salía un hoyuelo muy gracioso en el lado izquierdo, una equis marcando el tesoro de una ilusión sincera, y a menudo mamá no lo dice, no lo sabes, pero echa de menos ese hoyito de tu mejilla redonda y le pide a Dios que te salve, que te saque del pozo donde ella misma te va metiendo día a día —tic, tic, tic, tic—, tras las funciones, en los entreactos, le ruega de rodillas que todo se acabe, que salgas del pozo, que todo se acabe.

En clase hay otras niñas. Dulces, educadas, competentes, como a punto de soltar la lección de la mañana sólo por satisfacer al mundo. En el baño, al terminar, se sueltan el moño y dejan caer el pelo largo, rubio, hecho para las caricias y las palabras bonitas. Entre todas forman un corro y se ayudan a quitarse las horquillas, plin, tintinean al tocar la loza, una a una, sin tirones bruscos. Desde el lavabo te llegan sus voces suaves y sus nombres de hada, tan sencillos, tan hermosos, nombres que mamá nunca te habría imaginado y que juegan a saltar entre azulejos con sus melodías delicadas, resuenan finos de una pared a otra, nombres destinados al halago y a las fiestas y a un colchón mullido –qué no darías por ello-, nombres de niñas con casas grandes que desearían estar más solas, alejarse lo justo de la familia, niñas que aceptan y agradecen y festejan con discreción quince días frente al mar con sus amigas —imagina, imagina—, un verano de arena y sol y vestidos claros, todo risas y libertades pequeñas. Tumbarse en la orilla, escuchar de fondo la marea, las olas que aseguran que suenan como un susurro en el oído, a un salto del océano que te figuras como una mole azul viva, móvil, tantos peces existen en su vientre. Quizás te daría miedo, quizás te atreverías a acercar un pie por vez primera, a sentir el abrazo del agua que sube, baja, sube, baja, aproximando su timidez paso a paso. Cómo te gustaría conversar con ella, hundir los dedos en el barro, perder de vista los límites entre el horizonte y las nubes y jugar a que eres una niña como las otras, fingiendo que entiendes de telas y banquetes y jóvenes apuestos, riendo sólo un poco con la mano sobre la boca, no como mamá, no como tú misma, no entregada a la expansión escandalosa del barrio, no inmersa en la zanja de miseria que te rodea y no te permite salir y te empuja hacia abajo, siempre hacia abajo, hasta la sima oscura donde mamá te lleva a conocer las ratas que se carcajean dobladas sobre sí mismas —y esas son las peores, ratas gordas a punto de reventar que te recuerdan cosas que no se piensan, no se piensan, no se piensan—; mamá te obliga a ignorarlas y a continuar como si no pasara nada, se te suben por los pies y las rodillas y los muslos y cierras los ojos para no ver su panza peluda tan de cerca, sus pupilas brillantes, sus carnes blandas, casi líquidas, como recién amasadas, pero no lo pienses, mamá te dice aguanta y no ve el nudo que se te forma en el pecho, mamá lo aprieta hasta la náusea, mamá asegura que merecerá la pena. Mamá es lista y sabe y comprende y te arregla las medias, los domingos parece una virgen; la mañana le coloca halos en torno, recompone los agujeros por donde entra el viento, pero está cansada, tan cansada, a veces suspira y suelta hay que pagar el alquiler la comida las tasas, se le escapa la lista de corrido, como una cancioncilla, a veces tú terminas la tarea y las puntadas son irregulares, las costuras siguen respirando, pero es suficiente para completar otra semana, otro mes, otro minuto.

En clase estás segura. Aunque la maestra grite. Aunque las niñas comenten en las pausas tus remiendos. Aunque te amenacen con expulsarte o no pagarte si no acudes a los ensayos y no valgan más señorita, es por trabajo, es por trabajo. Toca el pianista y desaparece todo, se acaban las angustias, los temblores. Desde alguna parte suena plié, relevé, soutenu y ya no importa nada. La música te envuelve y te ilumina y qué más da que tus movimientos sean sucios, que tus transiciones sean torpes. Un piano basta para detener la caída, pulsando las teclas se para el mundo y cuánto amor te rebosa hacia esta paz condicionada, cuánta gratitud hacia la maestra y las niñas y mamá, que te quiere con besos precarios, que te apoya con abrazos clandestinos. Cuánta belleza en el polvo que planea ante tus ojos, en el sudor de los cuerpos jóvenes. Si supieras rezar alabarías las gracias del instante, si supieras escribir inventarías el poema más hermoso, si supieras leer lo recitarías ante cada criatura que habita el mundo. Encontrarías a las palomas, los patos, las ardillas del parque, te inclinarías sobre los gatos y su majestad indiferente, saludarías a los perros con sus rebaños de chinches, rastrearías el piso en busca de las ratas, sí, las ratas pequeñas, humildes, con su orgullo de hambre y escoria, aceptarías sus colas tiritantes, sus hocicos como botones perdidos, todo merecería la pena por la gracia del momento regalado.

Mamá regresa tarde. Tú también. Enciende una cerilla y pregunta qué tal fue la clase, cómo se portaron contigo, si hoy volviste a faltar a los ensayos. Bien, bien, silencio, para qué contestar si ya lo sabe. Pero tocaron una música que era pura magia, mamá, magia como las campanas del domingo, elevaba el corazón tan, tan alto, lástima que no pudieras oírla; si supiera, te la cantaría hasta que me doliera la lengua, mamá, cuánta belleza.

Cuánta belleza, pero por qué no sigues contando, por qué no coges aire y te preparas y le confiesas todo a mamá mirándola a la cara, aunque ya lo sepa, aunque no haga falta. Cuánta belleza y, aun así, aun así, aun así, todo se quiebra con un parpadeo, giras la cabeza y jamás fuiste tan feliz y de repente ahí están esos ojos, ojillos pequeños, acuosos, astutos. Hay una rata gorda y grande y trajeada en la puerta de clase, una rata con el rostro del padre de cualquier niña de nombre bonito, una rata inmensa que espera quieta, quietecita como todos los días, aguanta hasta el final de la hora observando y asintiendo y animando a su hija preciosa e intocable, pero por qué nunca la mira a ella, por qué siempre descansa la vista sobre las niñas de barrio sin nombre, por qué siempre vienen él o su amigo o su socio, qué importa, la rata se acerca a la señorita para mascullarle algo que nadie entiende o nadie quiere entender, y entonces sabes que llega tu turno —tic, tic, tic, tic—, la rata llevará a su princesa a casa y por la tarde volverá a por ti, sin mediar palabra ordenará que la acompañes y mientras todo esté pasando pensarás en mamá, en cómo le va costando remendarte las medias, en la fuerza que se le escapa por segundos, en la madeja que se le resbala y cae y choca contra el suelo con un golpe que nunca se oye, así que hay que hacerlo —tras las funciones, en los entreactos—, contendrás la respiración y el asco y el llanto cuando sucedan las cosas que no se piensan, no se piensan, no se piensan, porque al terminar volverás a casa y qué ilusión le hará a mamá que podáis pagar el alquiler, la comida, las tasas, a veces de repente sollozará mi niña, mi niña, qué te hicieron, pero todo merece la pena —tic, tic, tic, tic—, los domingos fingiréis que nada ha pasado y todo será tan hermoso, mamá volverá a contarte la historia del cascanueces y el rey de los ratones, se te saltarán las lágrimas como cuando eras pequeña, pequeñita y aún no te dabas cuenta, y aún no formabas parte, la abrazarás con cuidado y le hablarás de la belleza del mundo, qué suerte tengo, mamá, qué suerte. Ojalá la vieras.

Mamá regresa tarde. Tú también. Enciende una cerilla. No pregunta nada.

Irene Reyes-Noguerol (Sevilla,1997). Graduada en Filología Hispánica por la Universidad de Sevilla. Ganadora de 4 premios académicos y 56 literarios, entre ellos, un Taller de Escritura Creativa por la Universidad Camilo José Cela de Madrid. Seleccionada por la revista Granta como una de los 25 mejores narradores jóvenes en español. Coautora en catorce antologías. Autora de dos libros: Caleidoscopios (Sevilla, Ediciones en Huida, 2016) y De Homero y otros dioses (Sevilla, editorial Maclein y Parker, 2018).